tag:blogger.com,1999:blog-71801927050786924092024-03-19T02:14:57.772-07:00Libros Para Leer OnlineAnonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.comBlogger165125tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-50317333042640002652015-04-11T15:37:00.000-07:002015-04-11T15:37:33.921-07:00Capítulo 9Dejo de intentar dormir después de que unas pesadillas indescriptibles<br />interrumpan mis primeros intentos. Luego me quedo quieta y finjo respirar<br />profundamente cuando alguien viene a echarme un vistazo. Por la mañana me dejan<br />salir del hospital y me indican que me lo tome con calma. Cressida me pide grabar<br />unas cuantas líneas para una nueva propo del Sinsajo. En la comida sigo esperando a<br />que alguien comente la aparición de Peeta, pero nadie lo hace. Alguien más tiene que<br />haberlo visto, aparte de Finnick y yo misma.<br />Tengo entrenamiento, pero a Gale lo envían a trabajar con Beetee en armas o algo,<br />así que obtengo un permiso para llevarme a Finnick al bosque. Damos vueltas un<br />rato y después escondemos los intercomunicadores bajo un arbusto. Cuando estamos<br />a una distancia segura, nos sentamos a hablar de la retransmisión de Peeta.<br />‐ No he oído ni palabra sobre el tema. ¿Nadie te ha dicho nada? ‐pregunta Finnick,<br />y yo sacudo la cabeza; hace una pausa antes de preguntar‐: ¿Ni siquiera Gale?<br />Me aferro a la tenue esperanza de que Gale de verdad no sepa nada del mensaje<br />de Peeta, aunque tengo un mal presentimiento al respecto.<br />‐ Quizá está intentando encontrar el momento apropiado para contártelo a solas ‐<br />añade Finnick.<br />‐ Quizá.<br />Guardamos silencio tanto rato que un ciervo se pone a tiro y lo derribo de un<br />flechazo. Finnick lo arrastra de vuelta a la valla.<br />En la cena hay venado picado en el guiso. Gale me acompaña al compartimento E<br />después de comer. Cuando le pregunto qué ha estado pasando por aquí, sigue sin<br />decir nada de Peeta. En cuanto mi madre y mi hermana se duermen, saco la perla del<br />cajón y me paso una segunda noche en vela aferrada a ella, repitiendo las palabras de<br />Peeta en mi cabeza: «Pregúntate esto: ¿de verdad confías en las personas con las que<br />trabajas? ¿De verdad sabes qué está pasando? Y si no lo sabes…, averígualo».<br />Averígualo. ¿El qué? ¿De quién? ¿Y cómo puede Peeta saber otra cosa que no sea<br />lo que el Capitolio le cuente? No es más que una propo del Capitolio, más ruido. Sin<br />embargo, si Plutarch cree que no es más que un guión del Capitolio, ¿por qué no me<br />ha dicho nada? ¿Por qué nadie nos ha dicho nada ni a Finnick ni a mí?<br />Debajo de todo este debate mental se esconde la verdadera razón de mi inquietud:<br />Peeta. ¿Qué le han hecho? ¿Y qué le están haciendo ahora mismo? Está claro que<br />Snow no se tragó la historia de que Peeta y yo no sabíamos nada de la rebelión. Y sus<br />sospechas se han reforzado al verme aparecer convertida en el Sinsajo. Peeta sólo<br />puede hacer suposiciones sobre las tácticas rebeldes o inventarse cosas para sus<br />torturadores, mentiras que, una vez descubiertas, le acarrearían graves castigos. Debe<br />de sentir que lo he abandonado. En su primera entrevista intentó protegerme del<br />Capitolio y los rebeldes, y no sólo he fallado protegiéndolo, sino que lo han castigado<br />más por mi culpa.<br />Por la mañana, meto el antebrazo en la pared y me quedo mirando medio<br />dormida el horario. Justo después del desayuno tengo Producción. En el comedor,<br />mientras me trago los cereales calientes, la leche y la pastosa remolacha, veo un<br />brazalector en la muñeca de Gale.<br />‐ ¿Cuándo lo has recuperado, soldado Hawthorne? ‐le pregunto.<br />‐ Ayer. Pensaron que vendría bien como sistema de comunicación adicional<br />cuando salga contigo al campo de batalla.<br />Nadie me ha ofrecido nunca un brazalector. ¿Me lo darían si lo pidiera?<br />‐ En fin, supongo que uno de los dos debe ser accesible ‐respondo en tono algo<br />molesto.<br />‐ ¿Qué quieres decir?<br />‐ Nada, sólo repito lo que dijiste, y estoy completamente de acuerdo en que seas tú<br />el accesible. Sólo espero que sigas siéndolo para mí también.<br />Nos miramos a los ojos y me doy cuenta de lo furiosa que estoy con Gale, de que<br />no creo ni por un instante que no viera la propo de Peeta, de que me ha traicionado<br />al no contármelo. Nos conocemos demasiado bien para que no capte mi humor y<br />suponga qué lo ha causado.<br />‐ Katniss… ‐empieza; su tono de voz ya es de por sí una confesión.<br />Agarro mi bandeja, voy a la zona de recogida y coloco a golpes los platos en la<br />repisa. Cuando llego al pasillo ya me ha alcanzado.<br />‐ ¿Por qué no has dicho nada? ‐me pregunta, agarrándome del brazo.<br />‐ ¿Que por qué no lo he dicho yo? ‐replico, apartando el brazo‐. ¿Por qué no lo has<br />dicho tú, Gale? Y, por cierto, sí que lo dije: ¡anoche te pregunté que había pasado!<br />‐ Lo siento, ¿vale? No sabía qué hacer. Quería contártelo, pero todos temían que<br />ver la propo de Peeta te pusiera más enferma.<br />‐ Tenían razón, me puse mala, pero no tanto como saber que me mentías por Coin.<br />‐En ese momento empieza a pitar su brazalector‐. Ahí está, será mejor que corras,<br />tienes cosas que contarle.<br />Durante un instante le veo en la cara que está dolido de verdad. Después se pone<br />furioso, se da media vuelta y se larga. Quizá yo haya sido demasiado rencorosa,<br />quizá no le haya dado el tiempo suficiente para explicarse. Quizá lo que todos<br />intentan es mentirme para protegerme. Me da igual, estoy harta de que me mientan<br />por mi propio bien, porque, en realidad, es por su propio bien. Vamos a mentir a<br />Katniss sobre la rebelión para que no haga ninguna locura. Vamos a enviarla a la<br />arena sin tener ni idea para que podamos sacarla. No le digáis lo de la propo de Peeta<br />porque podría enfermar, y ya nos cuesta lo suficiente sacarle buenas tomas tal cual.<br />Sí que me siento enferma, tengo el corazón roto. Y estoy muy cansada para pasar<br />un día de producción, pero ya estoy en Belleza, así que entro. Hoy descubro que<br />vamos a volver al Distrito 12. Cressida quiere hacer entrevistas sin guión con Gale y<br />conmigo hablando sobre nuestra ciudad destruida.<br />‐ Si estáis los dos preparados ‐dice Cressida, mirándome con atención.<br />‐ Cuenta conmigo ‐respondo.<br />Me quedo quieta, rígida y poco comunicativa, como un maniquí, mientras mi<br />equipo de preparación me viste, me peina y me pone algo de maquillaje; no tanto<br />como para que se note, sólo lo bastante para taparme un poco las ojeras del<br />insomnio.<br />Boggs me acompaña al hangar, pero no hablamos más que para saludarnos. Me<br />alegro de ahorrarme otra charla sobre mi desobediencia en el 8, sobre todo porque su<br />máscara parece muy incómoda.<br />En el último momento recuerdo enviar un mensaje a mi madre para decirle que<br />salgo del 13 y enfatizar que no será peligroso. Subimos a un aerodeslizador para el<br />corto camino al 12 y me piden que me siente a una mesa en la que Plutarch, Gale y<br />Cressida señalan un mapa. Plutarch está henchido de satisfacción al enseñarme los<br />efectos del antes y el después de las dos primeras propos. Los rebeldes, que<br />mantenían su posición a duras penas en varios distritos, han avanzado. Han tomado<br />el 3 y el 11 (que resulta crucial porque es el principal suministrador de comida de<br />Panem), y han hecho incursiones en otros distritos.<br />‐ Esperanzador, muy esperanzador ‐dice Plutarch‐. Fulvia tendrá lista la primera<br />ronda de anuncios de la serie «Recordamos» esta noche, así que podremos dirigirnos<br />individualmente a cada distrito con sus propios muertos. Finnick está absolutamente<br />maravilloso.<br />‐ La verdad es que verlo resulta doloroso ‐añade Cressida‐. Conocía a muchos de<br />ellos en persona.<br />‐ Por eso es tan eficaz ‐dice Plutarch‐. Directo desde el corazón. Todos lo estáis<br />haciendo muy bien. Coin no podría estar más contenta.<br />Así que Gale no les ha dicho nada sobre que fingí no ver a Peeta y que me fastidió<br />su encubrimiento. Supongo que ya es un poco tarde para eso, porque sigo enfadada.<br />Da igual, él tampoco me habla a mí.<br />Al llegar a la Pradera me doy cuenta de que Haymitch no viene con nosotros. Le<br />pregunto a Plutarch, que sacude la cabeza y dice:<br />‐ No podía enfrentarse a esto.<br />‐ ¿Haymitch? ¿Incapaz de enfrentarse a algo? Seguramente quería tener el día<br />libre.<br />‐ Creo que sus palabras exactas fueron: «No podría enfrentarme a eso sin una<br />botella» ‐responde Plutarch.<br />Pongo los ojos en blanco, no me queda paciencia con mi mentor, su debilidad por<br />la bebida y a lo que puede o no enfrentarse. Sin embargo, a los cinco minutos de<br />regresar al 12, yo misma estoy deseando tener una botella. Creía que había aceptado<br />la muerte del 12: lo había oído, lo había visto desde el aire y había caminado entre<br />sus cenizas. Entonces, ¿por qué todo hace que vuelva a sentir esta punzada de dolor?<br />¿Acaso estaba demasiado atontada antes para percibir del todo la pérdida de mi<br />mundo? ¿O es que la mirada de Gale al recorrer a pie la destrucción hace que la<br />atrocidad me parezca nueva?<br />Cressida pide al equipo que empiece conmigo en mi vieja casa. Le pregunto qué<br />quiere que haga.<br />‐ Lo que te apetezca ‐responde.<br />De pie en mi cocina, no me apetece hacer nada. De hecho, me concentro en el cielo<br />(el único techo que queda) porque me ahogan los recuerdos. Al cabo de un rato,<br />Cressida dice:<br />‐ Con eso basta, Katniss, sigamos.<br />Gale no se escapa tan fácilmente en su vieja casa. Cressida lo graba en silencio<br />durante unos minutos, pero justo cuando recoge de las cenizas el único vestigio de su<br />antigua vida (un atizador metálico retorcido), ella empieza a preguntarle por su<br />familia, su trabajo y la vida en la Veta. Hace que vuelva a la noche del bombardeo y<br />lo reviva; empezamos en su casa y avanzamos por la Pradera, a través de los<br />bosques, hasta el lago. Me quedo detrás del equipo de grabación y los<br />guardaespaldas, y me da la impresión de que su presencia viola mi querido bosque.<br />Es un lugar privado, un santuario ya corrompido por la maldad del Capitolio.<br />Aunque ya hemos dejado atrás los tocones achicharrados junto a la valla, seguimos<br />pisando cadáveres en descomposición. ¿Tenemos que grabarlo para que lo vea todo<br />el mundo?<br />Cuando llegamos al lago, Gale ha perdido el habla. Todos estamos sudando (sobre<br />todo Castor y Pollux, con sus arneses de insecto), y Cressida decide hacer un<br />descanso. Bebo agua del lago con las manos, deseando poder zambullirme y flotar<br />sola, desnuda, sin que nadie me observe.<br />Vago por el perímetro un momento. Al rodear la casita de hormigón junto al lago<br />me detengo en la puerta y veo a Gale colocando junto a la chimenea el atizador<br />retorcido que ha sacado de su casa. Durante un momento veo a un desconocido<br />solitario, en algún momento del futuro, deambulando perdido por el bosque y<br />encontrando este pequeño refugio con la pila de troncos partidos, la chimenea y el<br />atizador. Se preguntará qué pasó aquí. Gale se vuelve, me mira a los ojos y sé que<br />está pensando en nuestro último encuentro en este lugar, cuando intentábamos<br />decidir si huir o no. De haberlo hecho, ¿seguiría aquí el Distrito 12? Creo que sí,<br />aunque el Capitolio todavía controlaría Panem.<br />Nos repartimos unos sándwiches de queso y los comemos a la sombra de los<br />árboles. Me siento a posta en el otro extremo del grupo, al lado de Pollux, para no<br />tener que hablar. Nadie habla mucho, en realidad. Gracias al relativo silencio, los<br />pájaros recuperan su bosque. Le doy un codazo a Pollux y señalo a un pajarito negro<br />con cresta. El pájaro salta a una nueva rama, abre un instante las alas y nos enseña<br />sus manchas blancas. Pollux hace un gesto hacia mi insignia y arquea las cejas.<br />Asiento para confirmar que es un sinsajo y levanto un dedo para decir: «Espera,<br />ahora verás». Entonces silbo un gorjeo. El sinsajo ladea la cabeza y lo imita.<br />Sorprendida, veo que Pollux silba unas notas. El pájaro responde al instante. Pollux<br />pone cara de alegría e inicia un intercambio melódico con el pájaro. Supongo que es<br />la primera conversación que tiene en años. La música atrae a los sinsajos como las<br />flores a las abejas, así que en pocos minutos tiene a media docena de ellos posados en<br />las ramas que nos cubren. Me da un golpecito en el brazo y usa una ramita para<br />escribir una palabra en la tierra: «¿Cantas?».<br />En otras circunstancias me negaría, pero es imposible decir que no a Pollux.<br />Además, las voces de cantar de los sinsajos no son iguales que sus silbidos y quiero<br />que él las oiga. Antes de pensar mucho en lo que hago, canto las cuatro notas de Rue,<br />las que usaba para marcar el final del día de trabajo en el 11. Las notas que acabaron<br />siendo la banda sonora de su asesinato. Los pájaros no lo saben, recogen la sencilla<br />frase y se la repiten entre ellos en dulce armonía; igual que hicieron en los Juegos del<br />Hambre antes de que las mutaciones aparecieran entre los árboles, nos persiguieran<br />hasta la Cornucopia y convirtieran poco a poco a Cato en una masa sanguinolenta…<br />‐ ¿Quieres oírlos cantar una canción de verdad? ‐le suelto; cualquier cosa para<br />detener los recuerdos.<br />Me pongo de pie, vuelvo a los árboles y apoyo la mano en el rugoso tronco del<br />arce en el que están los pájaros. No he cantado El árbol del ahorcado en voz alta<br />desde hace diez años porque está prohibido, pero recuerdo todas las palabras.<br />Empiezo en voz baja, dulce, como hacía mi padre:<br />¿Vas, vas a volver<br />al árbol en el que colgaron<br />a un hombre por matar a tres?<br />Cosas extrañas pasaron en él,<br />no más extraño sería<br />en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.<br />Los sinsajos empiezan a cambiar sus canciones al darse cuenta de mi nuevo<br />ofrecimiento.<br />¿Vas, vas a volver<br />al árbol donde el hombre muerto<br />pidió a su amor huir con él?<br />Cosas extrañas pasaron en él,<br />no más extraño sería<br />en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.<br />Ya he captado la atención de los pájaros. Sólo tardarán otra estrofa en entender la<br />melodía, ya que es sencilla y se repite cuatro veces sin mucha variación.<br />¿Vas, vas a volver<br />al árbol donde te pedí huir<br />y en libertad juntos correr?<br />Cosas extrañas pasaron en él,<br />no más extraño sería<br />en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.<br />Los árboles callan, sólo se oye el susurro de las hojas con la brisa, pero nada de<br />pájaros, ni sinsajos ni otros. Peeta tiene razón: guardan silencio cuando canto, igual<br />que hacían con mi padre.<br />¿Vas, vas a volver<br />al árbol con un collar de cuerda<br />para conmigo pender?<br />Cosas extrañas pasaron en él,<br />no más extraño sería<br />en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.<br />Los pájaros esperan a que siga, pero ya está, última estrofa. En el silencio que<br />sigue recuerdo la escena. Estaba en casa después de pasar el día en el bosque con mi<br />padre, sentada en el suelo con Prim, que era un bebé, cantando El árbol del ahorcado.<br />Hacíamos collares de trapos viejos, como decía en la canción, sin conocer el<br />verdadero significado de las palabras. La melodía era sencilla y fácil de cantar en<br />armonía, y entonces yo era capaz de memorizar casi cualquier cosa con música con<br />un par de veces que la cantara. De repente, mi madre nos quitó los collares de cuerda<br />y empezó a gritar a mi padre. Me puse a llorar porque mi madre nunca chillaba, Prim<br />se puso a berrear, y yo corrí afuera para esconderme. Como sólo tenía un escondrijo<br />(en la Pradera, bajo un arbusto de madreselva), mi padre me encontró muy deprisa.<br />Me calmó y me dijo que todo iba bien, pero que lo mejor era que no volviéramos a<br />cantar aquella canción. Mi madre sólo quería que yo la olvidara, así que, por<br />supuesto, todas y cada una de las palabras quedaron grabadas sin remedio y para<br />siempre en mi cerebro.<br />Mi padre y yo no volvimos a cantarla, ni siquiera a hablar de ella. Cuando murió,<br />me acostumbre a venir mucho por aquí y empecé a entender la letra. Al principio es<br />como si un hombre intentara convencer a su novia para que se reuniera con él en<br />secreto por la noche. Sin embargo, un árbol del ahorcado, en el que han ajusticiado a<br />un hombre por asesinato, es un lugar muy extraño para un encuentro amoroso.<br />Puede que la amante del asesino tuviera algo que ver con el asesinato o quizá fueran<br />a castigarla de todos modos, porque el cadáver del asesino la llama para que huya. Es<br />raro, claro, lo del cadáver que habla, pero es en la tercera estrofa cuando El árbol del<br />ahorcado empieza a ser desconcertante. Te das cuenta de que el que canta la canción<br />es el asesino muerto, que sigue en el árbol. Y aunque le dijo a su amante que<br />escapara, no deja de pedirle que se reúna con él. La frase «donde te pedí huir y en<br />libertad juntos correr» es la más inquietante, porque al principio parece que está<br />hablando de cuando él le pidió a ella que huyera, seguramente para ponerse a salvo.<br />Pero después te preguntas si se refiere a que vaya con él, que vaya a la muerte. En la<br />estrofa final queda claro que eso es justo lo que el hombre espera, que su amante se<br />ponga un collar de cuerda y cuelgue muerta del árbol junto a él.<br />Antes pensaba que el asesino era el tío más espeluznante del mundo. Ahora, con<br />un par de viajes a los Juegos del Hambre a mis espaldas, creo que es mejor no<br />juzgarlo antes de conocer los detalles. Quizá ya hubieran sentenciado a muerte a su<br />amante y él intentaba ponérselo más fácil, hacerle saber que la esperaba. O quizá<br />pensaba que el lugar en el que la dejaba era mucho peor que la muerte. ¿Acaso no<br />quise matar a Peeta con aquella jeringuilla para salvarlo del Capitolio? ¿De verdad<br />era mi única opción? Seguramente no, pero en aquel momento no se me ocurría nada<br />mejor.<br />Supongo que mi madre pensaba que todo aquello era demasiado retorcido para<br />una niña de siete años, sobre todo una que se hacía sus propios collares de cuerda.<br />Los ahorcamientos tampoco eran una cosa que sólo ocurriera en las historias, ya que<br />ejecutaron así a muchas personas en el 12. Apuesto lo que sea a que no quería que<br />cantara la canción delante de todos mis compañeros de la clase de música. Es<br />probable que tampoco le haga mucha gracia saber que lo estoy haciendo aquí,<br />delante de Pollux, pero al menos no me están… Espera, me equivoco: miro de lado y<br />veo que Castor me ha grabado. Todos me observan atentamente y Pollux está<br />llorando, porque seguro que mi espeluznante canción ha desenterrado algún horrible<br />incidente de su vida. Genial. Suspiro y me apoyo en el tronco. Entonces es cuando los<br />sinsajos empiezan su versión de El árbol del ahorcado. En sus picos resulta muy<br />bella. Consciente de que me filman, me quedo quieta hasta que Cressida dice:<br />‐ ¡Corten!<br />Plutarch se me acerca riendo.<br />‐ ¿De dónde has sacado eso? ¡Parece hecho a posta! ‐Me rodea con un brazo y me<br />da un beso en la frente haciendo mucho ruido‐. ¡Eres una mina!<br />‐ No lo hacía para las cámaras ‐respondo.<br />‐ Pues hemos tenido suerte de que estuvieran encendidas. ¡Venga, todos de vuelta<br />a la ciudad!<br />En nuestro camino por el bosque llegamos a un canto rodado, y Gale y yo<br />volvemos la cabeza en la misma dirección, como un par de perros captando un rastro<br />en el viento. Cressida lo nota y pregunta qué hay por allí. Reconocemos sin mirarnos<br />que es nuestro antiguo punto de encuentro para cazar. Ella quiere verlo, incluso<br />después de decirle que no tiene nada especial.<br />«Salvo que allí era feliz», pienso.<br />Nuestra repisa de roca da al valle. Quizá esté algo menos verde de lo normal, pero<br />los arbustos de moras están cargados de frutos. Aquí dieron comienzo incontables<br />días de caza, trampas, pesca y recolección, paseando juntos por el bosque,<br />compartiendo nuestros pensamientos mientras llenábamos las bolsas. Era la puerta a<br />la alimentación y la cordura. Y los dos éramos nuestras respectivas llaves.<br />Ahora no hay Distrito 12 del que escapar ni agentes de la paz a los que engañar, ni<br />bocas hambrientas que alimentar. El Capitolio nos lo ha quitado todo y estoy a punto<br />de perder también a Gale. El pegamento de la necesidad que nos unió con tanta<br />fuerza durante todos esos años empieza a derretirse, y lo que aparece en los huecos<br />no es luz, sino manchas oscuras. ¿Cómo es posible que hoy, enfrentados a la horrible<br />muerte del 12, estemos demasiado enfadados para hablarnos?<br />Gale prácticamente me ha mentido. Eso es inaceptable, aunque estuviera<br />preocupado por mi bienestar. Sin embargo, su disculpa parecía auténtica, y es cierto<br />que yo se la agradecí con un insulto que sabía que le dolería. ¿Qué nos está pasando?<br />¿Por qué ahora siempre estamos peleados? Estoy hecha un lío, pero me da la<br />sensación de que, si vuelvo al origen de nuestros problemas, mis acciones estarán en<br />el centro. ¿De verdad quiero apartarlo de mí?<br />Rodeo una mora con los dedos y la arranco de la mata. Después la hago rodar con<br />cuidado entre el pulgar y el índice. De repente, me vuelvo hacia él y se la tiro,<br />diciendo:<br />‐ Y que la suerte…<br />La lanzo lo bastante alto como para que tenga tiempo de decidir si rechazarla o<br />aceptarla.<br />Gale tiene los ojos fijos en mí, no en la mora, pero, en el último momento, abre la<br />boca y la recoge. La mastica, la traga y hace una pausa antes de decir:<br />‐ … esté siempre, siempre de vuestra parte.<br />Pero lo dice.<br />Cressida pide que nos sentemos en las rocas, donde es imposible no tocarse, y nos<br />hace hablar sobre la caza: lo que nos llevó al bosque, cómo nos conocimos, los<br />momentos favoritos… Nos relajamos, empezamos a reírnos un poco mientras<br />contamos percances con abejas, perros salvajes y mofetas. Cuando la conversación se<br />desvía a cómo nos sentimos al usar nuestra habilidad con las armas en el bombardeo<br />del 8, dejo de hablar. Gale sólo dice:<br />‐ Iba siendo hora.<br />Cuando llegamos a la plaza de la ciudad, la tarde se ha convertido en noche. Llevo<br />a Cressida a las ruinas de la panadería y le pido que grabe una cosa. La única<br />emoción que siento es cansancio.<br />‐ Peeta, éste es tu hogar. No sabemos nada de tu familia desde el bombardeo. El 12<br />ha desaparecido. ¿Y tú nos pides un alto el fuego? ‐Miro al vacío‐. No queda nadie<br />que pueda escucharte.<br />De pie delante del tocón de metal que antes era la horca, Cressida nos pregunta si<br />alguna vez nos han torturado. A modo de respuesta, Gale se quita la camiseta y<br />ofrece su espalda a la cámara. Me quedo mirando las marcas de latigazos y vuelvo a<br />oír el silbido del látigo, vuelvo a ver su figura ensangrentada colgando inconsciente<br />de las muñecas.<br />‐ He terminado ‐anuncio‐. Me reuniré con vosotros en la Aldea de los Vencedores.<br />Tengo que recoger una cosa para… mi madre.<br />Supongo que he venido caminando, aunque lo siguiente que sé es que estoy<br />sentada en el suelo, delante de los armarios de la cocina de nuestra casa en la Aldea,<br />colocando meticulosamente tarros de cerámica y botellas de cristal dentro de una<br />caja, con vendas limpias de algodón entre ellos para evitar que se rompan;<br />envolviendo montoncitos de flores secas.<br />De repente recuerdo la rosa de mi cómoda. ¿Era real? Si lo era, ¿seguirá allí?<br />Tengo que resistir la tentación de comprobarlo. Si está, sólo servirá para volver a<br />asustarme. Me doy más prisa empaquetando.<br />Una vez vacíos los armarios, me levanto y veo que Gale ha aparecido en la cocina.<br />Es desconcertante lo silencioso que puede ser. Está apoyado en la mesa, con los<br />dedos extendidos sobre las vetas de la madera. Dejo la caja entre nosotros.<br />‐ ¿Lo recuerdas? ‐me dice‐. Aquí es donde me besaste.<br />Así que la fuerte dosis de morflina administrada después de los latigazos no bastó<br />para borrar eso de su conciencia.<br />‐ Creía que no lo recordarías ‐respondo.<br />‐ Tendría que estar muerto para no recordarlo. Y quizá ni siquiera entonces lo<br />olvidaría. Quizá sea como ese hombre de El árbol del ahorcado, esperando una<br />respuesta.<br />Gale, a quien nunca he visto llorar, tiene lágrimas en los ojos. Para evitar que las<br />derrame, me acerco y lo beso en los labios. Sabemos a calor, cenizas y tristeza, un<br />sabor sorprendente para un beso tan suave. Él se aparta primero y esboza una<br />sonrisa irónica.<br />‐ Estaba seguro de que me besarías.<br />‐ ¿Por qué? ‐pregunto, porque ni yo lo sabía.<br />‐ Porque sufro. Es la única forma de llamar tu atención ‐añade, recogiendo la caja‐.<br />No te preocupes, Katniss, se me pasará.<br />Y se va antes de que pueda responder.<br />Estoy demasiado cansada para repasar su última acusación. Me paso el corto viaje<br />de vuelta al 13 acurrucada en un asiento, intentando no hacer caso de Plutarch, que<br />no deja de hablar de uno de sus temas favoritos: las armas de las que la humanidad<br />ya no dispone: aviones para grandes altitudes, satélites militares, desintegradores de<br />células, vehículos aéreos no tripulados y armas biológicas con fecha de caducidad.<br />Todo desaparecido por la destrucción de la atmósfera, la falta de recursos o los<br />escrúpulos morales. Se nota el pesar de un Vigilante Jefe que no puede más que<br />soñar con esos juguetes, que tiene que conformarse con aerodeslizadores, misiles<br />tierra‐tierra y simples armas de fuego.<br />Después de quitarme el traje de Sinsajo me voy directa a la cama sin comer. Aun<br />así, Prim tiene que sacudirme para que me levante por la mañana. Después de<br />desayunar, hago caso omiso de mi horario y me echo una siesta en el armario de<br />material escolar. Cuando me despierto y salgo a rastras de entre las cajas de tizas y<br />lápices, ya es la hora de cenar. Me tomo una porción extragrande de sopa de<br />guisantes y me dirijo de vuelta al compartimento E, pero Boggs me intercepta.<br />‐ Hay una reunión en la sala de Mando. No prestes atención a tu horario.<br />‐ Hecho ‐respondo.<br />‐ ¿Lo has seguido en algún momento del día? ‐pregunta, impaciente.<br />‐ ¿Quién sabe? Estoy mentalmente desorientada.<br />Levanto la muñeca para enseñarle la pulsera médica y me doy cuenta de que ya<br />no está.<br />‐ ¿Ves? ‐le digo‐ Ni siquiera recuerdo que me quitaron la pulsera. ¿Por qué me<br />quieren en Mando? ¿Me he perdido algo?<br />‐ Creo que Cressida quería enseñarte las propos del 12, aunque supongo que ya las<br />verás cuando las emitan.<br />‐ Para eso necesito un horario, para saber cuándo emiten las propos ‐respondo; me<br />lanza una miradita, pero no hace ningún comentario.<br />La sala de Mando está llena, aunque me han guardado un asiento al lado de<br />Finnick y Plutarch. Las pantallas de la mesa ya están levantadas, y en ellas se ven las<br />retransmisiones de siempre del Capitolio.<br />‐ ¿Qué pasa? ¿No íbamos a ver las propos del 12? ‐pregunto.<br />‐ Oh, no ‐responde Plutarch‐. Es decir, puede. No sé bien qué grabación va a usar<br />Beetee.<br />‐ Beetee cree que ha encontrado la forma de entrar en la emisión a nivel nacional ‐<br />dice Finnick‐, para que nuestras propos se vean también en el Capitolio. Ahora está<br />abajo, trabajando en ello en Defensa Especial. Esta noche hay programación en<br />directo. Snow va a hacer una aparición o algo. Creo que ya empieza.<br />Ponen el sello del Capitolio, subrayado por el himno. De repente me encuentro<br />mirando a los ojos de serpiente del presidente Snow, que saluda a la nación. Es como<br />si usara su podio de barricada, aunque la rosa blanca de su solapa está bien a la vista.<br />La cámara se aleja para incluir a Peeta; lo han puesto a un lado, delante de un mapa<br />proyectado de Panem. Está sentado en una silla elevada, con los zapatos encima de<br />un escalón metálico. El pie de su pierna protésica da golpecitos en el suelo de manera<br />irregular. Unas gotas de sudor han atravesado la capa de polvos del labio superior y<br />de la frente, pero es su mirada (de enfado, pero perdida) lo que más me asusta.<br />‐ Está peor ‐susurro.<br />Finnick me agarra la mano para ofrecerme apoyo, y yo intento aferrarme a él.<br />Peeta empieza a hablar en tono frustrado sobre la necesidad del alto el fuego.<br />Destaca el daño hecho a las infraestructuras de varios distritos y, mientras habla,<br />algunas partes del mapa se iluminan para mostrar imágenes de la destrucción: una<br />presa rota en el 7, un tren descarrilado con un charco de residuos tóxicos saliendo de<br />los vagones cisterna y un granero derrumbándose después de un incendio. Todo lo<br />atribuye a la acción de los rebeldes.<br />¡Pum! De repente, sin previo aviso, estoy en la tele, de pie entre las ruinas de la<br />panadería.<br />Plutarch se levanta y exclama:<br />‐ ¡Lo ha hecho! ¡Beetee ha entrado!<br />La sala está eufórica cuando Peeta vuelve, distraído. Me ha visto en el monitor.<br />Intenta seguir con su discurso pasando al bombardeo de un planta depuradora de<br />agua, cuando lo sustituye una grabación de Finnick hablando de Rue. Y entonces<br />aquello se convierte en una batalla por las ondas: los expertos en tecnología del<br />Capitolio intentan rechazar el ataque de Beetee, pero no están preparados; y Beetee,<br />al parecer anticipando que no mantendría el control de manera continua, tiene<br />preparado un arsenal de fragmentos de cinco a diez segundos con los que trabajar.<br />Observamos cómo se deteriora la presentación oficial, salpicada de imágenes<br />escogidas de las propos.<br />Plutarch sufre espasmos de placer y casi todos vitorean a Beetee, pero Finnick<br />permanece callado e inmóvil a mi lado. Haymitch está al otro lado de la sala; lo miro<br />a los ojos y veo reflejado en ellos mi propio miedo. Los dos sabemos que, con cada<br />vítor, Peeta se aleja más y más de nuestro alcance.<br />Vuelven a poner el sello del Capitolio, acompañado de un pitido continuo. Snow y<br />Peeta tardan veinte segundos en volver, y vemos que el estudio es un caos. Oímos<br />conversaciones frenéticas en su cabina. Snow se lanza hacia la pantalla diciendo que,<br />sin duda, los rebeldes intentan evitar que todos conozcan la información que los<br />incrimina, pero que la verdad y la justicia prevalecerán. La emisión se restablecerá<br />cuando restauren la seguridad. Pregunta a Peeta que si, dados los hechos acaecidos<br />esta noche, tiene algo más que decir a Katniss Everdeen.<br />Al oír mi nombre, el rostro de Peeta se arruga, como si le costara hablar.<br />‐ Katniss…, ¿cómo crees que acabará esto? ¿Qué quedará? Nadie está a salvo, ni en<br />el Capitolio ni en los distritos. Y tú… en el 13… ‐dice, tomando aire con dificultad,<br />como si no pudiera respirar; con ojos de loco‐. ¡Mañana estarás muerta!<br />Fuera de cámara, Snow ordena cortar la emisión. Beetee lo termina de liar todo<br />poniendo una imagen fija de mí de pie delante del hospital a intervalos de tres<br />segundos. Sin embargo, entre las imágenes, somos testigos de lo que pasa en el plató,<br />de que Peeta intenta seguir hablando, de que la cámara cae al suelo y graba las<br />baldosas blancas, del movimiento de muchas botas, del impacto del golpe que va<br />unido al grito de dolor de Peeta…, y de su sangre salpicando las baldosas.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-78893574011169464612015-04-11T15:35:00.000-07:002015-04-11T15:35:46.317-07:00Capítulo 8Boggs me coge con fuerza del brazo, pero ya no pienso escapar. Miro al hospital<br />(justo a tiempo de ver cómo cede el resto de la estructura) y dejo de luchar. Todas<br />esas personas, los cientos de heridos, los parientes y los médicos del 13, ya no existen.<br />Me vuelvo hacia Boggs y veo que tiene hinchada la cara por la patada de Gale.<br />Aunque no soy una experta, estoy bastante segura de que le ha roto la nariz. A pesar<br />de todo, suena más resignado que enfadado:<br />‐ De vuelta a la pista.<br />Doy un paso adelante, obediente, y hago una mueca al notar el dolor de la rodilla<br />derecha. El subidón de adrenalina ya ha pasado y todas las partes de mi cuerpo se<br />unen en un coro de quejas. Estoy machacada, ensangrentada y alguien me está<br />pegando martillazos en la sien izquierda desde dentro del cráneo. Boggs me examina<br />rápidamente la cara, me sube en brazos y corre hacia la pista. A medio camino<br />vomito encima de su chaleco antibalas. Creo que suspira, aunque es difícil saberlo,<br />porque está sin aliento.<br />Un aerodeslizador pequeño, distinto al que nos trajo aquí, nos espera en la pista.<br />En cuanto mi equipo sube a bordo, despegamos. Esta vez no hay ni asientos cómodos<br />ni ventanas, sino que estamos en una especie de avión de mercancías. Boggs se<br />encarga de los primeros auxilios de todos para que resistan hasta que lleguemos al<br />13. Quiero quitarme el chaleco porque también ha recibido buena parte del vómito,<br />pero hace demasiado frío para eso. Me quedo tumbada en el suelo con la cabeza<br />apoyada en el regazo de Gale. Lo último que recuerdo es a Boggs poniéndome<br />encima un par de sacos de arpillera.<br />Cuando me despierto, estoy calentita y remendada en mi vieja habitación del<br />hospital. Mi madre está aquí, comprobando mis constantes vitales.<br />‐ ¿Cómo te sientes?<br />‐ Un poco machacada, pero bien ‐respondo.<br />‐ Nadie nos dijo que te ibas hasta que ya no estabas aquí.<br />Siento una punzada de culpa. Cuando tu familia ha tenido que enviarte dos veces<br />a los Juegos del Hambre, es un detalle de los que no deben olvidarse.<br />‐ Lo siento, no esperaban el ataque, se suponía que iba a visitar a los pacientes ‐le<br />explico‐. La próxima vez haré que te lo consulten.<br />‐ Katniss, a mí nadie me consulta nada.<br />Es cierto, ni siquiera yo desde que murió mi padre. ¿Por qué fingir?<br />‐ Bueno, pues al menos haré que te lo… notifiquen.<br />En la mesita de noche está el fragmento de metralla que me han sacado de la<br />pierna. Los médicos están más preocupados con el daño cerebral a consecuencia de<br />las explosiones ya que mi conmoción todavía no se había curado del todo, pero no<br />veo doble ni nada, y puedo pensar con bastante claridad. He dormido toda la tarde y<br />la noche, así que estoy muerta de hambre. El tamaño del desayuno me resulta<br />decepcionante, sólo unos cuantos trocitos de pan mojados en leche tibia. Me han<br />llamado para una reunión a primera hora en Mando. Cuando empiezo a levantarme<br />me doy cuenta de que piensan llevarme en la camilla directamente. Quiero ir<br />andando, pero eso no está descartado, así que negocio para que me dejen ir en silla<br />de ruedas. Estoy bien, en serio…, salvo por la cabeza, la pierna, los moratones y las<br />náuseas que me entran un par de minutos después de comer. Quizá la silla sea buena<br />idea.<br />Mientras me bajan, empieza a preocuparme lo que me encontraré. Gale y yo<br />desobedecimos órdenes directas ayer, y Boggs tiene la herida que lo prueba. Sin<br />duda habrá repercusiones, aunque ¿será capaz Coin de anular nuestro acuerdo sobre<br />la inmunidad de los vencedores? ¿Le habré quitado a Peeta la poca protección que<br />podía ofrecerle?<br />Cuando llego a Mando, los únicos que ya están presentes son Cressida, Messalla y<br />los insectos. Messalla me mira con una amplia sonrisa y dice:<br />‐ ¡Ahí está nuestra pequeña estrella!<br />Los demás sonríen de tan buena gana que no puedo evitar devolverles la sonrisa.<br />En el 8 me impresionaron al seguirme por el tejado durante el bombardeo y obligar a<br />Plutarch a retroceder para poder conseguir las imágenes que querían. Hicieron su<br />trabajo más que de sobra, se enorgullecen de él. Como Cinna.<br />Se me ocurre la extraña idea de que, si estuviéramos en la arena juntos, los<br />escogería como aliados. Cressida, Messalla y… y…<br />‐ Tengo que dejar de llamaros «los insectos» ‐espeto a los cámaras.<br />Les explico que no sabía sus nombres, pero sus trajes me recordaban a esas<br />criaturas. La comparación no parece molestarlos. Incluso sin los trajes se parecen<br />mucho entre sí: mismo pelo rojizo, barba roja y ojos azules. El de las uñas mordidas<br />se presenta como Castor, y el otro, que es su hermano, se llama Pollux. Espero a que<br />Pollux diga algo, pero se limita a asentir. Al principio creo que es tímido o un<br />hombre de pocas palabras. Sin embargo, hay algo más, algo en la posición de los<br />labios, en el esfuerzo adicional que le supone tragar, y lo sé antes de que me lo diga<br />Castor: Pollux es un avox. Le cortaron la lengua y nunca volverá a hablar. Ya no<br />tengo que preguntarme qué es lo que lo impulsa a arriesgarlo todo por ayudar a<br />destruir el Capitolio.<br />Mientras se va llenando la sala me preparo para una acogida menos agradable,<br />pero los únicos que demuestran alguna negatividad son Haymitch (que, de todos<br />modos, siempre está de mal humor) y Fulvia Cardew, que tiene cara de avinagrada.<br />Boggs lleva una máscara de plástico de color carne desde el labio superior a la frente<br />(no me equivoqué con lo de la nariz rota), así que resulta difícil interpretar su<br />expresión. Coin y Gale están absortos en una conversación que parece muy cordial.<br />Cuando Gale se acomoda en el asiento que hay al lado de mi silla de ruedas, le<br />pregunto:<br />‐ ¿Haciendo amigos?<br />Él mira brevemente a la presidenta y después a mí.<br />‐ Bueno, uno de los dos tiene que ser accesible ‐responde, tocándome la sien con<br />cariño‐. ¿Cómo te sientes?<br />Deben de haber servido estofado de calabacín con ajo en el desayuno porque,<br />cuanta más gente se acumula, más huele. Se me revuelve el estómago y las luces, de<br />repente, me resultan demasiado brillantes.<br />‐ Un poco tambaleante, ¿y tú?<br />‐ Estoy bien. Me sacaron un par de fragmentos de metralla, nada grave.<br />Coin manda guardar silencio.<br />‐ Nuestro asalto a las ondas ha comenzado oficialmente. Para los que os perdisteis<br />la retransmisión durante veinticuatro horas ininterrumpidas de nuestra primera<br />propo y las diecisiete repeticiones que Beetee ha conseguido poner en antena desde<br />entonces, empezaremos viéndola.<br />¿Repeticiones? Así que no sólo consiguieron unas imágenes aceptables, sino que<br />ya han montado una propo y la han emitido varias veces. Las manos me sudan al<br />pensar en verme en el televisor. ¿Y si lo hago fatal? ¿Y si estoy tan rígida y absurda<br />como en el estudio, y han tenido que rendirse y emitirlo de todos modos? De la mesa<br />salen unas pantallas individuales, las luces se oscurecen y los presentes guardan<br />silencio.<br />Al principio mi pantalla está en negro. Entonces aparece una llamita vacilante en<br />el centro que florece, se propaga y se come en silencio la oscuridad hasta que todo el<br />televisor queda cubierto por un fuego tan real e intenso que casi puedo notar el calor<br />que emana. La imagen dorado rojizo de mi insignia del sinsajo surge del centro,<br />reluciente. Claudius Templesmith, el presentador oficial de los Juegos del Hambre,<br />dice:<br />‐ Katniss Everdeen, la chica en llamas, sigue ardiendo.<br />De repente ahí estoy, sustituyendo al sinsajo, de pie delante de las llamas y el<br />humo reales del Distrito 8.<br />‐ Quiero decir a los rebeldes que estoy viva, que estoy aquí, en el Distrito 8, donde<br />el Capitolio acaba de bombardear un hospital lleno de hombres, mujeres y niños<br />desarmados. No habrá supervivientes.<br />Ponen una imagen del hospital hundiéndose, de la desesperación de los testigos,<br />mientras yo sigo hablando:<br />‐ Quiero decirles que si creen por un solo segundo que el Capitolio nos tratará con<br />justicia, están muy equivocados. Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen.<br />Otra imagen mía levantando las manos para señalar la atrocidad que me rodea.<br />‐ ¡Esto es lo que hacen! ¡Y tenemos que responder!<br />Y meten un montaje realmente fantástico de la batalla. Las primeras bombas<br />cayendo, nosotros corriendo, volando por los aires (con un primer plano de mi<br />herida, que es sangrienta y queda bien), subiendo al tejado, metiéndonos en los<br />nidos, y algunas imágenes asombrosas de los rebeldes, de Gale y, sobre todo, de mí,<br />de mí y de mí derribando aquellos aviones. Después vuelven a sacarme avanzando<br />hacia la cámara.<br />‐ ¿El presidente Snow dice que está enviándonos un mensaje? Bueno, pues yo<br />tengo uno para él: puedes torturarnos, bombardearnos y quemar nuestros distritos<br />hasta los cimientos, pero ¿ves eso?<br />Volvemos con la cámara que muestra los aviones que arden en el tejado del<br />almacén y se queda fija en el ala con el sello del Capitolio, que se difumina hasta<br />convertirse en mi cara gritando al presidente:<br />‐ ¡El fuego se propaga!<br />Las llamas vuelven a comerse la pantalla y sobre ellas, en negro, unas letras<br />mayúsculas con las palabras:<br />Si nosotros ardemos,<br />tú arderás con nosotros.<br />Las palabras arden y toda la pantalla se quema hasta fundirse en negro.<br />Hay un momento de disfrute silencioso seguido de un aplauso y de voces<br />pidiendo volver a verlo. Coin, complaciente, vuelve a reproducirlo y, esta vez, como<br />ya sé lo que va a pasar, intento fingir que lo veo en mi televisor de la Veta. Nunca<br />antes se ha visto algo así en televisión, al menos desde que nací.<br />Cuando por fin se oscurece de nuevo la pantalla, necesito saber más:<br />‐ ¿Se ha visto en todo Panem? ¿Lo han visto en el Capitolio?<br />‐ En el Capitolio, no ‐responde Plutarch‐. No hemos podido entrar en su sistema,<br />aunque Beetee trabaja en ello. Pero sí se ha visto en todos los distritos, incluso en el 2,<br />que quizá sea más valioso que el Capitolio en estos momentos.<br />‐ ¿Está con nosotros Claudius Templesmith? ‐pregunto.<br />‐ Sólo su voz ‐responde Plutarch después de recuperarse del ataque de risa‐.<br />Aunque eso podemos usarlo como queramos. Ni siquiera hemos tenido que editarla,<br />ya que dijo esas mismas palabras en tus primeros Juegos. ‐Da una palmada en la<br />mesa‐. ¿Y si le damos otro aplauso a Cressida, su asombroso equipo y, por supuesto,<br />a nuestra estrella televisiva?<br />Yo también aplaudo hasta que me doy cuenta de que soy la estrella televisiva y de<br />que quizá quede como una repelente si me aplaudo a mí misma, aunque nadie me<br />presta atención. Me fijo en la cara de Fulvia, eso sí. Debe de ser muy duro para ella<br />ver cómo la idea de Haymitch triunfa bajo el mando de Cressida, mientras que la de<br />Fulvia salió tan mal.<br />Coin parece haber llegado al límite de su tolerancia con las felicitaciones mutuas.<br />‐ Sí, y bien merecido. El resultado es mejor de lo esperado. Sin embargo, tengo que<br />cuestionar el excesivo margen de riesgo con el que habéis jugado. Sé que el ataque<br />era imprevisible, pero, dadas las circunstancias, creo que deberíamos analizar la<br />decisión de enviar a Katniss a un combate real.<br />¿La decisión? ¿De enviarme al combate? ¿Entonces no sabe que desobedecí<br />órdenes de manera flagrante, que me arranqué el auricular y huí de mis<br />guardaespaldas? ¿Qué más le han ocultado?<br />‐ Fue una decisión difícil ‐responde Plutarch, frunciendo el ceño‐. Pero todos<br />estuvimos de acuerdo en que no íbamos a sacar nada bueno si la encerrábamos en un<br />búnker cada vez que sonaba un disparo.<br />‐ ¿Y a ti te parece bien? ‐me pregunta la presidenta.<br />Gale tiene que darme una patada bajo la mesa para que me dé cuenta de que habla<br />conmigo.<br />‐ ¡Oh! Sí, me parece muy bien. Me sentó estupendamente hacer algo, para variar.<br />‐ Bueno, pues vamos a ser un poquito más sensatos con sus salidas. Sobre todo<br />ahora que el Capitolio sabe lo que puede hacer ‐responde Coin, y todos murmuran<br />su asentimiento.<br />Nadie nos ha delatado a Gale y a mí, ni Plutarch, de cuya autoridad pasamos; ni<br />Boggs, con su nariz rota; ni los insectos a los que condujimos a los disparos; ni<br />Haymitch…, no, espera un segundo, Haymitch me mira con una sonrisa mortífera y<br />dice:<br />‐ Sí, no queremos perder a nuestro pequeño Sinsajo cuando por fin empieza a<br />cantar.<br />Tomo nota mental de que no debo quedarme a solas con él, porque está claro que<br />planea su venganza por culpa de ese estúpido auricular.<br />‐ Bueno, ¿qué más tenéis pensado? ‐pregunta la presidenta.<br />Plutarch hace un gesto con la cabeza a Cressida, que consulta sus notas y<br />responde:<br />‐ Tenemos unas imágenes increíbles de Katniss en el hospital del 8. Debería haber<br />otra propo con el tema: «Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen». Nos<br />centraremos en Katniss interactuando con los pacientes, sobre todo con los niños,<br />después pondremos el bombardeo del hospital y las ruinas. Messalla lo está<br />montando. También estamos pensando en algo sobre el Sinsajo, en resaltar los<br />mejores momentos de Katniss mezclados con escenas de la revuelta rebelde y<br />grabaciones de la guerra. Lo llamaremos: «El fuego se propaga». Y a Fulvia se le ha<br />ocurrido una idea genial.<br />La expresión avinagrada de Fulvia desaparece de golpe por la sorpresa, aunque se<br />recupera y dice:<br />‐ Bueno, no sé si es genial, pero se me ocurrió que podríamos hacer una serie de<br />propos llamada «Recordamos». En cada una de ellas nos centraríamos en uno de los<br />tributos muertos: la pequeña Rue del 11 o la vieja Mags del 4. La idea es dirigirnos a<br />cada distrito con un recuerdo muy personal.<br />‐ Un tributo a vuestros tributos, por así decirlo ‐añade Plutarch.<br />‐ Eso es genial, sin duda, Fulvia ‐digo con sinceridad‐. Es la mejor forma de<br />recordar a la gente por qué lucha.<br />‐ Creo que podría funcionar ‐responde ella‐. Pensaba en usar a Finnick para la<br />introducción y para narrar los anuncios. Si es que os parece interesante.<br />‐ Francamente, cuantas más propos con ese lema tengamos, mejor ‐asegura Coin‐.<br />¿Puedes empezar a producirlas hoy?<br />‐ Por supuesto ‐responde Fulvia, claramente ablandada por la reacción ante su<br />idea.<br />Cressida lo ha suavizado todo en el departamento creativo con su gesto. Ha<br />alabado a Fulvia por lo que realmente es, de hecho, una gran idea, y ha allanado el<br />camino para seguir con su propia representación televisiva del Sinsajo. Lo más<br />interesante es que Plutarch no necesita llevarse parte del crédito. Lo único que quiere<br />es que el asalto a las ondas funcione. Recuerdo que Plutarch es un Vigilante Jefe, no<br />un miembro del equipo ni una pieza de los Juegos, por lo que su valía no queda<br />definida por un solo elemento, sino por el éxito general de la producción. Si ganamos<br />la guerra, él saldrá a recibir los aplausos y exigirá su recompensa.<br />La presidenta envía a todos a trabajar, así que Gale me devuelve al hospital. Nos<br />reímos un poco con el encubrimiento, y Gale dice que nadie quería quedar mal<br />admitiendo que no lograron controlarnos. Yo soy más amable y respondo que, como<br />por fin habían sacado unas imágenes decentes, seguramente no deseaban arriesgarse<br />a que no nos volvieran a sacar. Es probable que ambas cosas sean ciertas. Gale tiene<br />que ir a reunirse con Beetee en Armamento Especial, así que doy una cabezada.<br />Es como si sólo llevara unos minutos con los ojos cerrados, pero, cuando los abro,<br />doy un respingo al ver a Haymitch sentado a medio metro de mi cama. Esperando.<br />Seguramente lleva ahí varias horas, si el reloj no me engaña. Aunque considero la<br />posibilidad de gritar pidiendo ayuda, lo cierto es que tendré que enfrentarme a él<br />tarde o temprano.<br />Haymitch se inclina sobre mí y me pone delante de la nariz algo que cuelga de un<br />fino cable blanco. Es difícil fijar la vista en él, pero estoy bastante segura de lo que se<br />trata. Lo deja caer en las sábanas.<br />‐ Éste es tu auricular. Te daré una última oportunidad de usarlo. Si te lo vuelves a<br />quitar, haré que te pongan esto ‐añade, sosteniendo en alto una especie de casco<br />metálico al que instantáneamente bautizo como «los grilletes para cabezas»‐. Es una<br />unidad de audio alternativa que se cierra alrededor de tu cráneo y bajo la barbilla<br />hasta que se abre con una llave. Y yo tendré la única llave. Si por algún motivo eres<br />lo bastante lista para desactivarlo ‐sigue diciendo mientras tira los grilletes para<br />cabezas en la cama y saca un diminuto chip plateado‐, autorizaré que te implanten<br />quirúrgicamente este transmisor en la oreja, de modo que pueda hablar contigo<br />veinticuatro horas al día.<br />Haymitch en mi cabeza a tiempo completo. Aterrador.<br />‐ Me pondré el auricular ‐mascullo.<br />‐ ¿Cómo dices?<br />‐ ¡Que me pondré el auricular! ‐exclamo, lo bastante alto para despertar a medio<br />hospital.<br />‐ ¿Estás segura? Porque a mí me viene bien cualquiera de las tres opciones.<br />‐ Estoy segura ‐respondo, y aprieto el auricular en el puño con aire protector, a la<br />vez que mi mano libre le lanza a la cara los grilletes, aunque él los intercepta sin<br />problemas. Seguro que ya se lo esperaba‐. ¿Algo más?<br />‐ Mientras esperaba… me he zampado tu comida ‐responde él al levantarse.<br />Observo el cuenco de estofado vacío y la bandeja que hay sobre la mesita.<br />‐ Voy a denunciarte ‐mascullo contra la almohada.<br />‐ Sí, preciosa, hazlo.<br />Haymitch sale del hospital sabiendo que no soy una chivata.<br />Quiero volver a dormirme, pero estoy inquieta. Las imágenes de ayer empiezan a<br />inundar el presente. Los bombardeos, la violenta caída de los aviones, los rostros de<br />los heridos que ya no existen… Imagino muerte por todas partes. El último momento<br />antes de ver caer una bomba al suelo, la sensación de sentir cómo vuelan en pedazos<br />el ala de mi avión y la espeluznante caída al olvido, el tejado del almacén cayendo<br />sobre mí mientras permanezco atrapada en mi catre. Las cosas que vi, en persona o<br />grabadas. Las cosas que provoqué con un disparo de mi arco. Las cosas que nunca<br />podré borrar de mi memoria.<br />Durante la cena, Finnick se lleva su bandeja a mi cama para poder ver conmigo la<br />nueva propo en la tele. Le han asignado un cuarto en mi antigua planta, pero tiene<br />tantas recaídas mentales que, básicamente, vive en el hospital. Los rebeldes emiten la<br />propo «Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen» que ha editado Messalla. Las<br />imágenes están salpicadas de cortas grabaciones de estudio en las que Gale, Boggs y<br />Cressida describen el incidente. Resulta difícil contemplar cómo me recibieron en el<br />hospital del 8 ahora que sé lo que viene después. Cuando las bombas caen sobre el<br />tejado, entierro la cara en la almohada y no vuelvo a mirar hasta que aparece una<br />breve grabación mía al final, después de la muerte de las víctimas.<br />Al menos, Finnick no aplaude ni se pone contento después de verla, sino que dice:<br />‐ La gente tenía que saber lo que pasó. Ahora ya lo sabe.<br />‐ Vamos a apagarlo, Finnick, antes de que vuelvan a ponerlo ‐le pido, pero cuando<br />está a punto de agarrar el mando a distancia, grito‐: ¡Espera!<br />El Capitolio presenta un bloque especial y hay algo en él que me resulta familiar.<br />Sí, es Caesar Flickerman, y creo que sé quién será su invitado.<br />La transformación física de Peeta me horroriza: el chico sano y de ojos limpios que<br />vi hace unos días ha perdido al menos siete kilos y tiene un temblor nervioso en las<br />manos. Sigue estando bien arreglado, aunque bajo la pintura que no logra taparle las<br />bolsas de los ojos y la ropa elegante que no puede esconder el dolor que siente al<br />moverse, veo una persona a la que han hecho mucho daño.<br />La cabeza me da vueltas intentando encontrarle sentido. ¡Si acabo de verlo hace<br />cuatro…, no, creo que cinco días! ¿Cómo se ha deteriorado a tanta velocidad? ¿Qué le<br />han hecho en tan poco tiempo? Entonces me doy cuenta. Vuelvo a reproducir en mi<br />mente todo lo que recuerdo de su primera entrevista con Caesar en busca de algo que<br />la ubique en el tiempo, y no hay nada. Podrían haberla grabado un día o dos después<br />de que estallara la arena y después hacerle lo que han querido desde entonces.<br />‐ Oh, Peeta… ‐susurro.<br />Caesar y Peeta intercambian algunas frases tontas antes de que Caesar le pregunte<br />por los rumores que dicen que estoy grabando propos para los distritos.<br />‐ La están usando, está claro ‐responde Peeta‐. Para azuzar a los rebeldes. Dudo<br />que ni siquiera sepa lo que pasa en la guerra, lo que está en juego.<br />‐ ¿Te gustaría decirle algo?<br />‐ Sí ‐responde él, mirando directamente a la cámara, mirándome directamente a<br />los ojos‐. No seas tonta, Katniss, piensa por ti misma. Te han convertido en un arma<br />que será esencial para la destrucción de la humanidad. Si tienes alguna influencia<br />real, úsala para frenar esto, úsala para detener la guerra antes de que sea demasiado<br />tarde. Pregúntate esto: ¿de verdad confías en las personas con las que trabajas? ¿De<br />verdad sabes qué está pasando? Y si no lo sabes…, averígualo.<br />Fundido en negro. Sello de Panem. Se acabó el espectáculo.<br />Finnick pulsa el botón del mando que apaga el televisor. Dentro de un minuto<br />vendrá alguien para ver el daño que han causado las condiciones y las palabras de<br />Peeta. Tendré que decir que Peeta se equivoca, aunque la verdad es que no confío ni<br />en los rebeldes ni en Plutarch, ni en Coin. No estoy segura de que me cuenten la<br />verdad y no sabré disimularlo. Oigo pisadas.<br />Finnick me agarra con fuerza por los brazos.<br />‐ No lo hemos visto.<br />‐ ¿Qué? ‐le pregunto.<br />‐ No hemos visto a Peeta, sólo la propo del 8. Después hemos apagado el televisor<br />porque las imágenes te alteraban. ¿Lo pillas? ‐pregunta, y yo asiento‐. Termínate la<br />cena.<br />Me recompongo lo bastante como para que Plutarch y Fulvia me vean con la boca<br />llena de pan y col al entrar. Finnick está hablando sobre lo bien que daba Gale en<br />cámara. Los felicitamos por la propo, dejamos claro que era tan impactante que<br />hemos tenido que apagar la tele justo después. Parecen aliviados. Nos creen.<br />Nadie menciona a Peeta.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-84727931722851491422015-04-11T15:33:00.001-07:002015-04-11T15:33:21.914-07:00Capítulo 7El aerodeslizador desciende rápidamente en espiral sobre una ancha carretera a<br />las afueras del 8. Casi de inmediato se abren las puertas, se colocan las escaleras y<br />nos escupen al asfalto. En cuanto desembarca la última persona, el dispositivo se<br />pliega, y la nave asciende y desaparece. Me quedo con una guardia personal<br />compuesta por Gale, Boggs y otros dos soldados. El equipo de televisión consiste en<br />un par de robustos cámaras del Capitolio con pesadas máquinas móviles que rodean<br />sus cuerpos y los hacen parecer insectos, una directora llamada Cressida que se ha<br />afeitado la cabeza (tatuada con vides verdes) y su ayudante, Messalla, un joven<br />delgado con varios pares de pendientes. Tras una observación más atenta descubro<br />que también tiene un agujero en la lengua, que adorna con una bola plateada del<br />tamaño de una canica.<br />Boggs nos saca de la carretera a toda prisa y nos lleva hacia una fila de almacenes,<br />mientras un segundo aerodeslizador se acerca para aterrizar. En él hay suministros<br />médicos y una tripulación de seis médicos, a juzgar por sus inconfundibles<br />uniformes blancos. Todos seguimos a Boggs por un callejón que avanza entre dos<br />sosos almacenes grises. Lo único que adorna las maltrechas paredes metálicas son las<br />escaleras de acceso al tejado. Cuando llegamos a la calle, es como si hubiéramos<br />entrado en otro mundo.<br />Están trayendo a los heridos del bombardeo de esta mañana en camillas caseras,<br />carretillas, carros, sobre los hombros y en brazos; sangrando, mutilados e<br />inconscientes. Los lleva una gente desesperada a un almacén en el que han pintado<br />una torpe hache sobre la puerta. Es una escena sacada de mi antigua cocina, con mi<br />madre tratando a los moribundos, sólo que multiplicado por diez, por cincuenta, por<br />cien. Me esperaba edificios bombardeados, pero me veo frente a cuerpos humanos<br />rotos.<br />¿Aquí es donde piensan grabarme? Me vuelvo hacia Boggs.<br />‐ Esto no va a funcionar ‐le digo‐. Aquí no sirvo de nada.<br />Debe de verme el pánico en los ojos, porque se detiene un momento y me pone las<br />manos en los hombros.<br />‐ Sí que servirás, deja que te vean. Eso les hará más bien que todos los médicos del<br />mundo.<br />La mujer que dirige la entrada de los nuevos pacientes nos ve, tarda un momento<br />en reaccionar y se acerca. Sus ojos castaño oscuro están hinchados por la fatiga, y<br />huele a metal y sudor. Tendría que haberse cambiado la venda del cuello hace unos<br />tres días. La correa de la que cuelga el arma automática que lleva a la espalda se le<br />clava en el cuello, así que la mueve para cambiarla de posición. Hace un gesto brusco<br />con el pulgar para ordenar a los médicos que entren en el almacén. Ellos obedecen<br />sin rechistar.<br />‐ Ésta es la comandante Paylor, del 8 ‐dice Boggs‐. Comandante, ésta es la soldado<br />Katniss Everdeen.<br />Parece joven para ser comandante, treinta y pocos, pero su voz tiene un tono<br />autoritario que deja claro que no la nombraron por accidente. A su lado, con mi<br />reluciente traje nuevo, cepilladita y limpia, me siento como un pollito recién salido<br />del cascarón, sin experiencia y aprendiendo a moverme por el mundo.<br />‐ Sí, sé quién es ‐dice Paylor‐. Entonces, estás viva. No estábamos seguros.<br />¿Me lo imagino o hay un deje de acusación en su voz?<br />‐ Todavía no lo tengo muy claro ‐respondo.<br />‐ Ha estado recuperándose ‐explica Boggs, dándose unos golpecitos en la cabeza‐.<br />Conmoción cerebral ‐añade, y baja la voz‐. Aborto. Pero ha insistido en venir para<br />ver a vuestros heridos.<br />‐ Bueno, de ésos tenemos muchos ‐responde Paylor.<br />‐ ¿Crees que es buena idea reunirlos a todos ahí? ‐pregunta Gale, frunciendo el<br />ceño.<br />A mí no me lo parece, cualquier enfermedad contagiosa se propagaría como el<br />fuego por este hospital.<br />‐ Creo que es un poquito mejor que dejarlos morir ‐responde Paylor.<br />‐ No me refería a eso ‐replica Gale.<br />‐ Bueno, ahora mismo ésa es la otra alternativa, pero si se os ocurre una tercera<br />opción y conseguís que Coin la respalde, soy toda oídos ‐concluye Paylor, y me hace<br />un gesto para que entre‐. Vamos, Sinsajo. Y tráete a tus amigos, por supuesto.<br />Miro hacia el espectáculo circense que representa mi equipo, me preparo y la sigo<br />al interior del hospital. Una especie de gruesa cortina industrial está colgada a todo<br />lo largo del edificio formando un pasillo de tamaño considerable. Hay cadáveres<br />tumbados codo con codo; la cortina les roza la cabeza y unas telas blancas les tapan<br />la cara.<br />‐ Hemos empezado a excavar una fosa común a unas cuantas manzanas al oeste<br />de aquí, pero no puedo dedicar hombres a trasladarlos ‐explica Paylor.<br />Me agarro a la muñeca de Gale.<br />‐ No te apartes de mí ‐le susurro entre dientes.<br />‐ Estoy aquí ‐responde en voz baja.<br />Atravieso la cortina y es insoportable. Mi primer impulso es taparme la nariz para<br />evitar el hedor a lino manchado, carne putrefacta y vómito, todo empeorado por el<br />calor del almacén. Han abierto las claraboyas que cruzan el alto techo metálico, pero<br />el aire que consigue entrar no basta para disipar la niebla de abajo. Los finos rayos de<br />luz solar son la única iluminación y, mientras mi vista se acostumbra, distingo filas y<br />más filas de heridos sobre catres, palés y en el suelo, porque hay tantos que no caben<br />de otro modo. El zumbido de las moscas, los gemidos de dolor de los heridos y los<br />sollozos de los seres queridos que los atienden se combinan en un coro desgarrador.<br />En los distritos no tenemos hospitales de verdad, morimos en casa, lo que me<br />resulta una perspectiva mucho más deseable que lo que tengo delante. Entonces<br />recuerdo que muchas de estas personas habrán perdidos sus hogares en los<br />bombardeos.<br />Empiezo a notar cómo me baja el sudor por la espalda, cómo me llena las manos.<br />Respiro por la boca para intentar mitigar el olor. Empiezo a ver unos puntitos negros<br />y creo que me desmayaré en cualquier momento, hasta que veo a Paylor<br />observándome con atención, esperando a ver de qué estoy hecha y si habían acertado<br />al pensar que podían contar conmigo. Así que suelto a Gale y me obligo a avanzar<br />por el almacén, a caminar por el estrecho pasillo entre dos filas de camas.<br />‐ ¿Katniss? ‐dice una voz ronca a mi izquierda, entre el estrépito general‐.<br />¿Katniss?<br />Una mano se extiende hacia mí a través de la bruma y me agarro a ella para<br />apoyarme. Unida a la mano hay una joven con una herida en la pierna. La sangre ha<br />empapado los vendajes, que están repletos de moscas. En su cara se ve el dolor,<br />aunque también otra cosa, algo que parece completamente incongruente dada la<br />situación.<br />‐ ¿De verdad eres tú? ‐me pregunta.<br />‐ Sí, soy yo ‐consigo responder.<br />Alegría, ésa es la otra expresión; al oír mi voz se le ilumina el rostro, se le borra el<br />sufrimiento durante un instante.<br />‐ ¡Estás viva! No lo sabíamos. La gente decía que sí, ¡pero no lo sabíamos! ‐<br />exclama, emocionada.<br />‐ Acabé un poco maltrecha, pero ya estoy mejor ‐respondo‐. Igual que te pasará a<br />ti.<br />‐ ¡Tengo que contárselo a mi hermano! ‐dice la mujer, que se sienta como puede y<br />llama a alguien que está unas camas más allá‐. ¡Eddy, Eddy! ¡Está aquí! ¡Es Katniss<br />Everdeen!<br />Un chico de unos doce años se vuelve hacia nosotros. Las vendas le ocultan media<br />cara, y la mitad de su boca que queda al aire se abre como si fuera a exclamar algo.<br />Me acerco a él, le aparto los húmedos rizos castaños de la frente y murmuro un<br />saludo. No puede hablar, aunque su ojo bueno se clava en mí como si deseara<br />memorizar cada detalle de mis facciones.<br />Oigo que murmuran mi nombre, que corre como la pólvora por el aire caliente del<br />hospital.<br />‐ ¡Katniss! ¡Katniss Everdeen!<br />Los sonidos de dolor y pena se desvanecen y pasan a ser palabras ilusionadas. Me<br />llaman desde todas las esquinas. Empiezo a moverme y a aceptar las manos que me<br />ofrecen, a tocar las partes sanas de los que no pueden mover sus extremidades, a<br />decir: «Hola», «¿Cómo estás?», «Me alegro de conocerte». Nada importante, ningún<br />asombroso lema inspirador, pero da igual. Boggs tiene razón: es verme, verme viva,<br />lo que los inspira.<br />Los dedos hambrientos me devoran, quieren tocar mi carne. Mientras un hombre<br />herido me sostiene la cara entre las manos, doy gracias en silencio a Dalton por<br />sugerir que me lavara el maquillaje. Qué ridícula y perversa me sentiría<br />presentándome ante esta gente con aquella máscara pintada del Capitolio. Las<br />heridas, la fatiga, las imperfecciones… Así es como me reconocen, por eso soy uno de<br />ellos.<br />A pesar de la controvertida entrevista con Caesar, muchos preguntan por Peeta,<br />me aseguran que saben que hablaba bajo coacción. Hago lo que puedo por sonar<br />positiva sobre nuestro futuro, aunque todos se afligen muchísimo cuando descubren<br />que he perdido el bebé. Quiero ser sincera y contar a una mujer que llora que todo<br />fue una farsa, una táctica en el juego, pero decir ahora que Peeta es un mentiroso no<br />ayudaría a su imagen ni a la mía, ni a la causa.<br />Empiezo a entender mejor por qué se han esforzado tanto en protegerme, lo que<br />significo para los rebeldes. En mi lucha continua contra el Capitolio, que a veces me<br />pareció tan solitaria, no he estado sola. Tengo miles y miles de personas de los<br />distritos a mi lado. Ya era su Sinsajo mucho antes de aceptar el puesto.<br />Una nueva sensación empieza a germinar en mi interior, pero no logro definirla<br />hasta estar encima de una mesa despidiéndome de la gente, que corea mi nombre<br />con voces roncas. Poder. Tengo un poder que no conocía. Snow lo supo en cuanto<br />enseñé las bayas. Plutarch lo sabía cuando me rescató de la arena. Y ahora Coin lo<br />sabe, tanto que tiene que recordar en público a los suyos que no soy yo la que lo<br />controla todo.<br />Una vez fuera, me apoyo en el almacén, recupero el aliento y acepto la<br />cantimplora de agua de Boggs.<br />‐ Lo has hecho muy bien ‐me dice.<br />Bueno, no me desmayé ni vomité, ni huí gritando. Básicamente me dejé llevar por<br />la ola de emoción que recorría el lugar.<br />‐ Tenemos buen material ‐dice Cressida.<br />Miro a los cámaras insecto que sudan bajo el peso de su equipo y a Messalla<br />tomando notas; se me había olvidado por completo que me filmaban.<br />‐ La verdad es que no he hecho mucho ‐respondo.<br />‐ Tienes que aceptar el mérito de lo que hiciste en el pasado ‐replica Boggs.<br />¿Lo que he hecho en el pasado? Pienso en la senda de destrucción que dejo a mi<br />paso; me tiemblan las rodillas y tengo que sentarme.<br />‐ He hecho de todo.<br />‐ Bueno, no eres ni mucho menos perfecta, pero, tal como están las cosas, nos<br />tendremos que conformar contigo ‐responde Boggs.<br />Gale se agacha a mi lado, sacudiendo la cabeza.<br />‐ No puedo creer que los dejaras a todos tocarte. Temía que salieras corriendo de<br />un momento a otro.<br />‐ Cierra el pico ‐le digo, entre risas.<br />‐ Tu madre se va a sentir muy orgullosa cuando vea la grabación.<br />‐ Mi madre ni siquiera se fijará en mí, estará demasiado horrorizada por las<br />condiciones en las que están los enfermos ‐respondo, y me vuelvo hacia Boggs‐. ¿Es<br />así en todos los distritos?<br />‐ En la mayoría siguen los ataques. Estamos intentando llevar ayuda a donde<br />podemos, pero no basta.<br />Se calla un minuto, distraído por lo que le dicen a través del auricular. Me doy<br />cuenta de que no he oído ni una vez a Haymitch, así que toqueteo el mío por si está<br />roto.<br />‐ Tenemos que volver a la pista de vuelo de inmediato ‐dice Boggs, ayudándome a<br />levantarme‐. Hay un problema.<br />‐ ¿Qué clase de problema? ‐pregunta Gale.<br />‐ Se acercan bombarderos ‐responde Boggs; me pone la mano en la nuca y me<br />coloca el casco de Cinna en la cabeza‐. ¡Moveos!<br />Sin saber bien lo que pasa, salgo corriendo por la parte delantera del almacén en<br />dirección al callejón que lleva a la pista, aunque no percibo ninguna amenaza<br />inminente. El cielo está vacío, sin una nube. En la calle sólo se ven las personas que<br />llevan a los heridos al hospital. No hay enemigo ni alarmas. Entonces empiezan a<br />sonar las sirenas y, en cuestión de segundos, una formación en uve de<br />aerodeslizadores del Capitolio aparece volando bajo sobre nosotros y dejan caer sus<br />bombas. Salgo volando por los aires y me doy contra la pared principal del almacén.<br />Noto un dolor desgarrador justo encima de la parte de atrás de la rodilla derecha, y<br />también me ha dado algo en la espalda, aunque creo que no ha atravesado el chaleco.<br />Intento levantarme, pero Boggs me empuja de nuevo al suelo y me protege con su<br />cuerpo. La tierra tiembla bajo mí mientras siguen cayendo y detonando las bombas.<br />Es una sensación horrible estar atrapada contra la pared oyendo la lluvia de<br />explosiones. ¿Cuál era la expresión que empleaba mi padre para las presas fáciles?:<br />«Como pescar en un barril». Nosotros somos los peces y la calle es el barril.<br />‐ ¡Katniss! ‐me grita Haymitch al oído, sobresaltándome.<br />‐ ¿Qué? Sí, ¿qué? ¡Estoy aquí!<br />‐ Escúchame, no podemos aterrizar durante el bombardeo, pero es esencial que no<br />te vean.<br />‐ Entonces, ¿no saben que estoy aquí? ‐pregunto, ya que había supuesto que, como<br />siempre, era mi presencia lo que había provocado aquel castigo.<br />‐ Nuestros espías creen que no, que este ataque ya estaba programado ‐responde<br />Haymitch.<br />Entonces interviene Plutarch, con voz tranquila aunque enérgica, la voz de un<br />Vigilante Jefe acostumbrado a tomar decisiones bajo presión.<br />‐ Hay un almacén azul claro a tres edificios del vuestro. Tiene un búnker en la<br />esquina norte. ¿Podéis llegar hasta él?<br />‐ Lo intentaremos ‐responde Boggs.<br />Plutarch debe de haber sonado en los auriculares de todos, porque mis<br />guardaespaldas y equipo se están levantando. Busco a Gale con la mirada<br />instintivamente y veo que está de pie, al parecer ileso.<br />‐ Tenéis unos cuarenta y cinco segundos hasta el siguiente bombardeo ‐dice<br />Plutarch.<br />Dejo escapar un gruñido de dolor cuando mi pierna derecha recibe el paso del<br />resto del cuerpo, pero me sigo moviendo, no hay tiempo para examinar la herida y,<br />además, mejor no mirarla. Por suerte, tengo puestos los zapatos que diseñó Cinna; se<br />agarran al asfalto al contacto y suben con impulso al soltarse. No habría podido<br />moverme con el par que me asignaron en el 13. Boggs va en cabeza, pero no me<br />adelanta nadie más, sino que me siguen el ritmo para protegerme los costados y la<br />retaguardia. Me obligo a correr porque los segundos pasan. Dejamos atrás el<br />segundo almacén gris y corremos delante de un edificio de color tierra. Más adelante<br />veo una fachada azul desvaído, el almacén del búnker. Acabamos de llegar a otro<br />callejón y sólo nos queda cruzarlo para llegar a la puerta, cuando llega la segunda<br />oleada de bombas. Mi instinto hace que me lance al interior del callejón y que ruede<br />hacia la pared azul. Ahora es Gale el que se tira sobre mí para ofrecerme otra capa de<br />protección. Esta vez dura más, aunque estamos más lejos.<br />Me pongo de lado y me encuentro mirando a Gale a los ojos. Durante un instante,<br />el mundo desaparece y sólo existe su cara enrojecida, el pulso que le late en las<br />sienes, sus labios ligeramente abiertos intentando recuperar el aliento.<br />‐ ¿Estás bien? ‐me pregunta, y sus palabras quedan casi ahogadas por una<br />explosión.<br />‐ Sí, creo que no me han visto. Es decir, que no nos siguen.<br />‐ No, tenían otro blanco.<br />‐ Lo sé, pero ahí sólo está…<br />Los dos nos damos cuenta a la vez:<br />‐ El hospital.<br />Gale se levanta al instante y grita a los demás:<br />‐ ¡Están bombardeando el hospital!<br />‐ No es problema vuestro ‐dice Plutarch con firmeza‐. Id al búnker.<br />‐ ¡Pero sólo hay heridos! ‐exclamo.<br />‐ Katniss ‐me dice Haymitch por el auricular, y sé lo que viene después‐, ¡ni se te<br />ocurra…!<br />Me arranco el auricular y lo dejo colgando de su cable. Sin esa distracción oigo<br />otro sonido: ametralladoras que disparan desde el tejado del almacén color tierra del<br />otro lado del callejón: alguien responde al ataque. Antes de que puedan detenerme,<br />corro hacia una escalera de acceso y empiezo a subir, a trepar, una de las cosas que<br />mejor se me dan.<br />‐ ¡No pares! ‐me grita Gale por detrás.<br />Entonces oigo que estampa su bota en la cara de alguien. Si es la de Boggs, Gale lo<br />pagará con creces. Llego al tejado y me arrastro por el alquitrán; me detengo lo justo<br />para ayudar a Gale a subir, y los dos nos dirigimos a la fila de nidos de<br />ametralladoras colocados en la parte del almacén que da a la calle. Hay unos cuantos<br />rebeldes en cada uno. Nos metemos en un nido con un par de soldados y nos<br />agachamos detrás de la barrera.<br />‐ ¿Sabe Boggs que estáis aquí?<br />Es Paylor, que está a mi izquierda, detrás de una de las armas, mirándome con<br />curiosidad.<br />Intento ser evasiva sin mentir del todo:<br />‐ Sí que lo sabe, sin duda.<br />‐ Ya me lo imagino ‐responde ella, entre risas‐. ¿Os han entrenado con esto? ‐<br />pregunta, dándole una palmada a la culata de la metralleta.<br />‐ A mí sí, en el 13 ‐responde Gale‐, pero preferiría usar mis propias armas.<br />‐ Sí, tenemos nuestros arcos ‐añado, levantando el mío, hasta que me doy cuenta<br />de que tiene pinta de adorno‐. Es más mortífero de lo que parece.<br />‐ Lo suponía ‐responde Paylor‐. De acuerdo, esperamos al menos tres oleadas más.<br />Tienen que bajar sus escudos de invisibilidad antes de soltar las bombas, ésa es<br />nuestra oportunidad. ¡Quedaos agachados!<br />Me coloco para disparar con una rodilla en el suelo.<br />‐ Será mejor empezar con fuego ‐dice Gale.<br />Asiento y saco una flecha de mi funda derecha. Si fallamos, estas flechas<br />aterrizarán en alguna parte, seguramente en los almacenes del otro lado de la calle.<br />Un incendio puede apagarse, pero el daño de una explosión quizá sea irreparable.<br />De repente aparecen en el cielo, a dos manzanas de distancia y unos noventa<br />metros de altura: siete pequeños bombarderos en formación en uve.<br />‐ ¡Gansos! ‐grito a Gale.<br />Él entiende perfectamente lo que quiero decir. Durante la migración, cuando<br />cazamos aves, hemos desarrollado un sistema para dividirnos los pájaros y no<br />apuntar los dos a los mismos. Yo me quedo con el lado más alejado de la uve, Gale<br />con el cercano y después nos turnamos para disparar al pájaro delantero. No hay<br />tiempo para discutir más. Calculo la velocidad de los aerodeslizadores y lanzo la<br />flecha; le doy a la parte interior del ala de uno, que estalla en llamas. Gale no acierta<br />en el principal y vemos que se incendia el tejado de un almacén vacío frente a<br />nosotros. Suelta una palabrota entre dientes.<br />El aerodeslizador al que he acertado se aparta de la formación, pero suelta sus<br />bombas de todos modos. Sin embargo, no desaparece, ni tampoco el otro dañado por<br />los disparos. Supongo que no les funciona el escudo.<br />‐ Buen disparo ‐dice Gale.<br />‐ No apuntaba a ése ‐mascullo, ya que intentaba dar al que tenía delante‐. Son más<br />rápidos de lo que pensábamos.<br />‐ ¡Posiciones! ‐grita Paylor.<br />Ya aparece la siguiente oleada de aerodeslizadores.<br />‐ El fuego no sirve ‐dice Gale.<br />Asiento y los dos cargamos las flechas con puntas explosivas. Da igual, porque<br />esos almacenes del otro lado de la calle parecen abandonados.<br />Mientras los aviones se acercan en silencio, tomo otra decisión.<br />‐ ¡Me pongo de pie! ‐le grito a Gale, y lo hago.<br />Ésta es la posición con la que logro la mejor puntería. Apunto mejor y doy de<br />pleno en el avión de cabeza, abriéndole un agujero en la parte inferior. Gale le vuela<br />en pedazos la cola a un segundo, que da una vuelta y se estrella en la calle, haciendo<br />estallar su cargamento.<br />Sin advertencia previa, aparece una tercera formación en uve. Esta vez, Gale le da<br />sin problemas al avión principal, y yo destrozo el ala del segundo, que se estrella<br />contra el que va detrás. Los dos caen al tejado del almacén que está frente al hospital.<br />Un cuarto cae derribado por las ametralladoras.<br />‐ Bueno, ya está ‐dice Paylor.<br />Las llamas y el denso humo negro de los aviones nos impiden la visión.<br />‐ ¿Han acertado en el hospital?<br />‐ Seguramente ‐responde ella con tristeza.<br />Corro hacia las escaleras del otro extremo del almacén, y me sorprendo al ver a<br />Messalla y a uno de los insectos salir de detrás de un conducto de ventilación. Creía<br />que seguirían agazapados en el callejón.<br />‐ Empiezan a caerme bien ‐comenta Gale.<br />Bajo a toda prisa la escalera y, cuando llego al suelo, encuentro esperándome a un<br />guardaespaldas, a Cressida y al otro insecto. Imaginaba que opondrían resistencia,<br />pero Cressida me hace un gesto hacia el hospital. Está gritando:<br />‐ ¡Me da igual, Plutarch! ¡Dame cinco minutos más!<br />Como no soy de las que rechazan las invitaciones, salgo corriendo por la calle.<br />‐ Oh, no ‐susurro cuando veo el hospital. Lo que solía ser el hospital.<br />Dejó atrás a los heridos, a los aviones que arden, con la vista fija en el desastre que<br />tengo delante. Gente gritando, corriendo como locos, pero sin poder ayudar. Las<br />bombas han hecho que se derrumbe el tejado del hospital y han incendiado el<br />edificio, atrapando sin remedio a los pacientes. Un grupo de rescatadores se ha<br />reunido para intentar abrir un paso al interior, aunque yo ya sé lo que encontrarán: si<br />los escombros y las llamas no han acabado con ellos, lo habrá hecho el humo.<br />Gale aparece a mi lado, y el hecho de que no haga nada confirma mis sospechas.<br />Los mineros no abandonan un accidente a no ser que no tenga remedio.<br />‐ Venga, Katniss, Haymitch dice que ya pueden recogernos con un aerodeslizador<br />‐me dice, pero no consigo moverme.<br />‐ ¿Por qué lo han hecho? ¿Por qué matar a gente que ya se estaba muriendo? ‐le<br />pregunto.<br />‐ Para asustar a los demás, para evitar que los heridos busquen ayuda. La gente a<br />la que has conocido era prescindible, al menos para Snow. Si el Capitolio gana, ¿qué<br />va a hacer con un puñado de esclavos deteriorados?<br />Recuerdo todos esos años en el bosque, escuchando a Gale despotricar sobre el<br />Capitolio mientras yo no prestaba mucha atención. Me preguntaba por qué se<br />molestaba en diseccionar sus motivos, por qué iba a importar aprender a pensar<br />como el enemigo. Está claro que hoy sí podría haber importado. Cuando Gale<br />cuestionó la existencia del hospital no estaba pensando en enfermedades, sino en<br />esto, porque él nunca subestima la crueldad a la que nos enfrentamos.<br />Le doy la espalda lentamente al hospital y me encuentro con Cressida flanqueada<br />por los insectos a un par de metros de mí. Permanece impasible, incluso fría.<br />‐ Katniss ‐me dice‐, el presidente Snow acaba de retransmitir en directo el<br />bombardeo. Después ha hecho una aparición para decir que es su forma de enviar un<br />mensaje a los rebeldes. ¿Y tú? ¿Te gustaría decir algo a los rebeldes?<br />‐ Sí ‐susurro, y la luz roja parpadeante de una de las cámaras me llama la atención;<br />sé que me graban‐. Sí ‐digo con más énfasis; todos se alejan de mí (Gale, Cressida, los<br />insectos) para cederme el escenario, pero sigo concentrada en la luz roja‐. Quiero<br />decir a los rebeldes que estoy viva, que estoy aquí, en el Distrito 8, donde el Capitolio<br />acaba de bombardear un hospital lleno de hombres, mujeres y niños desarmados. No<br />habrá supervivientes ‐aseguro, y la conmoción da paso a la furia‐. Quiero decirles<br />que si creen por un solo segundo que el Capitolio nos tratará con justicia, están muy<br />equivocados. Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen ‐añado, levantando las<br />manos automáticamente, como señalando el horror que me rodea‐. ¡Esto es lo que<br />hacen! ¡Y tenemos que responder!<br />Me muevo hacia la cámara, llevada por la rabia.<br />‐ ¿El presidente Snow dice que está enviándonos un mensaje? Bueno, pues yo<br />tengo uno para él: puedes torturarnos, bombardearnos y quemar nuestros distritos<br />hasta los cimientos, pero ¿ves eso?<br />Uno de los cámaras sigue mi dedo, que señala los aviones que arden en el tejado<br />del almacén que tenemos delante. Se ve claramente el sello del Capitolio en un ala, a<br />pesar del fuego.<br />‐ ¡El fuego se propaga! ‐grito, decidida a que oiga todas y cada una de mis<br />palabras‐. ¡Y si nosotros ardemos, tú arderás con nosotros!<br />Mis últimas palabras quedan flotando en el aire. Es como si se hubiera parado el<br />tiempo, como si estuviera suspendida en una nube de calor que no surge de lo que<br />me rodea, sino de mi interior.<br />‐ ¡Corten! ‐exclama Cressida, y su voz me devuelve a la realidad y extingue mi<br />fuego; asiente para darme su aprobación‐. Toma buena.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-9000015629950435612015-04-11T15:30:00.000-07:002015-04-11T15:30:30.275-07:00Capítulo 6La conmoción que sufrí ayer al oír la voz de Haymitch, al saber que no sólo volvía<br />a estar en forma, sino que además volvía a ejercer algún control sobre mi vida, me<br />puso furiosa. Dejé el estudio de inmediato y hoy me he negado a hacer caso de sus<br />comentarios desde la cabina. Aun así, supe inmediatamente que estaba en lo cierto<br />sobre mi actuación.<br />Ha tardado toda la mañana en convencer a los demás de mis limitaciones, de que<br />no soy capaz de hacerlo, de que no puedo plantarme en un estudio de televisión con<br />un disfraz, maquillaje y una nube de humo falso, y arengar a los distritos a la<br />victoria. La verdad es que resulta sorprendente que haya sobrevivido tanto tiempo a<br />las cámaras. El mérito, por supuesto, es de Peeta. Sola no puedo ser el Sinsajo.<br />Nos reunimos en torno a la enorme mesa de Mando: Coin y los suyos; Plutarch,<br />Fulvia y mi equipo de preparación; un grupo del 12 en el que están Haymitch y Gale,<br />aunque también otros tantos que me sorprenden, como Leevy y Sae la Grasienta. En<br />el último momento aparece Finnick empujando la silla de Beetee, acompañados por<br />Dalton, el experto en ganado del 10. Supongo que Coin ha reunido a esta extraña<br />selección para que sea testigo de mi fracaso.<br />Sin embargo, es Haymitch el que da la bienvenida a todos, y por sus palabras<br />entiendo que han venido porque él los ha invitado. Es la primera vez que estamos en<br />una habitación juntos desde que le arañé la cara. Evito mirarlo a los ojos, aunque veo<br />su reflejo en uno de los relucientes cuadros de control que cubren las paredes: está<br />algo amarillo y ha perdido mucho peso, así que es como si hubiera encogido.<br />Durante un segundo temo que se esté muriendo; tengo que recordarme que no me<br />importa.<br />Lo primero que hace Haymitch es enseñar la grabación que acabamos de hacer.<br />Creo que he alcanzado un nuevo mínimo bajo las órdenes de Plutarch y Fulvia,<br />porque tanto mi voz como mi cuerpo están como descoyuntados, van a saltos, igual<br />que una marioneta a la que manipulan fuerzas invisibles.<br />‐ De acuerdo ‐dice Haymitch cuando acaba‐. ¿Alguien está dispuesto a afirmar que<br />esto nos va a servir para ganar la guerra? ‐Nadie lo hace‐. Eso nos ahorra tiempo.<br />Bueno, vamos a guardar silencio un minuto. Quiero que todos penséis en un<br />incidente en el que Katniss Everdeen os conmoviera. No cuando envidiabais su<br />peinado, ni cuando su vestido ardió, ni cuando disparó medio bien con un arco. No<br />cuando Peeta hacía que os gustara. Quiero oír un momento en el que ella en persona<br />os hiciera sentir algo real.<br />El silencio se alarga y empiezo a pensar que no acabará nunca, hasta que habla<br />Leevy:<br />‐ Cuando se ofreció voluntaria para ocupar el lugar de Prim en la cosecha. Porque<br />estoy seguro de que pensaba que iba a morir.<br />‐ Bien, un ejemplo excelente ‐dice Haymitch; agarra un rotulador morado y se<br />pone a escribir en un cuaderno‐. Voluntaria en lugar de su hermana en la cosecha. ‐<br />Mira a su alrededor y añade‐: Otro.<br />Me sorprende que el siguiente sea Boggs, a quien había tomado por un robot<br />musculoso que hacía cumplir la voluntad de Coin:<br />‐ Cuando cantó la canción. Mientras la niña moría.<br />En algún lugar de mi cerebro aparece la imagen de Boggs con un niño apoyado en<br />sus caderas. Creo que en el comedor. Puede que no sea un robot, al fin y al cabo.<br />‐ A quién no se le partió el corazón con eso, ¿verdad? ‐comenta Haymitch mientras<br />lo escribe.<br />‐ Yo lloré cuando drogó a Peeta para poder ir a por su medicina ¡y cuando le dio<br />un beso de despedida! ‐suelta Octavia; después se tapa la boca, como si de repente se<br />diera cuenta de que había cometido un error.<br />Pero Haymitch se limita a asentir y dice:<br />‐ Ah, sí: droga a Peeta para salvarle la vida. Muy bonito.<br />Las anécdotas empiezan a surgir rápidamente y sin orden. Cuando me alié con<br />Rue; cuando le di la mano a Chaff en la noche de la entrevista; cuando intenté cargar<br />con Mags… Y una y otra vez, cuando saqué esas bayas que significaron tantas cosas<br />distintas para cada persona: amor por Peeta, negativa a rendirme en una situación<br />imposible o desafío ante la crueldad del Capitolio.<br />Haymitch levanta el cuaderno y anuncia:<br />‐ Entonces, ésta es la pregunta: ¿qué tienen todos estos acontecimientos en común?<br />‐ Que eran Katniss ‐responde Gale en voz baja‐, nadie le estaba diciendo qué hacer<br />ni qué decir.<br />‐ ¡Sin guión, sí! ‐exclama Beetee, dándome una palmadita en la mano‐. Así que<br />sólo tenemos que dejarte solita, ¿verdad?<br />La gente se ríe, incluso yo sonrío un poco.<br />‐ Bueno, todo esto está muy bien, pero no ayuda mucho ‐dice Fulvia,<br />malhumorada‐. Por desgracia, sus oportunidades para ser maravillosa son muy<br />reducidas en el 13. Así que, a no ser que estés sugiriendo lanzarla al combate…<br />‐ Eso es justo lo que estoy sugiriendo ‐responde Haymitch‐: sacarla al campo de<br />batalla y dejar que las cámaras graben.<br />‐ Pero la gente cree que está embarazada ‐señala Gale.<br />‐ Haremos correr la voz de que perdió al bebé por culpa de la descarga eléctrica de<br />la arena ‐contesta Plutarch‐. Muy triste, una desgracia.<br />La idea de enviarme a combatir es controvertida, aunque Haymitch tiene un buen<br />caso. Si sólo actúo bien en circunstancias reales, ahí es donde debería estar.<br />‐ Si la dirigimos o le damos un guión, lo mejor que podemos esperar de ella es algo<br />aceptable. Tiene que salir de ella, a eso es a lo que responde la gente.<br />‐ Aunque tengamos cuidado, no podemos garantizar su seguridad ‐dice Boggs‐.<br />Será un blanco para todos…<br />‐ Quiero ir ‐lo interrumpo‐ Aquí no sirvo de nada a los rebeldes.<br />‐ ¿Y si te matan? ‐pregunta Coin.<br />‐ Pues aseguraos de grabarlo bien. Podréis usarlo de cualquier modo ‐respondo.<br />‐ Vale ‐dice ella‐, pero vayamos paso a paso. Primero encontraremos la situación<br />menos peligrosa que pueda arrancarte algo de espontaneidad. ‐Se pasea por la sala y<br />examina los mapas iluminados de los distritos, en los que se ven las posiciones de las<br />tropas en la guerra‐. Llevadla esta tarde al 8. Por la mañana han tenido muchos<br />bombardeos, pero parece que el ataque ha pasado. La quiero armada con un pelotón<br />de guardaespaldas. Los cámaras en el terreno. Haymitch, tú estarás en el aire y en<br />contacto con ella. Veamos qué pasa. ¿Algún comentario más?<br />‐ Lavadle la cara ‐dice Dalton, y todos se vuelven hacia él‐. Todavía es una<br />jovencita, y así parece que tiene treinta y cinco años. Está mal. Como algo que haría el<br />Capitolio.<br />Coin da por finalizada la reunión y Haymitch le pregunta si puede hablar<br />conmigo en privado. Todos se van, salvo Gale, que remolonea vacilante a mi lado.<br />‐ ¿Qué te preocupa? ‐le pregunta Haymitch‐. Yo soy el que necesita<br />guardaespaldas.<br />‐ No pasa nada ‐le digo a Gale, y él se va.<br />Nos quedamos los dos solos, acompañados por el zumbido de los instrumentos y<br />el ronroneo del sistema de ventilación. Haymitch se sienta frente a mí.<br />‐ Vamos a tener que trabajar juntos de nuevo, así que, adelante, dilo de una vez.<br />Pienso en el cruel intercambio a voces del aerodeslizador y en el rencor de<br />después, aunque me limito a decir:<br />‐ No puedo creerme que no rescataras a Peeta.<br />‐ Lo sé.<br />Falta algo, y no porque él no se haya disculpado, sino porque éramos un equipo,<br />habíamos acordado mantener a Peeta a salvo. Era un trato poco realista hecho al<br />abrigo de la noche, pero un trato al fin y al cabo, y, en el fondo de mi corazón, yo<br />sabía que los dos habíamos fallado.<br />‐ Ahora dilo tú ‐le pido.<br />‐ No puedo creerme que le quitaras la vista de encima aquella noche ‐responde<br />Haymitch.<br />Asiento, eso es todo.<br />‐ Lo repito una y otra vez en mi cabeza, lo que podría haber hecho para<br />mantenerlo a mi lado sin romper la alianza, pero no se me ocurre nada.<br />‐ No tenías elección, y aunque hubiera podido hacer que Plutarch se quedara para<br />rescatarlo aquella noche, nos habrían derribado a todos. Apenas salimos de allí<br />contigo.<br />Por fin miro a Haymitch a los ojos, ojos de la Veta, grises, profundos y rodeados<br />de los círculos oscuros de las noches sin dormir.<br />‐ Todavía no está muerto, Katniss.<br />‐ Seguimos en el juego ‐afirmo, intentando sonar optimista, aunque se me quiebra<br />la voz.<br />‐ Sí, y sigo siendo tu mentor ‐responde, y me apunta con el rotulador‐. Cuando<br />estés en tierra, recuerda que yo estoy arriba. Tendré mejor vista que tú, así que haz lo<br />que te diga.<br />‐ Ya veremos.<br />Regreso a la sala de belleza y observo cómo desaparecen los ríos de maquillaje por<br />el desagüe conforme me restriego la cara. La persona del espejo está andrajosa, con la<br />piel irregular y los ojos cansados, pero se me parece. Me arranco la venda y dejo al<br />aire la fea cicatriz del dispositivo. Eso es. Eso también se me parece.<br />Como estaré en una zona de combate, Beetee me ayuda con la protección que<br />diseñó Cinna. Un casco de un metal entretejido que se encaja en la cabeza. El material<br />es flexible, como tela, y puede subirse como una capucha si no quiero tenerlo puesto<br />todo el rato. Un chaleco para reforzar la protección de mis órganos vitales. Un<br />pequeño auricular blanco que se une al cuello del traje por medio de un cable. Beetee<br />me engancha una máscara en el cinturón por si hay un ataque con gases.<br />‐ Si ves que alguien cae al suelo por alguna razón desconocida, póntela de<br />inmediato ‐me dice.<br />Para terminar, me cuelga a la espalda un carcaj dividido en tres cilindros de<br />flechas.<br />‐ Recuerda: a la derecha, fuego; a la izquierda, explosivo; al centro, normal. No<br />creo que los necesites, pero más vale prevenir que curar.<br />Boggs aparece para acompañarme a la División Aerotransportada. Justo cuando<br />aparece el ascensor, Finnick llega corriendo, muy nervioso.<br />‐ ¡Katniss, no me dejan ir! ¡Les dije que estoy bien, pero ni siquiera me dejan<br />quedarme en el aerodeslizador!<br />Observo a Finnick: las piernas desnudas asomando bajo el camisón y las zapatillas<br />del hospital, el pelo enredado, la cuerda a medio anudar enrollada en los dedos, la<br />mirada de lunático. Sé que no servirá de nada pedir que lo dejen venir, ni siquiera yo<br />creo que sea buena idea, así que me doy una palmada en la frente y digo:<br />‐ Ay, se me había olvidado, es por esta estúpida conmoción cerebral: se supone<br />que tenía que decirte que fueras a ver a Beetee en Armamento Especial. Ha diseñado<br />un nuevo tridente para ti.<br />Al oír la palabra tridente es como si surgiera el viejo Finnick.<br />‐ ¿De verdad? ¿Qué hace?<br />‐ No lo sé, pero si se parece a mi arco y mis flechas, te va a encantar. Tendrás que<br />entrenar con él, eso sí.<br />‐ Claro, por supuesto. Supongo que será mejor que baje.<br />‐ Finnick, ¿y si te pones pantalones?<br />Él se mira las piernas como si se diera cuenta por primera vez de lo que lleva<br />puesto, se quita el camisón y se queda en ropa interior.<br />‐ ¿Por qué? ¿Es que esto ‐añade, poniendo una pose provocativa muy ridícula‐ te<br />distrae?<br />No puedo evitar reírme porque tiene gracia, y más gracia todavía por lo incómodo<br />que parece Boggs. Además, me hace feliz ver que Finnick suena como el chico que<br />conocí en el Vasallaje de los Veinticinco.<br />‐ Es que tengo sangre en las venas, Odair ‐digo, entrando en el ascensor antes de<br />que se cierren las puertas‐. Lo siento ‐añado, dirigiéndome a Boggs.<br />‐ No te preocupes, creo que lo has… llevado muy bien. Al menos mejor que si<br />hubiera tenido que detenerlo.<br />‐ Sí.<br />Le echo un vistazo. Tendrá unos cuarenta y tantos años, lleva el pelo gris muy<br />corto y sus ojos son azules. Una postura increíble. Hoy ha hablado dos veces y lo que<br />ha dicho me hace pensar que preferiría ser mi amigo antes que mi enemigo. Quizá<br />debería darle una oportunidad, pero parece tan fiel a Coin…<br />Oigo una serie de chasquidos fuertes y el ascensor se detiene un segundo antes de<br />empezar a moverse hacia la izquierda.<br />‐ ¿También avanza lateralmente? ‐pregunto.<br />‐ Sí, hay una red entera de caminos de ascensor bajo el 13 ‐responde‐. Ésta está<br />justo encima del radio de transporte que da a la quinta plataforma de despegue. Nos<br />lleva al hangar.<br />El hangar, las mazmorras, Defensa Especial, un sitio para cultivar comida, otro<br />donde generar aire, purificadores de aire y agua…<br />‐ El 13 es más grande de lo que creía.<br />‐ La mayoría no es mérito nuestro ‐dice Boggs‐. Básicamente lo heredamos. Lo que<br />hemos procurado hacer es mantenerlo en funcionamiento.<br />Vuelven los chasquidos, bajamos brevemente (un par de plantas) y las puertas se<br />abren para dejarnos entrar en el hangar.<br />‐ Oh ‐dejo escapar sin querer al ver la flota, hilera tras hilera de distintos tipos de<br />naves‐. ¿También heredasteis esto?<br />‐ Algunos los fabricamos nosotros, otros formaban parte de las fuerzas aéreas del<br />Capitolio. Los hemos actualizado, claro.<br />Vuelvo a notar una punzada de odio contra el 13.<br />‐ Entonces, ¿teníais todo esto y dejasteis indefensos al resto de los distritos frente<br />al Capitolio?<br />‐ No es tan sencillo ‐replica‐. No hemos estado en posición de lanzar un<br />contraataque hasta hace poco. Apenas nos manteníamos con vida. Después de vencer<br />y ejecutar a la gente del Capitolio, sólo un puñado de los nuestros sabía cómo pilotar.<br />Podríamos haberlos bombardeado con misiles nucleares, sí, pero siempre queda la<br />pregunta más importante: si iniciamos una guerra de ese tipo contra el Capitolio,<br />¿quedaría algún ser humano vivo?<br />‐ Eso suena como lo que dijo Peeta, y vosotros lo llamasteis traidor.<br />‐ Porque pidió un alto el fuego ‐responde Boggs‐. Habrás notado que ninguno de<br />los dos bandos ha lanzado armas nucleares. Estamos funcionando a la antigua. Por<br />aquí, soldado Everdeen ‐concluye, señalando uno de los aerodeslizadores pequeños.<br />Subo las escaleras y veo que dentro están el equipo de televisión y sus<br />herramientas. Todos los demás llevan los monos militares gris oscuro del 13, incluso<br />Haymitch, aunque él parece incómodo con lo ceñido que le queda el cuello.<br />Fulvia Cardew entra a toda prisa y deja escapar un bufido de frustración al verme<br />la cara.<br />‐ Tanto trabajo tirado a la basura. No te culpo a ti, Katniss, es que hay muy poca<br />gente con rostros fotogénicos. Como él ‐dice, agarrando a Gale, que está hablando<br />con Plutarch, y volviéndolo hacia nosotros‐. ¿A que es guapo?<br />Lo cierto es que Gale está impresionante con el uniforme, supongo. Sin embargo,<br />la pregunta nos avergüenza a los dos, dada nuestra historia. Intento pensar en una<br />réplica ingeniosa cuando Boggs dice en tono brusco:<br />‐ Bueno, es normal que no nos impresione mucho: acabamos de ver a Finnick<br />Odair en ropa interior.<br />Decido que, efectivamente, Boggs me gusta mucho.<br />Se nos avisa del inminente despegue, así que me siento al lado de Gale, frente a<br />Haymitch y Plutarch, y me abrocho el cinturón. Nos deslizamos a través de un<br />laberinto de túneles que se abren a una plataforma. Una especie de elevador hace que<br />la nave suba poco a poco de una planta a otra. De repente estamos en el exterior, en<br />un gran campo rodeado de bosques, y después despegamos de la plataforma y las<br />nubes nos envuelven.<br />Una vez libre del bullicio previo a la misión, me doy cuenta de que no tengo ni<br />idea de qué me espera en este viaje al Distrito 8. De hecho, sé muy poco sobre el<br />estado real de la guerra y lo que hace falta para ganarla. Tampoco sé qué pasaría si lo<br />hiciéramos.<br />Plutarch trata de explicármelo en términos simples. En primer lugar, todos los<br />distritos luchan contra el Capitolio, salvo el 2, que siempre ha tenido una relación<br />privilegiada con nuestros enemigos, a pesar de su participación en los Juegos del<br />Hambre. Reciben más comida y mejores condiciones de vida. Después de los Días<br />Oscuros y la supuesta destrucción del 13, el Distrito 2 se convirtió en el nuevo centro<br />de defensa del Capitolio, aunque en público se presenta como el hogar de las<br />canteras de la nación, igual que el 13 era conocido por sus minas de grafito. El<br />Distrito 2 no sólo fabrica armas, sino que entrena e incluso suministra agentes de la<br />paz.<br />‐ ¿Quieres decir… que algunos de los agentes nacen en el 2? ‐pregunto‐. Creía que<br />eran del Capitolio.<br />‐ Eso se supone que debéis creer ‐responde Plutarch, asintiendo‐. Y algunos sí que<br />son del Capitolio, pero su población nunca podría mantener una fuerza de ese<br />tamaño. Además, está el problema de reclutar a ciudadanos criados en el Capitolio<br />para una aburrida vida de privaciones en los distritos. Un compromiso de veinte<br />años en el cuerpo, sin casarse y sin hijos. Algunos se lo tragan por el honor del cargo,<br />mientras que otros lo aceptan como alternativa al castigo. Por ejemplo, únete a los<br />agentes de la paz y te perdonaremos las deudas. En el Capitolio hay muchas<br />personas ahogadas por las deudas, aunque no todas ellas sirven para el servicio<br />militar, así que el Distrito 2 es nuestra fuente de tropas adicionales. Para ellos es una<br />forma de escapar de la pobreza y la vida en las canteras. Los educan como a<br />guerreros, ya has visto lo dispuestos que están sus hijos a presentarse voluntarios<br />como tributos.<br />Cato y Clove. Brutus y Enobaria. He visto su buena disposición y también su sed<br />de sangre.<br />‐ Pero ¿todos los demás distritos están de nuestra parte? ‐pregunto.<br />‐ Sí. Nuestro objetivo es tomar los distritos uno a uno y acabar en el 2, de modo<br />que el Capitolio se quede sin suministros. Entonces, cuando esté más débil, lo<br />invadiremos ‐explica Plutarch‐. Será un reto completamente distinto, pero no<br />adelantemos acontecimientos.<br />‐ Si ganamos, ¿quién estará a cargo del Gobierno? ‐pregunta Gale.<br />‐ Todos ‐responde Plutarch‐. Vamos a formar una república en la que la gente de<br />todos los distritos y el Capitolio pueda elegir a sus propios representantes y enviarlos<br />a un Gobierno centralizado. No pongáis esa cara, ya ha funcionado antes.<br />‐ En los libros ‐masculla Haymitch.<br />‐ En los libros de historia ‐replica Plutarch‐, y si nuestros ancestros pudieron<br />hacerlo, nosotros también.<br />A decir verdad, nuestros ancestros no tienen muchas razones para presumir de<br />nada. Es decir, no hay más que ver el estado en el que nos dejaron, con guerras y el<br />planeta destrozado. Está claro que no les importaba lo que les pasara a los que<br />vinieran detrás, aunque esta idea de la república suena mejor que nuestro sistema<br />actual.<br />‐ ¿Y si perdemos? ‐pregunto.<br />‐ ¿Si perdemos? ‐repite Plutarch; mira a las nubes y esboza una sonrisa irónica‐.<br />Entonces seguro que el año que viene tenemos unos Juegos del Hambre memorables.<br />Lo que me recuerda… ‐Saca un frasco de su chaleco, se echa unas cuantas pastillas<br />violetas en la mano y nos las ofrece‐. Las hemos llamado «jaula de noche» en tu<br />honor, Katniss. Los rebeldes no pueden permitirse que capturen a uno de nosotros,<br />pero os prometo que será completamente indoloro.<br />Acepto una cápsula, sin saber bien dónde meterla. Plutarch me da un golpecito en<br />el hombro, en la parte delantera de mi manga izquierda. Lo examino y encuentro un<br />bolsillo diminuto que sirve tanto para guardar como para esconder la pastilla.<br />Aunque me ataran las manos, podría inclinar la cabeza y sacarla de un mordisco.<br />Al parecer, Cinna ha pensado en todo.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-20414715461711596612015-04-11T15:27:00.000-07:002015-04-11T15:27:04.731-07:00Capítulo 5Otra fuerza a la que enfrentarse, otra parte que busca el poder y ha decidido<br />usarme como ficha de su juego, aunque las cosas nunca parecen salir según lo<br />previsto. Primero estaban los Vigilantes de los Juegos, que me convirtieron en su<br />estrella para después recuperarse como pudieron de aquel puñado de bayas<br />venenosas. Después el presidente Snow, que intentó usarme para apagar las llamas<br />de la rebelión y sólo consiguió que cada uno de mis actos resultara incendiario. A<br />continuación, los rebeldes me atrapan en la zarpa metálica que me saca de la arena y<br />me nombran Sinsajo, y después tienen que recuperarse de la conmoción de descubrir<br />que quizá yo no desee las alas. Y ahora Coin, con su puñado de preciados misiles y<br />su maquinaria bien engrasada, descubre que es mucho más difícil acicalar a un<br />sinsajo que cazarlo. Pero ha sido la más rápida en determinar que tengo mis propios<br />objetivos y, por tanto, no puede confiar en mí. Ha sido la primera que me ha<br />marcado en público como una amenaza.<br />Acaricio la espesa capa de burbujas de mi bañera. Limpiarme es el paso preliminar<br />para decidir mi nuevo aspecto. Con el pelo dañado por el ácido, la piel quemada por<br />el sol y unas feas cicatrices, el equipo de preparación tiene que ponerme guapa y<br />después herirme, quemarme y marcarme de manera más atractiva.<br />‐ Ponedla en base de belleza cero ‐fue lo primero que ordenó Fulvia esta mañana‐.<br />Trabajaremos a partir de ahí.<br />Al final resulta que la base de belleza cero es el aspecto que tendría una persona si<br />se levantara de la cama con un aspecto perfecto, pero natural. Significa que me cortan<br />las uñas a la perfección, aunque no las pintan; que tengo el pelo sedoso y reluciente,<br />aunque sin peinar demasiado; que me dejan la piel suave e impoluta, aunque sin<br />pintarla; que me hacen la cera y me borran las ojeras, aunque sin realizar mejoras<br />visibles. Supongo que Cinna dio las mismas instrucciones el primer día que llegué<br />como tributo al Capitolio. Aquello era distinto, ya que era una concursante y ahora<br />soy una rebelde, así que supongo que tendré que parecerme más a mí misma. Sin<br />embargo, resulta que los rebeldes televisados también tienen que estar a la altura.<br />Después de enjuagarme la espuma, me vuelvo y veo a Octavia esperando con una<br />toalla. Sin la ropa chillona, el exceso de maquillaje, los tintes, las joyas y los adornos<br />del pelo, no tiene nada que ver con la mujer que conocí en el Capitolio. Recuerdo que<br />un día se presentó con una melena rosa fuerte salpicada de parpadeantes luces de<br />colores con forma de ratones. Me dijo que en casa tenía varios ratones como<br />mascotas, cosa que me repugnó en su momento, ya que nosotros consideramos<br />alimañas a los ratones, a no ser que estén cocinados. Sin embargo, a Octavia le<br />gustaban porque eran pequeñitos, suaves y hacían ruidos chillones, como ella.<br />Mientras me seca, intento acostumbrarme a la Octavia del Distrito 13. Su color de<br />pelo real resulta ser un caoba muy bonito. Tiene una cara normal, aunque con una<br />dulzura innegable. Es más joven de lo que pensaba, quizá veintipocos. Sin las uñas<br />decorativas de ocho centímetros sus dedos son casi cortos y no dejan de temblar.<br />Quiero decirle que no pasa nada, que me aseguraré de que Coin no vuelva a hacerle<br />daño, pero los moratones multicolores que florecen bajo su piel verde me recuerdan<br />mi impotencia.<br />Flavius también parece desvaído sin los labios morados y la ropa de colores. Eso<br />sí, ha conseguido ordenar más o menos sus tirabuzones naranjas. Es Venia la que ha<br />cambiado menos: su pelo turquesa cae liso en vez de estar de punta, y se le ven las<br />raíces grises, pero los tatuajes son su rasgo más llamativo, y siguen tan dorados y<br />sorprendentes como siempre. Se acerca y le quita la toalla a Octavia.<br />‐ Katniss no va a hacernos daño ‐le dice a Octavia en voz baja, aunque firme‐. Ella<br />ni siquiera sabía que estábamos allí. Todo irá mejor ahora.<br />Octavia asiente levemente, aunque no se atreve a mirarme a los ojos.<br />No es fácil dejarme en base de belleza cero, ni siquiera con el arsenal de productos,<br />herramientas y cacharros que Plutarch tuvo la previsión de sacar del Capitolio. Mi<br />equipo lo hace bastante bien hasta que intentan solucionar el agujero que me dejó<br />Johanna en el brazo al sacar el dispositivo de seguimiento. El equipo médico no tuvo<br />en cuenta la estética cuando lo remendó, así que ahora tengo una cicatriz irregular y<br />llena de bultos que ocupa el tamaño de una manzana. Normalmente me lo tapa la<br />manga, pero el traje de Cinna está diseñado para que las mangas lleguen hasta justo<br />encima del codo. Es un problema tan gordo que llaman a Fulvia y Plutarch para<br />analizarlo. Juro que la visión de la cicatriz hace que Fulvia tenga arcadas. Cuánta<br />sensibilidad para alguien que trabaja con un Vigilante. En fin, supongo que sólo está<br />acostumbrada a ver cosas desagradables en una pantalla.<br />‐ Todos saben que tengo la cicatriz ‐digo, malhumorada.<br />‐ Saberlo y verla son dos cosas muy distintas ‐replica Fulvia‐. Es completamente<br />repulsivo. Plutarch y yo pensaremos en algo durante la comida.<br />‐ No pasará nada ‐dice Plutarch, restándole importancia‐, puede que con un<br />brazalete o algo así.<br />Asqueada, me visto para poder ir al comedor y me encuentro con mi equipo de<br />preparación apiñado en un grupito junto a la puerta.<br />‐ ¿Es que os traen aquí la comida? ‐les pregunto.<br />‐ No ‐responde Venia‐, se supone que tenemos que ir a un comedor.<br />Suspiro para mis adentros y me imagino entrando en el comedor con estos tres<br />detrás, pero, de todos modos, la gente siempre me mira, así que tampoco varía<br />mucho.<br />‐ Os enseñaré dónde es, venga.<br />Las miradas furtivas y los murmullos por lo bajo que suelo despertar no son nada<br />comparados con la reacción que produce mi estrafalario equipo de preparación. Las<br />bocas abiertas, los dedos acusadores, las exclamaciones…<br />‐ No hagáis caso ‐les digo a los tres, que me siguen por la fila con la mirada gacha<br />y movimientos mecánicos para aceptar los cuencos de estofado de pescado grisáceo y<br />quingombó, y las tazas de agua.<br />Nos sentamos a mi mesa junto a un grupo de la Veta que resulta ser un poco más<br />discreto que la gente del 13, aunque quizá por vergüenza. Leevy, que era vecino mío<br />en el 12, saluda con cautela a mi equipo , y la madre de Gale, Hazelle, que debe de<br />saber lo de su encierro, levanta una cucharada de estofado.<br />‐ No os preocupéis ‐comenta‐, sabe mejor de lo que parece.<br />Sin embargo es Posy, la hermana de cinco años de Gale, la que más ayuda. Corre<br />por el banco hasta Octavia y le toca la piel con indecisión.<br />‐ Eres verde, ¿estás enferma?<br />‐ Es por moda, Posy, como llevar pintalabios ‐explico.<br />‐ Se supone que es bonito ‐susurra Octavia, y veo que las lágrimas están a punto<br />de mojarle las pestañas.<br />Posy se lo piensa y afirma, rotunda:<br />‐ Creo que estarías bonita con cualquier color.<br />Los labios de Octavia esbozan una diminuta sonrisa, y responde:<br />‐ Gracias.<br />‐ Si de verdad quieres impresionar a Posy tendrás que teñirte de rosa chillón ‐dice<br />Gale al dejar su bandeja junto a la mía‐. Es su color favorito. ‐Posy suelta una risita y<br />se desliza por el banco para volver con su madre. Gale señala con la cabeza el cuenco<br />de Flavius‐. Será mejor que no se te enfríe, no mejora la consistencia.<br />Todos nos ponemos a comer. El estofado no sabe mal, pero sí que tiene una<br />viscosidad difícil de soportar, como si tuvieras que tragar tres veces cada bocado<br />para bajarlo del todo.<br />Gale, que no suele hablar mucho durante las comidas, se esfuerza por mantener<br />viva la conversación preguntando por el maquillaje. Sé que intenta suavizar las cosas<br />porque anoche discutimos cuando sugirió que no había dejado más opción a Coin<br />que contrarrestar mi exigencia con la suya:<br />«‐Katniss, ella dirige este distrito. No puede hacerlo si parece que se pliega a tu<br />voluntad.<br />»‐Quieres decir que no soporta ninguna disensión, aunque sea justa ‐contraataqué.<br />»‐Quiero decir que la dejaste mal. Obligarla a otorgar la inmunidad a Peeta y los<br />otros sin saber qué clase de problemas pueden causar…<br />»‐Entonces, ¿tendría que haber seguido con el guión y dejar que los demás tributos<br />se las apañen? Da un poco igual, ¡porque eso es lo que estamos haciendo de todas<br />formas!».<br />Entonces le cerré la puerta en las narices. No me senté con él en el desayuno, y<br />cuando Plutarch lo envió a entrenamiento esta mañana, lo dejé marchar sin decir<br />palabra. Sé que sólo hablaba porque se preocupa por mí, pero necesito que esté de mi<br />parte, no de la de Coin. ¿Cómo es que no lo sabe?<br />Después de comer, Gale y yo tenemos que ir a Defensa Especial para reunirnos<br />con Beetee. En el ascensor, Gale dice al fin:<br />‐ Sigues enfadada.<br />‐ Y tú sigues sin sentirlo.<br />‐ Sigo manteniendo lo que dije. ¿Quieres que te mienta?<br />‐ No, quiero que te lo vuelvas a pensar y llegues a la conclusión correcta ‐<br />respondo, pero se ríe.<br />Tengo que dejarlo pasar, no tiene sentido intentar dictar a Gale lo que debe pensar.<br />Además, para ser sincera, ésa es una de las razones por las que confío en él.<br />La planta de Defensa Especial está situada casi tan abajo como las mazmorras en<br />las que encontramos al equipo de preparación. Es una colmena de salas llenas de<br />ordenadores, laboratorios, equipo de investigación y pistas de pruebas.<br />Cuando preguntamos por Beetee, nos dirigen a través del laberinto hasta que<br />llegamos a una enorme ventana de lámina de vidrio. Dentro guardan la primera cosa<br />bella que veo en el Distrito 13: una réplica de un prado lleno de árboles de verdad y<br />plantas en flor, y repleto de colibrís. Beetee está sentado inmóvil en una silla de<br />ruedas en el centro del prado observando cómo un pájaro verde flota en el aire<br />sorbiendo el néctar de una gran flor naranja. Sus ojos siguen al pájaro que se aleja, y<br />entonces nos ve y nos hace un gesto amistoso para que entremos con él.<br />El aire es fresco y respirable, no húmedo y pesado como cabría esperar. Desde<br />todas las esquinas nos llega el zumbido de alas diminutas, que antes confundía con el<br />de los insectos de nuestro bosque. Me pregunto cómo es posible que hayan<br />construido algo tan bello en este lugar.<br />Beetee todavía tiene la palidez de un convaleciente, aunque detrás de esas gafas<br />que tan mal le sientan se le ven los ojos brillantes de la emoción.<br />‐ ¿A que son magníficos? Los del 13 llevan años estudiando aquí su aerodinámica.<br />Vuelo hacia delante y marcha atrás, y velocidades de hasta noventa y seis kilómetros<br />por hora. ¡Ojalá pudiera fabricarte unas alas así, Katniss!<br />‐ Dudo que supiera manejarlas ‐respondo entre risas.<br />‐ Un segundo aquí y otro allí. ¿Serías capaz de derribar a un colibrí con una flecha?<br />‐me pregunta.<br />‐ Nunca lo he intentado, no tienen mucha carne.<br />‐ No, y no eres de las que matan por deporte ‐dice él‐, pero seguro que cuesta<br />acertarles.<br />‐ Quizá podría usarse una trampa ‐comenta Gale; tiene esa expresión distante que<br />pone cuando está dándole vueltas a algo‐. Se usa una red con una malla muy fina, se<br />cierra una zona y se deja una abertura de unos dos metros cuadrados. En el interior<br />se ponen flores con néctar de cebo. Mientras se alimentan, se cierra la abertura.<br />Huirían al oír el ruido, pero sólo llegarían al otro extremo de la red.<br />‐ ¿Funcionaría eso? ‐pregunta Beetee.<br />‐ No lo sé, sólo es una idea ‐responde Gale‐. Puede que sean demasiado listos.<br />‐ Puede, pero juegas con su instinto natural de huir del peligro. Pensar como tus<br />presas…, así se descubren sus puntos débiles.<br />Recuerdo algo en lo que no quiero pensar: mientras nos preparábamos para el<br />Vasallaje, vi una cinta en la que Beetee, que no era más que un crío, conectaba dos<br />cables y electrocutaba a una manada de chicos que intentaba cazarlo. Las<br />convulsiones de los cuerpos, las expresiones grotescas… En los momentos anteriores<br />a su victoria en aquellos lejanos Juegos del Hambre, Beetee contempló las muertes de<br />los demás. No era culpa suya, sólo defensa propia. Todos actuábamos en defensa<br />propia…<br />De repente quiero salir de la sala de los colibrís antes de que alguien empiece a<br />montar una trampa.<br />‐ Beetee, Plutarch nos ha dicho que tenías algo para mí.<br />‐ Cierto, así es, tu nuevo arco.<br />Pulsa un control manual en el brazo de la silla y sale rodando de la sala. Mientras<br />lo seguimos por las vueltas y revueltas de Defensa Especial, nos explica lo de la silla.<br />‐ Ahora puedo caminar un poco, pero me canso muy deprisa. Me resulta más fácil<br />manejarme con esto. ¿Cómo le va a Finnick?<br />‐ Tiene… problemas de concentración ‐respondo; no quiero decir que sufre un<br />deterioro mental completo.<br />‐ Problemas de concentración, ¿eh? ‐dice Beetee, esbozando una sonrisa triste‐. Si<br />supieras por lo que ha pasado Finnick en los últimos años, sabrías el mérito que tiene<br />que siga entre nosotros. En fin, dile que he estado trabajando en un nuevo tridente<br />para él, ¿vale? Algo para distraerlo un poco.<br />Diría que lo que menos necesita Finnick son distracciones, pero prometo pasar el<br />mensaje.<br />Cuatro soldados protegen la entrada del pasillo que pone: «Armamento especial».<br />Comprobar los horarios de los antebrazos no es más que un paso preliminar.<br />También nos hacen escáneres de huellas, retina y ADN, y tenemos que pasar a través<br />de unos detectores de metal especiales. Beetee deja su silla de ruedas fuera, aunque le<br />proporcionan otra cuando entramos. Todo me parece muy extraño porque no creo<br />que nadie criado en el Distrito 13 pueda ser una amenaza para el Gobierno. ¿Han<br />montado estas medidas de seguridad por la reciente entrada de inmigrantes?<br />En la puerta de la armería nos encontramos con una segunda ronda de<br />comprobaciones de identidad (como si mi ADN hubiera cambiado en el rato que<br />hemos tardado en recorrer los veinte metros del pasillo) y por fin nos permiten entrar<br />en la colección de armas. Tengo que reconocer que el arsenal me quita el aliento: fila<br />tras fila de armas de fuego, lanzadores, explosivos y vehículos armados.<br />‐ Obviamente, la División Aerotransportada se guarda por separado ‐nos explica<br />Beetee.<br />‐ Obviamente ‐respondo, como si no cupiera duda.<br />No sé cómo van a encajar un arco y una flecha en un equipo de alta tecnología<br />como éste, hasta que llego a una pared llena de arcos mortíferos. Durante el<br />entrenamiento jugué con muchas de las armas del Capitolio, pero ninguna había sido<br />diseñada para el combate militar. Centro mi atención en un arco de aspecto letal tan<br />lleno de miras y dispositivos varios que seguro que ni puedo levantarlo, por no<br />hablar ya de disparar con él.<br />‐ Gale, quizá quieras probar unos cuantos de éstos ‐dice Beetee.<br />‐ ¿En serio? ‐responde Gale.<br />‐ Al final te darán un arma de fuego para la batalla, por supuesto, pero si apareces<br />como parte del equipo de Katniss en las propos, una cosa de éstas quedará más<br />vistosa. Se me había ocurrido que te gustaría elegir una que te vaya bien.<br />‐ Sí, claro.<br />Gale agarra justo el arco que me había llamado la atención hace un momento y se<br />lo lleva al hombro. Apunta con él hacia varios lugares de la sala y observa todo a<br />través de la mira.<br />‐ No parece muy justo para los ciervos ‐comento.<br />‐ Pero no lo usaría contra los ciervos, ¿no? ‐responde él.<br />‐ Ahora mismo vuelvo ‐dice Beetee antes de meter un código en un panel y abrir<br />así una puertecita. Lo veo desaparecer y se cierra la puerta.<br />‐ Entonces, ¿te resultaría fácil usarlo contra personas? ‐pregunto.<br />‐ No he dicho eso ‐responde Gale, bajando el arco‐, pero si hubiera tenido un arma<br />con la que evitar lo que pasó en el 12…, si hubiera tenido un arma para mantenerte<br />fuera de la arena… la habría usado.<br />‐ Yo también ‐reconozco, aunque no sé qué decirle sobre las consecuencias de<br />matar a una persona, sobre cómo esa persona sigue dentro de ti para siempre.<br />Beetee vuelve con una caja negra, alta y rectangular mal colocada entre su<br />reposapiés y el hombro. Se detiene y se inclina hacia mí.<br />‐ Para ti.<br />Dejo la caja en el suelo y abro los pestillos del lateral. La tapa se abre sin hacer<br />ruido. Dentro, sobre un lecho de terciopelo marrón arrugado, hay un arco negro<br />impresionante.<br />‐ Oh ‐susurro, admirada.<br />Levanto con cuidado el arco para contemplar su exquisito equilibrio, el elegante<br />diseño y la curva de los extremos que, de algún modo, recuerdan a las alas de un<br />pájaro en vuelo. Hay algo más: tengo que quedarme muy quieta para asegurarme de<br />que no me lo imagino, pero no, el arco está vivo. Me lo llevo a la mejilla y noto el<br />ligero zumbido que me llega hasta los huesos de la cara.<br />‐ ¿Qué está haciendo? ‐pregunto.<br />‐ Te saluda ‐explica Beetee, sonriendo‐. Ha oído tu voz.<br />‐ ¿Reconoce mi voz?<br />‐ Sólo tu voz. Verás, sólo querían que diseñara un arco bonito para tu disfraz,<br />¿sabes? Sin embargo, no dejaba de pensar que era una pérdida de tiempo. Es decir,<br />¿y si alguna vez lo necesitas de algo más que de adorno? Así que lo dejé sencillo por<br />fuera y volqué mi imaginación en el interior. Es más fácil explicarlo con la práctica,<br />¿queréis probarlos?<br />Queremos. Ya nos han preparado un campo de tiro. Las flechas que ha diseñado<br />Beetee son tan extraordinarias como el arco; entre las dos cosas, puedo disparar con<br />precisión a más de noventa metros. La variedad de flechas (afiladas como cuchillas,<br />incendiarias, explosivas) convierten el arco en un arma multidisciplinar. Cada tipo de<br />flecha tiene el astil de un color distinto y puedo usar el arco con la voz cuando<br />quiera, aunque no sé para qué iba a querer hacerlo. Para desactivar las propiedades<br />especiales del arco sólo tengo que decir: «Buenas noches». Entonces se va a dormir<br />hasta que el sonido de mi voz vuelve a despertarlo.<br />Cuando dejo a Beetee y a Gale para volver con mi equipo de preparación, estoy de<br />buen humor. Aguanto pacientemente el resto del trabajo de maquillaje y me pongo<br />mi disfraz, que ahora incluye una venda ensangrentada sobre la cicatriz del brazo, de<br />modo que quede claro que he entrado en combate hace poco. Venia me pone la<br />insignia del sinsajo a la altura del corazón. Recojo el arco y el carcaj de flechas<br />normales que me hizo Beetee sabiendo que nunca me permitirían andar por aquí con<br />las flechas cargadas. Después pasamos al estudio y me tengo que quedar de pie una<br />eternidad mientras retocan el maquillaje, la luz y el humo. Al final empiezan a<br />disminuir las órdenes que la gente invisible escondida en la misteriosa cabina<br />acristalada envía por el intercomunicador. Fulvia y Plutarch ya pasan más tiempo<br />examinando que retocando. Y por fin se hace el silencio; durante cinco minutos<br />enteros se limitan a observarme hasta que Plutarch dice:<br />‐ Creo que así vale.<br />Me piden que me acerque a un monitor. Vuelven a poner los últimos minutos de<br />grabación y veo a la mujer en la pantalla. Su cuerpo parece más alto, más imponente<br />que el mío; tiene la cara manchada, pero sexy; las cejas son de color negro y las<br />frunce en un gesto de desafío; le salen volutas de humo de la ropa, como sugiriendo<br />que acaba de apagarse o que está a punto de arder. No sé quién es esta persona.<br />Finnick, que lleva unas cuantas horas dando vueltas por el decorado, se me acerca<br />por detrás y dice con un toque de su antiguo humor:<br />‐ Querrán matarte, besarte o ser como tú.<br />Todos están emocionados y muy contentos con su trabajo. Ya casi es hora de bajar<br />a cenar, pero insisten en seguir. Mañana nos centraremos en los discursos y las<br />entrevistas, y tendré que fingir estar en batallas de los rebeldes. Hoy sólo necesitan<br />un lema, una única línea que puedan meter en una propo corta para Coin.<br />La línea es: «¡Pueblo de Panem: lucharemos, desafiaremos y acabaremos con<br />nuestra hambre de justicia!». Por la forma en que la presentan sé que han pasado<br />meses, puede que años, creándola y que están muy orgullosos de ella. Sin embargo,<br />es mucho para mí, muy rígido. No me imagino diciéndolo de verdad en la vida real,<br />salvo imitando el acento del Capitolio para reírme de ellos. Como cuando Gale y yo<br />imitábamos el lema de Effie Trinket: «¡Que la suerte esté siempre, siempre de vuestra<br />parte!». Pero tengo a Fulvia encima describiendo una batalla en la que acabo de estar,<br />que mis camaradas están muertos a mi alrededor y que, para arengar a los vivos,<br />debo volverme hacia la cámara y ¡gritar la línea!<br />Me devuelven corriendo a mi sitio, y la máquina de humo entra en acción.<br />Alguien pide silencio, las cámaras empiezan a rodar y oigo: «¡Acción!». Así que<br />levanto el arco sobre la cabeza y chillo con toda la rabia que logro reunir:<br />‐ ¡Pueblo de Panem: lucharemos, desafiaremos y acabaremos con nuestra hambre<br />de justicia!<br />El plató guarda silencio. Y el silencio dura y dura.<br />Finalmente se activa el intercomunicador y la dura risa de Haymitch resuena por<br />el estudio. Se contiene lo justo para decir:<br />‐ Y así, amigos míos, es como muere una revolución.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-55488202885295678522015-04-11T15:25:00.000-07:002015-04-11T15:25:33.846-07:00Capítulo 4El hedor a cuerpos sucios, orina rancia e infección me llega a través de la nube de<br />antiséptico. La única forma de reconocerlos son sus alteraciones más notables en pro<br />de la moda: los tatuajes faciales dorados de Venia, los tirabuzones naranjas de<br />Flavius y la perenne piel verde claro de Venia, que ahora cuelga un poco, como si su<br />cuerpo fuera un globo desinflándose lentamente.<br />Al verme, Flavius y Octavia se aplastan contra la pared de azulejos como si<br />esperasen un ataque, aunque yo nunca les he hecho daño. Lo peor que les he hecho<br />es pensar maldades sobre ellos que jamás dije en voz alta, así que ¿por qué<br />retroceden?<br />El guardia me ordena que salga, pero, por el movimiento posterior, sé que Gale ha<br />logrado detenerlo. Me dirijo a Venia en busca de respuestas porque siempre ha sido<br />la más fuerte. Me agacho y le tomo las manos heladas, que se aferran a las mías como<br />un torno.<br />‐ ¿Qué ha pasado, Venia? ¿Qué hacéis aquí?<br />‐ Nos sacaron del Capitolio ‐responde ella con voz ronca.<br />‐ Pero ¿qué está pasando aquí? ‐pregunta Plutarch, entrando en la habitación.<br />‐ ¿Quién os sacó? ‐insisto.<br />‐ Gente ‐responde ella sin precisar‐. La noche que huiste.<br />‐ Nos pareció que quizá te reconfortaría tener a tu equipo de siempre ‐dice<br />Plutarch detrás de mí‐. Lo solicitó Cinna.<br />‐ ¿Cinna solicitó esto? ‐le salto, porque si hay algo que sé es que Cinna nunca<br />habría aprobado que abusaran así de estos tres, teniendo en cuenta la paciencia y la<br />amabilidad con las que los trataba él‐. ¿Por qué los tienen como a criminales?<br />‐ Te aseguro que no lo sé.<br />Algo en su voz hace que me lo crea, y la palidez de Fulvia lo confirma. Plutarch se<br />vuelve hacia el guardia, que acaba de aparecer en la puerta con Gale detrás y le dice:<br />‐ Sólo me contaron que los habían encerrado. ¿Por qué los están castigando?<br />‐ Por robar comida ‐responde el guardia‐. Tuvimos que retenerlos después de un<br />altercado por un trozo de pan.<br />Venia junta las cejas como si intentara encontrarle el sentido.<br />‐ Nadie nos decía nada. Teníamos mucha hambre. Sólo cogió una rebanada.<br />Octavia, temblorosa, empieza a sollozar y ahoga el sonido en su andrajosa túnica.<br />Me acuerdo de que la primera vez que sobreviví a la arena Octavia me pasó un<br />panecillo por debajo de la mesa porque no soportaba verme con hambre. Me arrastro<br />hasta ella.<br />‐ ¿Octavia? ‐le digo, pero, al tocarle el brazo, da un respingo‐. ¿Octavia? No va a<br />pasar nada. Te sacaré de aquí, ¿vale?<br />‐ Esto parece demasiado extremo ‐dice Plutarch.<br />‐ ¿Es porque se llevaron una rebanada de pan? ‐pregunta Gale.<br />‐ Hubo repetidas infracciones anteriormente. Se les advirtió, pero robaron más pan<br />‐explica el guardia; hace una pausa, como si no entendiera nuestro enfado‐. No se<br />puede robar pan.<br />No logro que Octavia se descubra la cara, pero la levanta un poco. Las esposas se<br />le resbalan un poquito por las muñecas y dejan al descubierto las rozaduras en carne<br />viva que hay debajo.<br />‐ Os voy a llevar con mi madre ‐les aseguro, y me dirijo al guardia‐.<br />Desencadénalos.<br />‐ No tengo autorización ‐responde el guardia, sacudiendo la cabeza.<br />‐ ¡Que los desencadenes! ¡Ahora!<br />Mi grito le hace perder la compostura; los ciudadanos medios no lo tratan así.<br />‐ No tengo órdenes de liberarlos, y tú no tienes autoridad para…<br />‐ Hazlo con la mía ‐interviene Plutarch‐. De todos modos, veníamos a recogerlos,<br />los necesitan en Defensa Especial. Yo asumo toda la responsabilidad.<br />El guardia sale para hacer una llamada y vuelve con unas llaves. Los del equipo de<br />preparación llevan tanto tiempo apretujados que, cuando les quitan las esposas, les<br />cuesta caminar. Gale, Plutarch y yo tenemos que ayudarlos. El pie de Flavius se<br />engancha en una rejilla metálica sobre una abertura circular en el suelo, y se me<br />encoge el estómago cuando caigo en por qué una habitación necesita un desagüe. Las<br />manchas de miseria humana que deben de haberse limpiado a manguerazos de estas<br />paredes de azulejos blancos…<br />En el hospital busco a mi madre, la única en la que confío para cuidar de ellos.<br />Tarda un minuto en reconocerlos, dadas sus condiciones actuales, pero se la ve<br />consternada, y sé que no es por lo mal que están, porque ha sido testigo de cosas<br />peores en el Distrito 12, sino por darse cuenta de que este tipo de cosas también<br />ocurren en el 13.<br />A mi madre la recibieron bien en el hospital, aunque la consideran más una<br />enfermera que un médico, a pesar de llevar toda la vida curando gente. Sin embargo,<br />nadie se mete cuando guía al trío a una sala de reconocimiento para evaluar sus<br />heridas. Me coloco en un banco del pasillo a la entrada del hospital y espero el<br />veredicto. Ella sabrá leer en sus cuerpos el dolor que les han causado.<br />Gale se sienta a mi lado y me pone un brazo sobre los hombros.<br />‐ Tu madre los arreglará ‐me dice, y yo asiento y me pregunto si estará pensando<br />en los brutales latigazos que le dieron en el 12.<br />Plutarch y Fulvia se sientan en el banco que tenemos enfrente, pero no comentan<br />nada sobre el estado de mi equipo. Si no sabían nada de esto, ¿qué pensarán de este<br />movimiento de la presidenta Coin? Decido echarles una mano.<br />‐ Supongo que nos han dado un aviso a todos ‐comento.<br />‐ ¿Qué? No. ¿A qué te refieres? ‐pregunta Fulvia.<br />‐ Castigar a mi equipo de preparación es una advertencia ‐respondo‐, y no sólo<br />para mí, sino también para vosotros; nos dicen quién es la que está al mando y qué<br />pasa si no la obedecemos. Si os habíais hecho ilusiones sobre llegar el poder, yo me<br />olvidaría. Al parecer, un linaje del Capitolio no sirve de protección por aquí, e<br />incluso puede que sea un lastre.<br />‐ No podemos comparar a Plutarch, que fue el cerebro de la revuelta, con esos tres<br />esteticistas ‐dice Fulvia en tono glacial.<br />‐ Si tú lo dices, Fulvia ‐respondo, encogiéndome de hombros‐. Pero ¿qué pasaría si<br />le llevaras la contraria a Coin? A mi equipo lo secuestraron, así que al menos les<br />queda la esperanza de poder volver algún día al Capitolio. Gale y yo podemos vivir<br />en el bosque. ¿Y vosotros? ¿Adónde huiríais?<br />‐ Quizá seamos un poquito más necesarios para la guerra de lo que tú crees ‐dice<br />Plutarch sin inmutarse mucho.<br />‐ Claro que sí, igual que los tributos eran necesarios para los Juegos. Hasta que<br />dejaron de serlo, momento en el que pasamos a ser muy prescindibles…, ¿verdad,<br />Plutarch?<br />Eso acaba con la conversación. Esperamos en silencio hasta que mi madre nos<br />encuentra.<br />‐ Se pondrán bien ‐informa‐, no han sufrido daños físicos permanentes.<br />‐ Bien, maravilloso ‐dice Plutarch‐. ¿Cuándo pueden ponerse a trabajar?<br />‐ Seguramente mañana. Eso sí, cabe esperar cierta inestabilidad emocional después<br />de todo lo que han pasado. No estaban preparados para ello, teniendo en cuenta la<br />vida que llevaban en el Capitolio.<br />‐ Así estamos todos ‐responde Plutarch.<br />Plutarch me libera de mis responsabilidades como Sinsajo para el resto del día, no<br />sé si porque el equipo de preparación está fuera de servicio o porque yo estoy<br />demasiado nerviosa. Gale y yo vamos a comer, y nos sirven estofado de alubias con<br />cebolla, una gruesa rebanada de pan y una taza de agua. Después de la historia de<br />Venia, el pan se me atranca, así que le paso el resto a Gale. Ninguno de los dos habla<br />mucho mientras comemos, pero, después de limpiar los cuencos, Gale se sube la<br />manga y deja al descubierto su horario.<br />‐ Ahora me toca entrenamiento.<br />Le pego un tirón a mi manga y pongo mi brazo al lado del suyo.<br />‐ Yo también ‐respondo, y recuerdo que ahora el entrenamiento significa caza.<br />Estoy tan ansiosa por escapar al bosque, aunque sea por un par de horas, que me<br />olvido de mis preocupaciones. Una inmersión en el follaje y la luz del sol me<br />ayudarán a ordenar las ideas. Gale y yo salimos de los pasillos principales y<br />corremos como críos hacia la armería. Cuando llegamos estoy sin aliento y mareada,<br />un recordatorio de que todavía no me he recuperado del todo. Los guardias nos<br />entregan nuestras viejas armas, además de cuchillos y un saco de arpillera para<br />guardar las presas. Les permito ponerme el dispositivo en el tobillo e intento hacer<br />como si escuchara cómo usar el intercomunicador portátil. Lo único que se me queda<br />grabado es que tiene un reloj y que debemos estar dentro del 13 a la hora designada<br />si no queremos que nos retiren nuestros privilegios de caza. Es la única regla que me<br />esforzaré en seguir.<br />Salimos a la gran área de entrenamiento vallada junto al bosque. Los guardias<br />abren las puertas sin hacer comentarios. Sería muy complicado atravesarlas solos, ya<br />que se trata de una altura de nueve metros que siempre está electrificada y acaba en<br />unos afiladísimos rizos de acero. Atravesamos el bosque hasta casi perder de vista la<br />verja, nos detenemos en un pequeño claro y echamos la cabeza atrás para disfrutar<br />de la luz del sol. Giro en círculos con los brazos extendidos a los lados, sin correr<br />mucho para que el mundo no me dé demasiadas vueltas.<br />La falta de lluvia que vi en el 12 también ha afectado a estas plantas, así que hay<br />algunas con hojas quebradizas que han formado una alfombra bajo nuestros pies.<br />Nos quitamos los zapatos. De todos modos, los míos no me encajan bien, ya que, con<br />su norma de que nada falta al que no malgasta, los del 13 me dieron un par que se le<br />había quedado pequeño a alguien. Al parecer, uno de los dos anda raro, porque han<br />cedido por donde no debían.<br />Cazamos como en los viejos tiempos: en silencio, sin palabras para comunicarnos;<br />en el bosque nos movemos como dos partes de un mismo ser. Anticipamos los<br />movimientos del otro y nos protegemos las espaldas. ¿Cuánto tiempo hace desde la<br />última vez que disfrutamos de esta libertad? ¿Ocho meses? ¿Nueve? No es<br />exactamente lo mismo después de todo lo sucedido, con los dispositivos de<br />seguimiento en los tobillos y mi necesidad de descansar a menudo, pero es lo más<br />parecido a la felicidad que puedo sentir en estos momentos.<br />Aquí los animales no son lo bastante suspicaces, y el momento de más que tardan<br />en ubicar nuestro desconocido olor significa su muerte. En hora y media tenemos<br />una docena variada (conejos, ardillas y pavos), y decidimos dejarlo para pasar el<br />resto del tiempo junto a un estanque que debe de alimentarse de un manantial<br />subterráneo, ya que el agua es fresca y dulce.<br />Cuando Gale se ofrece a limpiar las presas, no pongo objeción. Me meto unas<br />hojas de menta en la boca, cierro los ojos y me recuesto en una roca para empaparme<br />de los sonidos dejando que el abrasador sol de la tarde me queme la piel, casi en paz<br />hasta que la voz de Gale me interrumpe.<br />‐ Katniss, ¿por qué te importa tanto tu equipo de preparación?<br />Abro los ojos para ver si está de broma, pero mira con el ceño fruncido el conejo<br />que despelleja.<br />‐ ¿Y por qué no?<br />‐ Hmmm, a ver… ¿Porque se han pasado un año entero poniéndote guapa para la<br />matanza? ‐sugiere.<br />‐ Es más complicado, los conozco. No son ni malos ni crueles, ni siquiera son<br />listos. Hacerles daño es como hacer daño a unos niños. No ven… Es decir, no<br />saben… ‐Me enredo yo sola.<br />‐ ¿No saben qué, Katniss? ¿Que los tributos (que son los verdaderos niños de esta<br />historia, no tu trío de raros) se ven obligados a luchar hasta morir? ¿Que ibas a la<br />arena para entretener a la gente? ¿Era eso un gran secreto en el Capitolio?<br />‐ No, pero ellos no lo ven como nosotros ‐respondo‐. Los educan así y…<br />‐ ¿De verdad los estás defendiendo? ‐me pregunta, arrancándole la piel al conejo<br />de un solo movimiento.<br />Eso me pica porque, de hecho, es lo que estoy haciendo, y resulta ridículo. Hago lo<br />que puedo por encontrar una postura lógica.<br />‐ Supongo que defiendo a cualquiera al que traten así por llevarse una rebanada<br />de pan. ¡Quizá me recuerde demasiado a lo que te pasó a ti por un pavo!<br />Aun así, tiene razón, resulta extraño lo mucho que me preocupo por el equipo de<br />preparación. Debería odiarlos y querer verlos colgados de un árbol. Sin embargo,<br />están completamente perdidos y pertenecían a Cinna, y él estaba de mi lado, ¿no?<br />‐ No busco pelea ‐dice Gale‐, pero no creo que Coin estuviera enviándote un<br />mensaje al castigarlos por romper las reglas. Seguramente pensaba que lo verías<br />como un favor ‐afirma; después mete el conejo en el saco y se levanta‐. Será mejor<br />que nos vayamos si queremos regresar a tiempo.<br />Paso de la mano que me ofrece para ponerme de pie y me levanto a trompicones.<br />‐ Pues vale ‐respondo.<br />Ninguno de los dos habla durante el camino de vuelta, pero, una vez dentro del<br />recinto, me acuerdo de otra cosa.<br />‐ Durante el Vasallaje de los Veinticinco, Octavia y Flavius tuvieron que irse<br />porque no podían parar de llorar. Y Venia apenas fue capaz de decirme adiós.<br />‐ Intentaré recordarlo mientras te… rehacen.<br />‐ Sí, hazlo.<br />Le entregamos la carne a Sae la Grasienta en la cocina. A ella le gusta bastante el<br />Distrito 13, aunque cree que a los cocineros les falta algo de imaginación.<br />Obviamente, una mujer capaz de hacer un estofado aceptable con perro salvaje y<br />ruibarbo debe de sentirse muy limitada en un sitio como éste.<br />Exhausta por la caza y la falta de sueño, vuelvo a mi compartimento y lo<br />encuentro vacío. Entonces recuerdo que nos hemos mudado por Buttercup y subo a<br />la planta de arriba en busca del compartimento E. Es idéntico al 307, salvo por la<br />ventana (de sesenta centímetros de ancho por veinte de alto) situada en la parte<br />central superior del muro exterior. Hay una pesada placa metálica que se cierra sobre<br />ella, pero en estos momentos está abierta y no veo a cierto gato por ninguna parte.<br />Me estiro en la cama y un rayo de sol de la tarde juega sobre mi rostro. Cuando mi<br />hermana me despierta son ya las «18:00 ‐ Reflexión».<br />Prim me cuenta que han estado anunciando la asamblea desde la hora de la<br />comida. Toda la población debe asistir, salvo los que tengan trabajos esenciales.<br />Seguimos las instrucciones que nos dan para llegar al Colectivo, una enorme sala en<br />la que caben sin problemas los miles de personas que aparecen. Resulta evidente que<br />la construyeron para un aforo mayor, y quizá se llenara antes de la epidemia. Prim<br />señala discretamente los resultados del desastre: las cicatrices en los cuerpos de los<br />habitantes y los niños con leves desfiguraciones.<br />‐ Aquí han sufrido mucho ‐comenta.<br />Después de lo de esta mañana, no estoy de humor para sentir lástima por el 13.<br />‐ No más que nosotros en el 12 ‐respondo.<br />Veo que mi madre conduce a un grupo de pacientes capaces de moverse, todavía<br />vestidos con los camisones y las batas del hospital. Finnick está entre ellos; parece<br />desorientado, aunque está guapísimo. Lleva un trozo de cuerda fina de menos de<br />treinta centímetros entre las manos, demasiado corto para que haga un nudo<br />servible. Mueve los dedos rápidamente, atando y desatando mientras mira a su<br />alrededor. Seguramente forma parte de su terapia. Me acerco y lo saludo:<br />‐ Hola, Finnick. ‐No parece darse cuenta, así que le doy un codazo para llamarle la<br />atención‐. ¡Finnick! ¿Cómo estás?<br />‐ Katniss ‐responde, agarrándome la mano, creo que lo alivia encontrar una cara<br />conocida‐. ¿Por qué nos reunimos aquí?<br />‐ Le dije a Coin que sería su Sinsajo, pero la obligué a prometer que otorgaría<br />inmunidad a los demás tributos si los rebeldes ganan. En público, para que haya<br />muchos testigos.<br />‐ Ah, bien, porque me preocupa Annie, que diga algo que consideren traición sin<br />que ella lo sepa.<br />Annie. Oh, oh, se me había olvidado por completo.<br />‐ No te preocupes, me encargaré de ello.<br />Aprieto la mano de Finnick y voy derecha al podio que hay al frente. Coin, que<br />observa su discurso, arquea las cejas al verme.<br />‐ Necesito que añadas a Annie Cresta a la lista de indultados ‐le digo.<br />‐ ¿Quién es? ‐pregunta la presidenta, frunciendo un poco el ceño.<br />‐ Es la… ‐¿Qué? En realidad no sé cómo llamarla‐. Es la amiga de Finnick Odair,<br />del Distrito 4. Otra vencedora. La detuvieron y se la llevaron al Capitolio cuando la<br />arena voló en pedazos.<br />‐ Ah, la chica loca. En realidad no es necesario, no tenemos costumbre de castigar a<br />los más frágiles.<br />Pienso en la escena de esta mañana, en Octavia acurrucada junto a la pared, en<br />que Coin y yo debemos de tener una definición completamente distinta de la<br />fragilidad. Sin embargo, me limito a responder:<br />‐ ¿No? Entonces no supondrá ningún problema añadir a Annie.<br />‐ De acuerdo ‐dice la presidenta, escribiendo su nombre‐. ¿Quieres estar aquí<br />arriba durante el anuncio? ‐me pregunta, y sacudo la cabeza‐. Eso me parecía. Será<br />mejor que te pierdas entre la multitud lo antes posible, porque estoy a punto de<br />empezar.<br />Vuelvo con Finnick.<br />En el 13 tampoco malgastan las palabras. Coin pide la atención del público y le<br />dice que he aceptado ser el Sinsajo siempre que se indulte a los demás vencedores<br />(Peeta, Johanna, Enobaria y Annie) por los perjuicios que pudieran causar a los<br />rebeldes. La multitud murmura y noto que no están de acuerdo. Supongo que nadie<br />dudaba que quisiera ser el Sinsajo, así que ponerme precio (un precio que, además,<br />les salva la vida a posibles enemigos) los enfada. Permanezco impasible antes las<br />miradas hostiles que me lanzan.<br />La presidenta permite unos momentos de tensión antes de seguir con el mismo<br />brío de siempre, aunque las palabras que surgen de sus labios son nuevas para mí.<br />‐ Sin embargo, a cambio de esta solicitud sin precedentes, la soldado Everdeen ha<br />prometido dedicarse en cuerpo y alma a la causa. Por tanto, si se desvía de su misión,<br />tanto en motivos como en hechos, lo consideraremos una ruptura del acuerdo y el fin<br />de la inmunidad, de modo que el destino de los cuatro vencedores quedaría<br />determinado por las leyes del Distrito 13, al igual que el suyo. Gracias.<br />En otras palabras: si me aparto del guión acabaremos todos muertos.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-2993844977954438652015-04-11T15:23:00.001-07:002015-04-11T15:23:49.713-07:00Capítulo 3Los ojos de Buttercup reflejan la tenue luz de la bombilla de seguridad que hay<br />sobre la puerta. Está tumbado en el hueco del brazo de Prim, de vuelta a su trabajo<br />de protegerla de la noche. Mi hermana está acurrucada junto a mi madre; dormidas<br />tienen el mismo aspecto que la mañana de la cosecha que me llevó a mis primeros<br />Juegos. Yo tengo una cama para mí sola porque estoy recuperándome y porque, de<br />todos modos, nadie puede dormir conmigo con tantas pesadillas y patadas.<br />Después de dar vueltas durante horas, por fin acepto que pasaré la noche en vela,<br />así que, bajo la atenta mirada de Buttercup, voy de puntillas por el frío suelo de<br />baldosas hasta la cómoda.<br />El cajón del centro contiene la ropa que me han dado aquí. Todos vestimos los<br />mismos pantalones y camisas grises, con la camisa metida por dentro. Debajo de la<br />ropa guardo las pocas cosas que llevaba cuando me sacaron de la arena: mi insignia<br />del sinsajo; el símbolo de Peeta, el medallón de oro con fotos de Prim, Gale y mi<br />hermana; un paracaídas plateado con la espita para sacar agua de los árboles; y la<br />perla que Peeta me dio unas horas antes de que mi flecha hiciera volar por los aires el<br />campo de fuerza. El Distrito 13 confiscó mi tubo de pomada dermatológica para<br />usarla en el hospital, y mi arco y mis flechas porque sólo los guardias pueden llevar<br />armas. Los tienen a buen recaudo en la armería.<br />Tanteo en busca del paracaídas y meto los dedos dentro hasta dar con la perla.<br />Después me siento en mi cama con las piernas cruzadas y me acaricio los labios con<br />la suave superficie irisada de la perla. No sé por qué, pero me calma; es como un frío<br />beso de la persona que me la regaló.<br />‐ ¿Katniss? ‐susurra Prim. Está despierta y me mira a través de la oscuridad‐. ¿Qué<br />te pasa?<br />‐ Nada, un mal suelo. Vuelve a dormir.<br />Es automático, siempre aparto a Prim y a mi madre para protegerlas.<br />Con cuidado de no despertar a nuestra madre, Prim se baja de la cama, recoge a<br />Buttercup y se sienta a mi lado. Me toca la mano en la que tengo la perla.<br />‐ Estás fría ‐me dice; saca una manta extra de los pies de la cama, nos enrolla con<br />ella a los tres, y me envuelve también en su calor y el calor del pellejo de Buttercup‐.<br />Podrías contármelo, ¿sabes? Se me da bien guardar secretos, no se lo diría a nadie. Ni<br />siquiera a mamá.<br />Entonces se ha ido de verdad, se ha ido la niña pequeña a la que le colgaba la<br />blusa como si fuera la colita de un pato, la que necesitaba ayuda para llegar a los<br />platos, la que suplicaba ver los pasteles glaseados del escaparate de la panadería. El<br />tiempo y la tragedia la han obligado a crecer demasiado deprisa, al menos para mi<br />gusto, y ahora es una joven que sutura heridas sangrantes y sabe que nuestra madre<br />no puede enterarse de todo.<br />‐ Mañana por la mañana voy a aceptar convertirme en el Sinsajo ‐le confieso.<br />‐ ¿Porque quieres o porque te ves obligada?<br />‐ Las dos cosas, supongo ‐respondo, entre risas‐. No, quiero hacerlo. Tengo que<br />hacerlo si ayuda a que los rebeldes derroten a Snow. ‐Aprieto la perla con fuerza en<br />el puño‐. Pero es que… Peeta… Temo que los rebeldes lo ejecuten por traidor si<br />ganamos.<br />Prim se lo piensa un poco.<br />‐ Katniss, no creo que entiendas lo importante que eres para la causa, y la gente<br />importante suele conseguir lo que desea. Si quieres mantener a Peeta a salvo de los<br />rebeldes, puedes.<br />Supongo que soy importante. Se tomaron muchas molestias para rescatarme y,<br />además, me llevaron al 12.<br />‐ ¿Quieres decir… que podría exigir que otorguen inmunidad a Peeta? ¿Y tendrían<br />que aceptar?<br />‐ Creo que podrías exigir lo que quisieras y ellos tendrían que aceptarlo ‐afirma<br />Prim, arrugando la frente‐. Pero ¿cómo puedes asegurarte de que mantengan su<br />palabra?<br />Recuerdo todas las mentiras que Haymitch nos contó a Peeta y a mí para<br />conseguir lo que quería. ¿Cómo lograr que los rebeldes no rompan el trato? Una<br />promesa verbal detrás de puertas cerradas o una promesa en papel podrían<br />evaporarse después de la guerra. Podrían negar su existencia o su validez, y los<br />testigos en la sala de mando no servirían de nada. De hecho, seguramente serían los<br />que firmaran la sentencia de muerte de Peeta. Necesito un grupo de testigos mucho<br />mayor. Necesito todos los que pueda.<br />‐ Será en público ‐digo en voz alta. Buttercup da un rabotazo, como si estuviera de<br />acuerdo‐. Haré que Coin lo anuncie delante de toda la población del 13.<br />‐ Eso suena bien ‐responde Prim, sonriendo‐. No es una garantía, pero será mucho<br />más difícil que se retracten.<br />Siento el alivio de haber llegado a una solución real.<br />‐ Debería despertarte más a menudo, patito.<br />‐ Ojalá lo hicieras ‐dice Prim, y me da un beso‐. Intenta dormir, ¿vale?<br />Y lo hago.<br />Por la mañana veo que tengo «7:00 ‐ Desayuno», seguido inmediatamente de «7:30<br />‐ Mando», lo que me viene bien, ya que será mejor que empiece lo antes posible. En el<br />comedor paso mi horario, que incluye algún número de identificación, por delante<br />de un sensor. Mientras deslizo la bandeja por el estante metálico detrás del que se<br />encuentran los contenedores de comida, veo que el desayuno es tan predecible como<br />siempre: un cuenco de cereales calientes, una taza de leche y un puñadito de fruta o<br />verdura. Hoy: puré de nabos. Todo ello sale de las granjas subterráneas del 13. Me<br />siento en la mesa asignada a los Everdeen, los Hawthorne y algunos otros<br />refugiados, y me trago la comida deseando repetir, pero aquí nunca se repite. Han<br />convertido la nutrición en una ciencia exacta, tienes que consumir las calorías<br />suficientes para llegar a la siguiente comida, ni más ni menos. El tamaño de las<br />raciones se basa en tu edad, tu altura, tu constitución, tu salud y la cantidad de<br />trabajo físico que exige tu horario. La gente del 12 recibe porciones algo más grandes<br />que los nativos del 13 para que ganemos algo de peso. Supongo que los soldados<br />esqueléticos se cansan demasiado deprisa. Sin embargo, funciona; en un mes<br />empezamos a parecer más sanos, sobre todo los niños.<br />Gale coloca su bandeja junto a la mía, y yo intento no quedarme mirando sus<br />nabos con cara penosa, porque estoy deseando comer más y él siempre me pasa su<br />comida a la mínima de cambio. Aunque me concentro en doblar con mucho primor<br />la servilleta, una cucharada de nabos aterriza en mi cuenco.<br />‐ Tienes que dejar de hacer esto ‐le digo, pero como ya estoy comiéndomelo, no<br />resulto muy convincente‐. De verdad. Seguro que es ilegal o algo así.<br />Tienen normas muy estrictas sobre la comida. Por ejemplo, si no te terminas algo y<br />quieres guardarlo para después, no puedes sacarlo del comedor. Al parecer, en los<br />primeros días hubo algún incidente con la gente que acaparaba comida. Para unas<br />personas como Gale y como yo, que llevamos años suministrando comida a nuestras<br />familias, es difícil. Sabemos pasar hambre, pero no que nos digan cómo manejar las<br />provisiones que tenemos. En cierto modo, el Distrito 13 es más controlador que el<br />Capitolio.<br />‐ ¿Qué van a hacer? Ya me han quitado el brazalector ‐responde Gale.<br />Mientras rebaño el cuenco tengo un momento de inspiración:<br />‐ Oye, quizá debería poner eso como condición para ser el Sinsajo.<br />‐ ¿Que pueda darte mi puré de nabos?<br />‐ No, que podamos cazar ‐digo, captando su atención‐. Tendríamos que entregarlo<br />todo en la cocina, pero podríamos… ‐No tengo que terminar la frase: podríamos estar<br />al aire libre, en el bosque, volver a ser nosotros mismos.<br />‐ Hazlo. Ahora es el momento, podrías pedir la luna y tendrían que encontrar la<br />forma de bajártela.<br />No sabe que ya voy a pedirles la luna cuando exija el perdón de Peeta. Antes de<br />decidir si se lo cuento o no, un timbre marca el final del turno de comedor. La idea de<br />enfrentarme a Coin sola me pone nerviosa.<br />‐ ¿Qué tienes en tu horario?<br />Gale se mira el brazo:<br />‐ Clase de historia nuclear. Donde, por cierto, se ha notado tu ausencia.<br />‐ Tengo que ir a la sala de mando, ¿vienes conmigo?<br />‐ Vale, pero quizá me echen después de lo de ayer.<br />Cuando vamos a soltar las bandejas, añade:<br />‐ ¿Sabes? Será mejor que metas a Buttercup en tu lista de exigencias. No creo que<br />aquí conozcan bien el concepto de mascotas inútiles.<br />‐ Oh, le encontrarán un trabajo. Le tatuarán la pata todas las mañanas ‐respondo,<br />pero tomo nota mental de incluirlo, por Prim.<br />Al llegar a la sala de mando, Coin, Plutarch y los suyos ya están reunidos. La<br />aparición de Gale hace que algunos arqueen las cejas, pero nadie lo echa. Mis notas<br />mentales se han hecho un lío, así que pido papel y lápiz nada más llegar. Mi aparente<br />interés en el proceso (la primera vez que lo demuestro desde que llegué aquí) los<br />pilla por sorpresa. Se miran entre ellos. Seguramente me tenían preparado un sermón<br />superespecial, sin embargo, Coin en persona me pasa el material, y todos guardan<br />silencio mientras me siento y me pongo a garabatear la lista: «Buttercup. Cazar.<br />Inmunidad de Peeta. Anunciado en público».<br />Ya está. Es probable que se trate de mi única oportunidad para negociar.<br />«Piensa, ¿qué más quieres?»<br />Lo noto a mi lado, de pie, y añado «Gale» a la lista. Creo que no podría hacer esto<br />sin él.<br />Empieza a dolerme la cabeza otra vez y mis ideas se enredan. Cierro los ojos y<br />empiezo a recitar en silencio: «Me llamo Katniss Everdeen. Tengo diecisiete años. Mi<br />casa está en el Distrito 12. Estuve en los Juegos del Hambre. Escapé. El Capitolio me<br />odia. A Peeta lo capturaron. Está vivo. Es un traidor, pero está vivo. Tengo que<br />mantenerlo con vida…».<br />La lista. Sigue pareciendo demasiado corta, debería intentar pensar con más<br />perspectiva, más allá de nuestra situación actual, en un futuro en el que quizá yo ya<br />no valga nada. ¿No debería pedir más? ¿Por mi familia? ¿Por el resto de los míos?<br />Las cenizas de los muertos hacen que me pique la piel. Recuerdo el enfermizo sonido<br />de mi pie al dar contra la calavera; el aroma de la sangre y las rosas me aguijonea la<br />nariz.<br />El lápiz se mueve solo por la página. Abro los ojos y veo las letras temblorosas:<br />«Yo mato a Snow». Si lo capturan, quiero ese privilegio.<br />Plutarch tose con discreción:<br />‐ ¿Ya has terminado?<br />Levanto la mirada y miro la hora: llevo sentada aquí veinte minutos. Finnick no es<br />el único con problemas de concentración.<br />‐ Sí ‐respondo con voz ronca, así que me aclaro la garganta‐. Sí, éste es el trato: seré<br />vuestro Sinsajo.<br />Espero a que terminen con sus suspiros de alivio, sus palabras de felicitación y sus<br />palmaditas en la espalda. Coin permanece tan impasible como siempre,<br />observándome, poco impresionada.<br />‐ Pero tengo algunas condiciones ‐continúo, alisando la hoja‐. Mi familia se queda<br />con nuestro gato.<br />Esa petición, la más insignificante, da lugar a un gran debate. Los rebeldes del<br />Capitolio no le dan importancia, claro que puedo quedarme mi mascota, mientras<br />que los del 13 enumeran las extremas dificultades que eso presenta. Al final se decide<br />que nos mudemos al nivel superior, que cuenta con el lujo de una ventana de veinte<br />centímetros que da al exterior. Buttercup puede entrar y salir a hacer sus cosas, y se<br />espera de él que se busque comida por su cuenta. Si se salta el toque de queda, lo<br />dejan fuera. Si provoca problemas de seguridad, le pegarán un tiro de inmediato.<br />Me suena bien, no difiere mucho de su forma de vida desde que nos fuimos, salvo<br />por lo del tiro. Si lo veo demasiado delgado, siempre puedo pasarle algunas tripas si<br />acceden a mi siguiente petición.<br />‐ Quiero cazar. Con Gale. En el bosque ‐digo, y todos guardan silencio.<br />‐ No iremos lejos, usaremos nuestros propios arcos y podéis usar la carne en la<br />cocina ‐añade Gale.<br />Me apresuro a seguir hablando antes de que digan que no.<br />‐ Es que… no puedo respirar aquí encerrada como un… Me pondría mejor más<br />deprisa si… si pudiera cazar.<br />Plutarch empieza a explicar los inconvenientes (los peligros, la seguridad<br />adicional, el riesgo de heridas), pero Coin lo corta.<br />‐ No, dejad que lo hagan. Dadles un par de horas al día, las descontaremos de su<br />tiempo de entrenamiento. Un radio de medio kilómetro con unidades de<br />comunicación y dispositivos de seguimiento en los tobillos. ¿Qué más?<br />Repaso la lista:<br />‐ Gale. Lo necesito a mi lado para hacer esto.<br />‐ ¿A tu lado cómo? ¿Fuera de cámara? ¿En todo momento? ¿Quieres que lo<br />presentemos como tu nuevo amante? ‐pregunta Coin.<br />No lo ha dicho en tono burlón, sino todo lo contrario, de manera muy práctica,<br />pero se me abre la boca igual.<br />‐ ¿Qué?<br />‐ Creo que tendríamos que seguir con el romance actual. Si abandona tan deprisa a<br />Peeta puede que la audiencia pierda simpatía por ella ‐dice Plutarch‐. Sobre todo<br />porque creen que está embarazada.<br />‐ Cierto. Entonces, en pantalla Gale puede ser un compañero rebelde más. ¿Te<br />parece bien? ‐dice Coin, y yo me quedo mirándola; ella lo repite, impaciente‐: Para<br />Gale, ¿es suficiente?<br />‐ Siempre podemos presentarlo como tu primo ‐dice Fulvia.<br />‐ No somos primos ‐respondemos Gale y yo a la vez.<br />‐ Ya, pero quizá deberíamos mantenerlo delante de las cámaras, por las<br />apariencias ‐dice Plutarch‐. Fuera de cámara, es todo tuyo. ¿Algo más?<br />Me ha puesto nerviosa el giro de la conversación, la insinuación de que estaría<br />dispuesta a deshacerme de Peeta, de que estoy enamorada de Gale, de que todo ha<br />sido puro teatro. Me empiezan a arder las mejillas. Resulta humillante que crean que<br />dedico tiempo a pensar en quién quiero que presenten como mi amante, teniendo en<br />cuenta las circunstancias actuales.<br />‐ Cuando acabe la guerra, si ganamos, indultaréis a Peeta.<br />Silencio total. Noto que Gale se tensa, supongo que debería habérselo dicho antes,<br />pero no estaba segura de su reacción, ya que tenía que ver con Peeta.<br />‐ No se le castigará de ninguna forma ‐sigo diciendo, y se me ocurre añadir algo<br />más‐. Lo mismo vale para los demás tributos capturados, Johanna y Enobaria.<br />La verdad es que no me importa Enobaria, la cruel tributo del Distrito 2; de hecho,<br />no la soporto, pero me parece mal dejarla fuera.<br />‐ No ‐responde Coin sin más.<br />‐ Sí ‐replico‐. No es culpa suya que los abandonaseis en la arena. ¿Quién sabe lo<br />que les estará haciendo el Capitolio?<br />‐ Se les juzgará junto con los demás criminales de guerra y se les tratará como<br />disponga el tribunal ‐dice ella.<br />‐ ¡Se les garantizará la inmunidad! ‐Me levanto de la silla con voz potente‐. Tú en<br />persona lo prometerás delante de toda la población del Distrito 13 y lo que queda del<br />12. Pronto. Hoy. Quedará grabado para generaciones futuras. Tanto tú como tu<br />Gobierno os haréis responsables de su seguridad, ¡o tendréis que buscaros a otro<br />Sinsajo!<br />Mis palabras quedan flotando en el aire un largo instante.<br />‐ ¡Ésa es ella! ‐oigo que Fulvia susurra a Plutarch‐. Justo ahí, con el disfraz, los<br />disparos de fondo y un poco de humo.<br />‐ Sí, eso es lo que queremos ‐responde Plutarch en voz baja.<br />Me gustaría lanzarles una mirada asesina, pero creo que sería un error apartar la<br />vista de Coin. Veo que calcula el coste de mi ultimátum, que sopesa si lo merezco.<br />‐ ¿Qué dices, presidenta? ‐pregunta Plutarch‐. Podrías conceder un perdón oficial,<br />dadas las circunstancias. El chico… ni siquiera es mayor de edad.<br />‐ De acuerdo ‐dice al fin Coin‐. Pero será mejor que cumplas.<br />‐ Cumpliré cuando hayas hecho el anuncio ‐respondo.<br />‐ Convocad una asamblea de seguridad nacional durante la hora de reflexión de<br />hoy ‐ordena‐. Haré el anuncio entonces. ¿Queda algo en tu lista, Katniss?<br />Tengo el papel hecho una bola en mi puño derecho, así que aliso la hoja sobre la<br />mesa y leo las irregulares letras.<br />‐ Sólo una cosa más: yo mato a Snow.<br />Por primera vez veo la sombra de una sonrisa en los labios de la presidenta.<br />‐ Cuando llegue el momento, las dos lo echaremos a suertes ‐responde.<br />Quizá esté en lo cierto, la verdad es que no soy la única con derecho a reclamar la<br />vida de Snow, y creo que ella es perfectamente capaz de hacer el trabajo.<br />‐ Me parece justo ‐transijo.<br />Coin mira brevemente su brazo y el reloj. Ella también tiene que seguir un horario.<br />‐ La dejo en tus manos, Plutarch.<br />Sale de la sala, seguida de su equipo, y nos quedamos Plutarch, Fulvia, Gale y yo<br />misma.<br />‐ Excelente, excelente ‐dice Plutarch, dejándose caer en la silla con los codos en la<br />mesa, restregándose los ojos‐. ¿Sabes lo que echo de menos más que nada? El café.<br />¿Tan impensable es tener algo con lo que tragar mejor las gachas y los nabos?<br />‐ No sabíamos que aquí serían tan estrictos ‐nos explica Fulvia mientras masajea<br />los hombros de Plutarch‐. No en los puestos más elevados.<br />‐ O que al menos contaríamos con la opción de hacer algo al margen ‐añade<br />Plutarch‐. Bueno, incluso en el 12 teníais un mercado negro, ¿no?<br />‐ Sí, el Quemador ‐dice Gale‐. Allí es donde intercambiábamos.<br />‐ ¿Lo ves? ¡Y mira lo éticos que habéis salido los dos! Prácticamente incorruptibles.<br />‐Plutarch suspira‐. Oh, bueno, las guerras no duran para siempre. En fin, me alegra<br />teneros en el equipo ‐comenta, y se dispone a aceptar el enorme cuaderno<br />encuadernado en cuero que Fulvia le ofrece‐. Ya sabes, a grandes rasgos, lo que<br />esperamos de ti, Katniss. Sé que no estás del todo conforme con tu participación.<br />Espero que esto te ayude.<br />Plutarch me pasa el cuaderno. Durante un instante lo miro con suspicacia, pero la<br />curiosidad me puede y lo abro. En el interior hay un retrato de mí, firme y fuerte, con<br />un uniforme negro. Sólo existe una persona capaz de haber diseñado el traje, que a<br />primera vista parece muy práctico, pero que resulta ser una obra de arte: la caída del<br />casco, la curva del peto, el ligero abullonado de las mangas que deja ver los pliegues<br />blancos bajo los brazos… En sus manos, vuelvo a ser un sinsajo.<br />‐ Cinna ‐susurro.<br />‐ Sí, me hizo prometer no enseñártelo hasta que decidieras por ti misma ser el<br />Sinsajo. Créeme, ha sido una gran tentación ‐dice Plutarch‐. Venga, echa un vistazo.<br />Paso las páginas despacio, examinando todos los detalles del uniforme: las<br />minuciosas capas de blindaje, las armas ocultas en las botas y el cinturón, el refuerzo<br />especial sobre el corazón… En la última página, bajo el boceto de mi insignia del<br />sinsajo, Cinna ha escrito: «Todavía apuesto por ti».<br />‐ ¿Cuándo…? ‐empiezo, pero me falla la voz.<br />‐ Veamos… Bueno, después del anuncio del Vasallaje de los Veinticinco. ¿Unas<br />cuantas semanas antes de los Juegos, quizá? Además de los bocetos, tenemos tus<br />uniformes. Oh, y Beetee tiene algo muy especial esperándote en la armería. No te<br />daré pistas, no quiero arruinar la sorpresa.<br />‐ Vas a ser la rebelde mejor vestida de la historia ‐dice Gale, sonriendo. De repente<br />me doy cuenta de que había estado aguantándose. Igual que Cinna, desde el<br />principio quería que tomara esta decisión.<br />‐ Nuestro plan es lanzar un asalto a las ondas ‐dice Plutarch‐. Hacer lo que<br />nosotros llamamos «propos» (abreviatura de spots de propaganda) en los que salgas<br />tú y emitirlos para que los vea todo Panem.<br />‐ ¿Cómo? El Capitolio controla las emisiones ‐dice Gale.<br />‐ Pero nosotros tenemos a Beetee. Hace unos diez años básicamente rediseñó la red<br />subterránea que transmite toda la programación. Cree que existe una posibilidad real<br />de conseguirlo. Obviamente, necesitaremos algo que emitir, así que, Katniss, el<br />estudio te espera cuando quieras. ¿Fulvia? ‐añade después, dirigiéndose a su<br />ayudante.<br />‐ Plutarch y yo hemos estado hablando sobre cómo demonios enfocar esto.<br />Creemos que lo mejor sería construir a nuestro líder rebelde, construirte a ti, desde<br />fuera… hacia dentro. Es decir, vamos a buscarte el look de Sinsajo más<br />despampanante que podamos ¡y después te fabricaremos una personalidad que esté<br />a la altura! ‐exclama Fulvia alegremente.<br />‐ Ya tenéis su uniforme ‐comenta Gale.<br />‐ Sí, pero ¿está Katniss herida y ensangrentada? ¿Arde en ella el fuego de la<br />rebelión? ¿Hasta qué punto podemos ensuciarla sin repugnar a los espectadores? En<br />cualquier caso, tiene que impresionar. Es decir, está claro que esto… ‐dice Fulvia,<br />atrapándome rápidamente la cara entre las manos‐ no nos sirve. ‐Aparto la cara por<br />reflejo, pero ella ya está recogiendo sus cosas‐. Por tanto, con eso en mente, tenemos<br />otra sorpresita para ti. Venid, venid.<br />Fulvia nos hace un gesto, y Gale y yo la seguimos a ella y a Plutarch al pasillo.<br />‐ A veces las mejores intenciones pueden resultar muy insultantes ‐me susurra<br />Gale.<br />‐ Bienvenido al Capitolio ‐contesto en voz baja.<br />Sin embargo, las palabras de Fulvia no me afectan. Abrazo con fuerza el cuaderno<br />de bocetos y me permito tener esperanza. Si Cinna lo quería, debe de ser la decisión<br />acertada.<br />Subimos al ascensor, y Plutarch consulta sus notas.<br />‐ Veamos, es el compartimento tres, nueve, cero, ocho.<br />Pulsa el botón que pone «39», pero no pasa nada.<br />‐ Tendrás que meter la llave ‐comenta Fulvia.<br />Plutarch saca una llave que lleva colgada de una delgada cadena bajo la camisa y<br />la mete en una rendija que no había visto antes. Las puertas se cierran.<br />‐ Ah, ya estamos.<br />El ascensor desciende diez, veinte, treinta y tantas plantas, aunque yo creía que el<br />Distrito 13 no abarcaba tanto. Al parar, las puertas se abren a un pasillo lleno de<br />puertas rojas que casi parecen decorativas comparadas con las grises de los pisos<br />superiores. Cada una lleva un número: 3901, 3902, 3903…<br />Cuando salimos, me vuelvo y veo que unas rejas metálicas se cierran sobre las<br />puertas normales del ascensor. Al mirar de nuevo adelante, un guardia ha salido de<br />una de las habitaciones del otro extremo del pasillo. Una puerta se cierra en silencio<br />detrás de él mientras se acerca a nosotros.<br />Plutarch se acerca a saludarlo levantando una mano, y el resto lo seguimos. Aquí<br />hay algo que no encaja; es algo más que el ascensor blindado, la claustrofobia de<br />estar a tantos metros bajo tierra y el olor a antiséptico. Con sólo mirar a Gale sé que él<br />también lo nota.<br />‐ Buenos días, estábamos buscando… ‐empieza a decir Plutarch.<br />‐ Se han equivocado de planta ‐lo interrumpe el guardia.<br />‐ ¿En serio? ‐pregunta Plutarch, consultando sus notas‐. Tengo aquí apuntada la<br />tres, nueve, cero, ocho. ¿Podría hacer una llamada a…?<br />‐ Me temo que debo pedirles que se marchen ahora mismo. Las discrepancias en<br />las asignaciones se solucionan en las oficinas centrales ‐dice el guardia.<br />Está justo delante de nosotros, el compartimento 3908, a unos cuantos pasos. La<br />puerta (de hecho, todas las puertas) parecen incompletas. No tienen pomos. Se<br />abrirán al empujarlas como la que ha utilizado el guardia.<br />‐ ¿Y dónde era eso, por favor? ‐pregunta Fulvia.<br />‐ Encontrarán las oficinas centrales en el nivel siete ‐responde el guardia mientras<br />extiende los brazos para acorralarnos de vuelta al ascensor.<br />Del otro lado de la puerta 3908 me llega un sonido, un gemido muy débil, como<br />un perro asustado que intenta evitar que le peguen, aunque con un tono muy<br />humano y familiar. Miro a Gale a los ojos un segundo, pero con eso basta para dos<br />personas que funcionan como nosotros. Dejo caer el cuaderno de Cinna a los pies del<br />guardia haciendo mucho ruido. Un segundo después de que se agache a recuperarlo,<br />Gale también se agacha y se choca a posta con su cabeza.<br />‐ Oh, lo siento ‐dice, soltando una risita y agarrándose a los brazos del guardia<br />como si pretendiera recuperar el equilibrio, aunque lo que en realidad hace es<br />volverlo un poco para que no me vea.<br />Es mi oportunidad, paso corriendo junto al guardia distraído, abro la puerta que<br />pone 3908 y allí me los encuentro, medio desnudos, llenos de moratones y esposados<br />a la pared.<br />Mi equipo de preparación.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-6263014023543696872015-04-11T15:17:00.000-07:002015-04-11T15:17:21.788-07:00Capítulo 2¿Habrá alguna aeronave del Capitolio viniendo derecha hacia nosotros para<br />borrarnos del mapa? No dejo de buscar indicios de un ataque durante el viaje sobre<br />el Distrito 12, pero nadie nos persigue. Al cabo de varios minutos, cuando oigo un<br />intercambio entre Plutarch y el piloto que confirma que el espacio aéreo está vacío,<br />empiezo a relajarme un poco.<br />Gale señala con la cabeza la bolsa de caza, de la que salen aullidos.<br />‐ Ya sé por qué querías venir.<br />‐ Tenía que hacerlo, por poco probable que fuera recuperarlo ‐respondo. Suelto la<br />bolsa en un asiento, donde la odiosa criatura empieza a emitir un gruñido ronco y<br />amenazador‐. Ay, cállate ya ‐le digo a la bolsa, y me dejo caer en el asiento acolchado<br />de la ventanilla que está frente al gato.<br />Gale se sienta a mi lado.<br />‐ ¿Ha sido muy malo?<br />‐ No podría ser mucho peor ‐contesto.<br />Lo miro a los ojos y veo mi propia pena reflejada en los suyos. Nos damos la mano<br />para agarrarnos con fuerza a una parte del 12 que Snow no ha logrado destruir.<br />Guardamos silencio durante el resto del viaje al 13, que sólo dura unos cuarenta y<br />cinco minutos, una simple semana a pie. Resulta que Bonnie y Twill, las refugiadas<br />del Distrito 8 con las que me encontré en el bosque el verano pasado, no estaban tan<br />lejos de su destino. Sin embargo, parece que no lo consiguieron. Cuando pregunté<br />por ellas en el 13, nadie sabía de quién hablaba. Supongo que murieron en el bosque.<br />Desde el aire, el 13 parece tan alegre como el 12: las ruinas no echan humo, como<br />el Capitolio nos muestra en la televisión, pero apenas queda vida sobre la superficie.<br />En los setenta y cinco años transcurridos desde los Días Oscuros (cuando se suponía<br />que el 13 había quedado destruido en la guerra entre el Capitolio y los distritos), casi<br />todas las nuevas construcciones se han hecho bajo tierra. Ya había unas instalaciones<br />subterráneas bastante grandes allí, desarrolladas a lo largo de los siglos como refugio<br />clandestino de líderes gubernamentales en caso de guerra o como último recurso<br />para la humanidad si la vida se volvía imposible en la superficie. Lo más importante<br />para la gente del 13 es que se trataba del centro del programa de desarrollo de armas<br />nucleares del Capitolio. Durante los Días Oscuros, los rebeldes del 13 lograron<br />hacerse con el control del lugar, apuntaron con los misiles al Capitolio e hicieron un<br />trato: se harían los muertos a cambio de que los dejaran en paz. El Capitolio tenía<br />otro arsenal nuclear en el oeste, pero no podía atacar al 13 sin sufrir su venganza, así<br />que se vio obligado a aceptar el trato. El Capitolio demolió los restos visibles del<br />distrito y cortó todos los accesos desde el exterior. Quizá los líderes del Gobierno<br />pensaron que, sin ayuda, el 13 moriría solo. Estuvo a punto de hacerlo unas cuantas<br />veces, pero logró salir adelante gracias a un estricto racionamiento de recursos, una<br />disciplina agotadora y una vigilancia continua ante posibles ataques del exterior.<br />Ahora los ciudadanos viven bajo tierra casi todo el tiempo. Puedes salir a hacer<br />ejercicio y tomar el sol a unas horas muy concretas de tu horario. No puedes saltarte<br />tu horario. Cada mañana se supone que tienes que meter el brazo derecho en un<br />cacharro de la pared que te tatúa en la parte interior del antebrazo cuál será tu<br />programa para el día. La tinta de color morado enfermizo dicta: «7:00 ‐ Desayuno.<br />7:30 ‐ Trabajo en la cocina. 8:30 ‐ Centro educativo, aula 17». Etcétera, etcétera. La<br />tinta es indeleble hasta las «22:00 ‐ Aseo». Entonces pierde su cualidad impermeable<br />y puedes quitártela con agua. Las luces se apagan a las 22:30, lo que indica que ha<br />llegado la hora de dormir para todos los que no estén en el turno de noche.<br />Al principio, cuando estaba enferma en el hospital, podía evitar la impresión del<br />horario. Sin embargo, en cuanto me trasladé al compartimento 307 con mi madre y<br />mi hermana, se suponía que tenía que cumplir el programa. Salvo para ir a comer,<br />hago caso omiso de lo que pone en mi brazo. Me limito a volver al compartimento, a<br />vagar por el 13 o a dormirme en cualquier escondrijo: un conducto de ventilación<br />abandonado, detrás de las tuberías del agua de la lavandería… Hay un armario en el<br />Centro Educativo que me viene genial porque, al parecer, nunca necesitan reponer<br />material para las clases. Aquí son tan frugales con las cosas que desperdiciar algo es<br />casi un delito. Por suerte, los habitantes del Distrito 12 nunca hemos sido muy<br />derrochadores, pero una vez vi a Fulvia Cardew arrugar un trozo de papel en el que<br />sólo había escrito un par de palabras, y la miraron de tal forma que era como si<br />hubiera asesinado a alguien. Se le puso la cara roja como un tomate, lo que hizo que<br />las flores plateadas grabadas en sus rollizas mejillas se notaran todavía más: era la<br />imagen misma del exceso. Uno de mis escasos placeres en el 13 es observar al grupito<br />de mimados «rebeldes» del Capitolio que intentan adaptarse.<br />No sé durante cuánto tiempo podré seguir despreciando la precisión horaria<br />exigida por mis anfitriones. En estos momentos me dejan en paz porque me han<br />clasificado como mentalmente desorientada (lo dice en mi pulsera médica de<br />plástico) y todos tienen que tolerar mis incoherencias. Sé que no durará para siempre,<br />igual que tampoco puede durar su paciencia con el tema del Sinsajo.<br />Desde la pista de aterrizaje, Gale y yo bajamos unas escaleras que llevan al<br />compartimento 307. Aunque podríamos usar el ascensor, me recuerda demasiado al<br />que me llevaba a la arena. Me está costando mucho acostumbrarme a pasar tanto<br />tiempo bajo tierra. Sin embargo, después del surrealista encuentro con la rosa, es la<br />primera vez que este descenso me hace sentir más segura.<br />Vacilo ante la puerta marcada con el número 307, temiendo las preguntas de mi<br />familia.<br />‐ ¿Qué les voy a contar sobre el Distrito 12? ‐le pregunto a Gale.<br />‐ Dudo que te pidan detalles. Ellas lo vieron arder, así que estarán más<br />preocupadas por cómo lo lleves tú ‐me responde, tocándome la mejilla‐. Igual que<br />me pasa a mí.<br />Aprieto la mejilla contra su mano durante un segundo.<br />‐ Sobreviviré.<br />Después respiro hondo y abro la puerta. Mi madre y mi hermana están en casa<br />para «18:00 ‐ Reflexión», una media hora de descanso antes de la cena. Noto que<br />están preocupadas e intentan calcular mi estado emocional. Antes de que nadie<br />pregunte nada, vacío la bolsa de caza y la hora se convierte en «18:00 ‐ Adoración del<br />gato». Prim, llorando, se sienta en el suelo y mece al odioso Buttercup, que sólo<br />interrumpe su ronroneo de vez en cuando para bufarme. Me lanza una mirada<br />especialmente petulante cuando mi hermana le ata el lazo azul al cuello.<br />Mi madre abraza con fuerza la foto de boda y después la coloca, junto con el libro<br />de plantas, en la cómoda proporcionada por el Gobierno. Cuelgo la chaqueta de mi<br />padre en el respaldo de una silla y, por un momento, es como estar en casa, así que<br />supongo que el viaje al Distrito 12 no ha sido una completa pérdida de tiempo.<br />Cuando salimos hacia el comedor para «18:30 ‐ Cena», el brazalector de Gale<br />empieza a pitar. Tiene aspecto de reloj o brazalete grande, pero recibe mensajes<br />escritos; tener un brazalector es un privilegio especial que se reserva a los más<br />importantes para la causa, un estatus que Gale logró por su rescate de los ciudadanos<br />del 12.<br />‐ Nos necesitan a los dos en la sala de mando ‐dice.<br />Avanzo unos cuantos pasos por detrás de él e intento prepararme antes de<br />sumergirme en lo que seguro será otra implacable sesión sinsajística. Me rezago en la<br />puerta de la sala de mando, una habitación de alta tecnología mezcla de sala de<br />reuniones y sala de guerra, equipada con paredes que hablan, mapas electrónicos<br />que muestran los movimientos de la tropa en distintos distritos y una gigantesca<br />mesa rectangular con cuadros de control que no debo tocar. Sin embargo, nadie nota<br />mi presencia, están todos reunidos en torno a una pantalla de televisión situada en el<br />otro extremo de la sala, en la que se ven veinticuatro horas al día las retransmisiones<br />del Capitolio. Justo cuando estoy pensando en escabullirme, Plutarch, cuyo amplio<br />cuerpo tapaba el televisor, me ve y me hace gestos urgentes para que me acerque. Lo<br />hago a regañadientes, intentando imaginar por qué me iba a interesar a mí, ya que<br />siempre es lo mismo: grabaciones de batallas, propaganda, repeticiones del<br />bombardeo del Distrito 12 o un siniestro mensaje del presidente Snow. Así que me<br />resulta casi divertido ver a Caesar Flickerman, el eterno presentador de los Juegos<br />del Hambre, con su cara pintada y su traje chispeante, preparándose para hacer una<br />entrevista…, hasta que la cámara se retira y veo que su invitado es Peeta.<br />Dejo escapar un sonido, la misma combinación de grito ahogado y gruñido que se<br />produce cuando te sumerges en el agua y te falta tanto el oxígeno que duele. Aparto<br />a la gente a empujones y me pongo delante de él, con la mano sobre la pantalla.<br />Busco en sus ojos algún rastro de dolor, cualquier señal de tortura, pero no hay nada.<br />Peeta parece sano hasta el punto de resultar robusto; le brilla la piel, que no tiene<br />defecto alguno, como cuando te arreglan de pies a cabeza. Su gesto es sereno, serio.<br />No logro conciliar esta imagen con la del chico machacado y ensangrentado que<br />atormenta mis sueños.<br />Caesar se acomoda en el sillón que hay frente a Peeta y lo mira durante un buen<br />rato.<br />‐ Bueno…, Peeta…, bienvenido de nuevo.<br />‐ Imagino que no pensabas volver a entrevistarme, Caesar ‐responde Peeta,<br />sonriendo un poco.<br />‐ Confieso que no. La noche antes del Vasallaje de los Veinticinco… Bueno, ¿quién<br />iba a pensar que volveríamos a verte?<br />‐ No formaba parte de mi plan, eso te lo aseguro ‐dice Peeta, frunciendo el ceño.<br />‐ Creo que a todos nos quedó claro cuál era tu plan ‐afirma Caesar, acercándose un<br />poco a él‐: sacrificarte en la arena para que Katniss Everdeen y tu hijo pudieran vivir.<br />‐ Exacto, simple y llanamente. ‐Peeta recorre con los dedos el diseño de la tapicería<br />del brazo del sillón‐. Pero había más gente con planes.<br />«Sí, otra gente con planes», pienso. ¿Habría averiguado Peeta que los rebeldes nos<br />usaron como marionetas? ¿Que mi rescate se organizó desde el principio? ¿Y,<br />finalmente, que nuestro mentor, Haymitch Abernathy, nos traicionó a los dos en<br />favor de una causa por la que fingía no sentir interés?<br />En aquel momento de silencio noto las arrugas que se han formado entre las cejas<br />de Peeta: o lo ha averiguado o se lo han dicho. Sin embargo, el Capitolio ni lo ha<br />asesinado ni lo ha castigado. Por el momento, eso supera mis más locas esperanzas,<br />así que me alimento de su buen aspecto, de su salud física y mental, que me corre por<br />las venas como la morflina que me dan en el hospital para mitigar el dolor de las<br />últimas semanas.<br />‐ ¿Por qué no nos hablas de la última noche en la arena? ‐sugiere Caesar‐.<br />Ayúdanos a aclarar un par de cosas.<br />Peeta asiente, pero se toma su tiempo para contestar.<br />‐ Aquella última noche… Hablarte sobre esa última noche…, bueno, primero<br />tienes que imaginar cómo era estar en la arena. Era como ser un insecto atrapado bajo<br />un cuenco lleno de aire hirviendo. Y jungla por todas partes, jungla verde, viva y en<br />movimiento. Un reloj gigantesco va marcando lo que te queda de vida. Cada hora<br />significa un nuevo horror. Tienes que imaginar que en los últimos dos días han<br />muerto dieciséis personas, algunas de ellas defendiéndote. Al ritmo que van las<br />cosas, los últimos ocho estarán muertos cuando salga el sol. Salvo uno, el vencedor. Y<br />tu plan es procurar no ser tú.<br />Empiezo a sudar al recordarlo; aparto la mano de la pantalla y la dejo caer muerta<br />junto al costado. Peeta no necesita pincel para pintar imágenes de los Juegos. Sabe<br />trabajar igual de bien con las palabras.<br />‐ Una vez en la arena, el resto del mundo se vuelve muy lejano ‐sigue diciendo‐.<br />Todas las personas y cosas que amas o te importan casi dejan de existir. El cielo rosa,<br />los monstruos de la jungla y los tributos que quieren tu sangre se convierten en tu<br />realidad, en la única que importa. Por muy mal que eso te haga sentir, vas a matar a<br />otros seres humanos, porque en la arena sólo se te permite un deseo, y es un deseo<br />muy caro.<br />‐ Te cuesta la vida.<br />‐ Oh, no, te cuesta mucho más que la vida. ¿Matar a gente inocente? Te cuesta todo<br />lo que eres.<br />‐ Todo lo que eres ‐repite Caesar en voz baja.<br />La sala guarda silencio y puedo notar que ese silencio se extiende por Panem, una<br />nación entera inclinándose sobre sus televisores, porque nadie había hablado antes<br />sobre cómo es realmente la arena.<br />‐ Así que te aferras a tu deseo ‐sigue Peeta‐. Y esa última noche sí, mi deseo era<br />salvar a Katniss, pero, aun sin saber lo de los rebeldes, había algo que fallaba. Todo<br />era demasiado complicado. Me arrepentí de no haber huido con ella antes, aquel<br />mismo día, como me había sugerido. Sin embargo, ya no había forma de evitarlo.<br />‐ Estabas demasiado inmerso en el plan de Beetee para electrificar el lago de sal ‐<br />dice Caesar.<br />‐ Demasiado ocupado jugando a alianzas con los demás. ¡No tendría que haberles<br />permitido separarnos! ‐estalla Peeta‐. Ahí fue donde la perdí.<br />‐ Cuando te quedaste en el árbol del rayo, mientras Johanna Mason y ella se<br />llevaban el rollo de alambre hasta el agua ‐aclara Caesar.<br />‐ ¡No quería hacerlo! ‐exclama Peeta, sonrojándose de la emoción‐. Pero no podía<br />discutir con Beetee sin dar a entender que estábamos a punto de romper la alianza.<br />Cuando se cortó el alambre empezó la locura. Sólo recuerdo algunas cosas: haber<br />intentado encontrarla, ver cómo Brutus mataba a Chaff, matar a Brutus… Sé que ella<br />me llamó. Después el rayo cayó en el árbol y el campo de fuerza que rodeaba la<br />arena… voló por los aires.<br />‐ Lo voló Katniss, Peeta. Ya has visto las grabaciones.<br />‐ Ella no sabía lo que estaba haciendo. Ninguno entendíamos el plan de Beetee. Se<br />ve claramente que Katniss intentaba averiguar qué hacer con el alambre ‐responde<br />Peeta.<br />‐ De acuerdo, aunque parece sospechoso, como si formara parte del plan de los<br />rebeldes desde el principio.<br />Peeta se pone en pie y se inclina sobre la cara de Caesar, agarrando los brazos del<br />sillón de su entrevistador.<br />‐ ¿En serio? ¿Y formaba parte del plan que Johanna estuviera a punto de matarla?<br />¿Que la descarga eléctrica la paralizara? ¿Provocar el bombardeo? ‐añade, gritando‐.<br />¡No lo sabía, Caesar! ¡Lo único que intentábamos los dos era protegernos el uno al<br />otro!<br />Caesar le pone una mano en el pecho, en un gesto que le servía tanto de protección<br />como de ademán conciliador.<br />‐ Vale, Peeta, te creo.<br />‐ Vale ‐responde él. Se aparta de Caesar, retira las manos y se las pasa por el pelo,<br />alborotando el perfecto peinado de sus rizos rubios. Se deja caer en el sillón,<br />angustiado.<br />Caesar espera un momento y lo observa.<br />‐ ¿Y vuestro mentor, Haymitch Abernathy?<br />El gesto de Peeta se endurece.<br />‐ No sé qué sabía Haymitch.<br />‐ ¿Podría haber formado parte de la conspiración?<br />‐ Nunca lo mencionó.<br />‐ ¿Y qué te dice el corazón? ‐insiste Caesar.<br />‐ Que no tendría que haber confiado en él, eso es todo.<br />No he visto a Haymitch desde que lo ataqué en el aerodeslizador y le dejé las<br />largas marcas de mis uñas en la cara. Sé que lo ha pasado mal porque el Distrito 13<br />prohíbe terminantemente tanto la producción como el consumo de bebidas<br />alcohólicas, hasta el punto de mantener bajo llave el alcohol del hospital. Por fin<br />Haymitch se ve obligado a mantenerse sobrio, sin alijos secretos ni brebajes caseros<br />que le faciliten la transición. Lo tienen recluido hasta que se le pase, y creen que no<br />está presentable para aparecer en público. Debe de ser espantoso, pero dejé de sentir<br />compasión por él cuando me di cuenta de que nos había engañado. Espero que esté<br />viendo la emisión del Capitolio en estos momentos y sepa que Peeta también lo ha<br />abandonado.<br />Caesar le da unas palmaditas en el hombro.<br />‐ Podemos parar, si quieres.<br />‐ ¿Es que tenemos que hablar de algo más? ‐dice Peeta, irónico.<br />‐ Te iba a preguntar por tu opinión sobre la guerra, pero si estás demasiado<br />afectado…<br />‐ Oh, no lo suficiente para no contestar a esa pregunta. ‐Peeta respira hondo y mira<br />directamente a la cámara‐. Quiero que todos me veáis, estéis en el Capitolio o en el<br />lado rebelde, que os detengáis un segundo a pensar sobre lo que podría significar<br />esta guerra para los seres humanos. Casi nos extinguimos luchando entre nosotros la<br />última vez, ahora somos aún menos y estamos en condiciones más difíciles. ¿De<br />verdad es lo que queréis hacer? ¿Que nos aniquilemos por completo? ¿Con la<br />esperanza de… qué? ¿De que alguna especie decente herede los restos humeantes de<br />la tierra?<br />‐ No sé… no estoy seguro de seguirte… ‐dice Caesar.<br />‐ No podemos luchar entre nosotros, Caesar ‐explica Peeta‐. No quedará suficiente<br />gente viva para seguir adelante. Si no deponemos todos las armas (y tendría que ser<br />ahora mismo), todo acabará.<br />‐ Entonces, ¿estás pidiendo un alto el fuego? ‐pregunta Caesar.<br />‐ Sí, estoy pidiendo un alto el fuego ‐replica Peeta, cansado‐. Y ahora, ¿podemos<br />pedir ya a los guardias que me lleven a mi alojamiento para que pueda construir<br />otros cien castillos de naipes?<br />Caesar se vuelve hacia la cámara.<br />‐ De acuerdo, creo que hemos acabado. Volvemos a nuestra programación<br />habitual.<br />La música pone fin a la emisión y aparece una mujer leyendo una lista de los<br />productos que escasearán en el Capitolio: fruta fresca, pilas solares, jabón… La<br />observo con una atención desacostumbrada porque sé que todos están esperando mi<br />reacción a la entrevista. Sin embargo, me es imposible procesarlo todo tan deprisa: la<br />alegría de ver sano y salvo a Peeta, su defensa de mi inocencia en el plan rebelde y su<br />innegable complicidad con el Capitolio al pedir un alto el fuego. Oh, hizo que<br />pareciera que condenaba a ambos bandos del conflicto, pero, llegados a este punto,<br />teniendo en cuenta que los rebeldes sólo han conseguido victorias menores, un alto el<br />fuego supondría una vuelta al estado anterior. O algo peor.<br />Detrás de mí oigo que surgen las acusaciones contra Peeta. Las palabras «traidor»,<br />«mentiroso» y «enemigo» rebotan en las paredes. Como no puedo sumarme a la ira<br />de los rebeldes ni rebatirla, decido que lo mejor es largarme. Justo cuando llego a la<br />puerta, la voz de Coin se eleva por encima de las demás.<br />‐ No se te ha dado permiso para salir, soldado Everdeen.<br />Uno de los hombres de Coin me pone una mano en el brazo; aunque no es un<br />gesto agresivo, después de la arena reacciono a la defensiva ante cualquier contacto<br />desconocido, así que aparto el brazo de golpe y salgo corriendo por los pasillos.<br />Detrás de mí oigo una refriega, pero no me paro. Hago un rápido repaso mental de<br />mis pequeños escondrijos y acabo en el armario de material escolar, hecha un ovillo<br />contra una caja llena de tizas.<br />‐ Estás vivo ‐susurro, llevándome la mano a las mejillas, notando una sonrisa tan<br />amplia que debe de parecer una mueca. Peeta está vivo. Y es un traidor. Sin embargo,<br />ahora mismo no me importa lo que sea, ni lo que diga, ni para quién lo diga; sólo que<br />sigue siendo capaz de hablar.<br />Al cabo de un rato se abre la puerta y alguien entra. Gale se sienta a mi lado; le<br />sangra la nariz.<br />‐ ¿Qué ha pasado? ‐le pregunto.<br />‐ Me interpuse en el camino de Boggs ‐responde él, encogiéndose de hombros. Le<br />limpio la nariz con la manga‐. ¡Cuidado!<br />Intento ser más delicada, dar golpecitos en vez de restregar.<br />‐ ¿Cuál de ellos es?<br />‐ Bueno, ya lo sabes, el lacayo favorito de Coin, el que intentó pararte. ‐Me quita la<br />mano‐. ¡Déjalo! Vas a conseguir que me desangre.<br />El goteo se ha convertido en todo un chorro, así que me rindo.<br />‐ ¿Te has peleado con Boggs?<br />‐ No, sólo le he bloqueado la puerta cuando intentó seguirte. Su codo me acertó en<br />la nariz ‐responde Gale.<br />‐ Seguramente te castigarán.<br />‐ Ya lo han hecho ‐responde, enseñándome la muñeca, y yo me quedo mirándola<br />sin entenderlo‐. Coin me ha quitado el brazalector.<br />Me muerdo el labio para intentar mantenerme seria, pero me resulta tan ridículo…<br />‐ Lo siento, soldado Gale Hawthorne.<br />‐ No lo sientas, soldado Katniss Everdeen ‐responde, sonriendo‐. La verdad es que<br />me sentía muy estúpido yendo a todas partes con ese cacharro. ‐Los dos empezamos<br />a reírnos‐. Creo que ha sido una degradación en toda regla.<br />Es una de las pocas cosas buenas del 13: haber recuperado a Gale. Como ya no<br />estamos bajo la presión del matrimonio concertado del Capitolio entre Peeta y yo,<br />hemos vuelto a nuestra antigua amistad. Él no lo fuerza, no intenta besarme ni hablar<br />de amor. O yo he estado demasiado enferma o él está dispuesto a darme espacio, o<br />simplemente sabe que sería demasiado cruel, teniendo en cuenta que Peeta está en<br />manos del Capitolio. Sea cual sea la razón, vuelvo a tener a alguien a quien contar<br />mis secretos.<br />‐ ¿Quiénes son estas personas?<br />‐ Somos nosotros si hubiéramos contado con armas nucleares en vez de con unos<br />cuantos trozos de carbón ‐me responde.<br />‐ Quiero pensar que el 12 no habría abandonado al resto de los rebeldes en los<br />Días Oscuros.<br />‐ Puede que lo hubiéramos hecho de haber sido cuestión de rendirse o iniciar una<br />guerra nuclear. En cierto modo, es asombroso que sobrevivieran.<br />Quizá sea porque sigo teniendo las cenizas de mi distrito en los zapatos, pero, por<br />primera vez, estoy dispuesta a ver en los del 13 algo que no les había visto hasta<br />ahora: mérito. Por seguir vivos contra todo pronóstico. Sus primeros años tuvieron<br />que ser terribles, acurrucados en las cámaras subterráneas después de que los<br />bombardeos redujeran su ciudad a polvo. La población diezmada, sin posibilidad de<br />pedir ayuda a algún aliado. A lo largo de los últimos setenta y cinco años han<br />aprendido a ser autosuficientes, han convertido a sus ciudadanos en un ejército y han<br />construido una nueva sociedad sin ayuda de nadie. Serían aún más poderosos si esa<br />epidemia de varicela no hubiera reducido su índice de natalidad y no estuvieran tan<br />desesperados por aumentar su reserva genética y sus criaderos. Quizá sean<br />militaristas, demasiado organizados y algo faltos de sentido del humor, pero aquí<br />siguen, y están dispuestos a derrocar al Capitolio.<br />‐ De todos modos, han tardado mucho en aparecer ‐digo.<br />‐ No fue fácil, tenían que organizar una base rebelde en el Capitolio y montar una<br />red clandestina en los distritos. Después necesitaban a alguien que lo pusiera todo en<br />marcha. Te necesitaban a ti.<br />‐ Necesitaban a Peeta también, aunque parece que se les ha olvidado.<br />‐ Peeta puede haber causado mucho daño hoy ‐responde Gale con el rostro<br />ensombrecido‐. La mayoría de los rebeldes no harán caso de lo que ha dicho, claro,<br />pero hay distritos en los que la resistencia es más inestable. No cabe duda de que el<br />alto el fuego ha sido idea del presidente Snow. El problema es que, en boca de Peeta,<br />suena muy razonable.<br />Temo la respuesta de Gale, pero lo pregunto de todos modos:<br />‐ ¿Por qué crees que lo ha dicho?<br />‐ Puede que lo hayan torturado o persuadido. Yo creo que ha hecho algún trato<br />para protegerte. Habrá aceptado la idea del alto el fuego a cambio de que Snow lo<br />dejara presentarte como una chica embarazada y aturdida que no tenía ni idea de lo<br />que pasaba cuando los rebeldes la tomaron prisionera. Así, si los distritos pierden,<br />todavía tendrías una oportunidad. Si sabes aprovecharla. ‐Debo de tener cara de<br />perplejidad, porque Gale dice la siguiente frase muy despacio‐: Katniss…, todavía<br />intenta mantenerte con vida.<br />¿Mantenerme con vida? Entonces lo entiendo: los Juegos no han terminado.<br />Salimos de la arena, pero como no nos mataron, su último deseo de proteger mi vida<br />sigue en pie. Su idea es que yo no destaque, que permanezca a salvo y encerrada<br />mientras transcurre la guerra. Así ninguno de los dos bandos tendrá motivos para<br />matarme. ¿Y Peeta? Si ganan los rebeldes, será desastroso para él; y si gana el<br />Capitolio, ¿quién sabe? Quizá nos permitan vivir a los dos (si juega bien sus cartas)<br />para que veamos cómo continúan los Juegos…<br />Me pasan varias imágenes por la cabeza: la lanza perforando el cuerpo de Rue en<br />la arena, Gale colgado del poste de los latigazos, el páramo cubierto de cadáveres que<br />antes era mi hogar. ¿Y para qué? ¿Para qué? Se me calienta la sangre y recuerdo otras<br />cosas: la primera vez que intuyo un levantamiento, en el Distrito 8; los vencedores de<br />la mano la noche antes del Vasallaje de los Veinticinco; y que no fue un accidente que<br />disparara la flecha al campo de fuerza de la arena. Estaba deseando clavarla en lo<br />más profundo del corazón de mi enemigo.<br />Me levanto de golpe y tiro una caja de cien lápices, que se desperdigan por el<br />suelo.<br />‐ ¿Qué pasa? ‐me pregunta Gale.<br />‐ No puede haber un alto el fuego ‐respondo antes de agacharme para meter los<br />palitos de grafito gris oscuro en su caja‐. No podemos retroceder.<br />‐ Lo sé ‐responde Gale mientras agarra un puñado de lápices y los alinea<br />perfectamente dándoles golpecitos en el suelo.<br />‐ Sea cual sea la razón por la que lo ha dicho, Peeta se equivoca.<br />Los estúpidos palitos no se meten en la caja, y mi frustración me hace romper unos<br />cuantos.<br />‐ Lo sé. Dámelos, vas a hacerlos pedazos.<br />Gale me quita la caja y la vuelve a llenar con movimientos rápidos y precisos.<br />‐ No sabe lo que han hecho con el 12. Si hubiera visto lo que había en el suelo… ‐<br />empiezo.<br />‐ Katniss, no te lo estoy discutiendo. Si pudiera pulsar un botón y matar a todas y<br />cada una de las personas que trabajan para el Capitolio, lo haría sin dudar ‐afirma;<br />después mete el último lápiz en la caja y la cierra‐. La cuestión es: ¿qué vas a hacer<br />tú?<br />Resulta que la pregunta a la que había estado dando tantas vueltas sólo tenía una<br />respuesta posible, aunque para reconocerlo me ha hecho falta ver la estratagema que<br />Peeta había montado por mí.<br />«¿Qué voy a hacer?»<br />Respiro hondo. Subo un poco los brazos (como si recordara las alas negras y<br />blancas que me dio Cinna) y los dejo caer a los lados.<br />‐ Voy a ser el Sinsajo.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-71684720101382245492015-04-11T15:14:00.001-07:002015-04-11T15:14:27.902-07:00Capítulo 1Me miro los zapatos, veo cómo una fina capa de cenizas se deposita sobre el cuero<br />gastado. Aquí es donde estaba la cama que compartía con mi hermana Prim. Allí<br />estaba la mesa de la cocina. Los ladrillos de la chimenea, que se derrumbaron<br />formando una pila achicharrada, sirven de punto de referencia para moverme por la<br />casa. ¿Cómo si no iba a orientarme en este mar de color gris?<br />No queda casi nada del Distrito 12. Hace un mes, las bombas del Capitolio<br />arrasaron las casas de los humildes mineros del carbón de la Veta, las tiendas de la<br />ciudad e incluso el Edificio de Justicia. La única zona que se libró de la incineración<br />fue la Aldea de los Vencedores, aunque no sé bien por qué. Quizá para que los<br />visitantes del Capitolio que tuvieran que pasar por aquí sin más remedio contaran<br />con un sitio agradable en el que alojarse: algún que otro periodista; un comité que<br />evaluara las condiciones de las minas; una patrulla de agentes de la paz encargada de<br />atrapar a los refugiados que volvieran a casa…<br />Pero yo soy la única que ha vuelto, y sólo para una breve visita. Las autoridades<br />del Distrito 13 estaban en contra de que lo hiciera, lo veían como una empresa<br />costosa y sin sentido, teniendo en cuenta que en estos momentos hay unos doce<br />aerodeslizadores sobre mí, protegiéndome, y ninguna información valiosa que<br />obtener. Sin embargo, tenía que verlo, tanto que lo convertí en una condición<br />indispensable para aceptar colaborar con ellos.<br />Finalmente, Plutarch Heavensbee, el Vigilante Jefe que había organizado a los<br />rebeldes en el Capitolio, alzó los brazos al cielo y dijo: «Dejadla ir. Mejor perder un<br />día que perder otro mes. Quizá un recorrido por el 12 es lo que necesita para<br />convencerse de que estamos en el mismo bando».<br />El mismo bando. Noto un pinchazo en la sien izquierda y me la aprieto con la<br />mano; es justo donde Johanna Mason me dio con el rollo de alambre. Los recuerdos<br />giran como un torbellino mientras intento dilucidar qué es cierto y qué no. ¿Cuál ha<br />sido la sucesión de acontecimientos que me ha llevado hasta las ruinas de mi ciudad?<br />Es difícil porque todavía no me he recuperado de los efectos de la conmoción<br />cerebral y mis pensamientos tienden a liarse. Además, los medicamentos que me dan<br />para controlar el dolor y el estado de ánimo a veces me hacen ver cosas. Supongo.<br />Aún no estoy del todo convencida de que alucinara la noche que vi el suelo de la<br />habitación del hospital convertido en una alfombra de serpientes en movimiento.<br />Utilizo una técnica que me sugirió uno de los médicos: empiezo con las cosas más<br />simples de las que estoy segura y voy avanzando hacia las más complicadas. La lista<br />empieza a darme vueltas en la cabeza:<br />«Me llamo Katniss Everdeen. Tengo diecisiete años. Mi casa está en el Distrito 12.<br />Estuve en los Juegos del Hambre. Escapé. El Capitolio me odia. A Peeta lo<br />capturaron. Lo creen muerto. Seguramente estará muerto. Probablemente sea mejor<br />que esté muerto…»<br />‐ Katniss. ¿Quieres que baje? ‐me dice mi mejor amigo, Gale, a través del<br />intercomunicador que los rebeldes me han obligado a llevar. Está arriba, en uno de<br />los aerodeslizadores, observándome atentamente, listo para bajar en picado si algo va<br />mal.<br />Me doy cuenta de que estoy agachada con los codos sobre los muslos y la cabeza<br />entre las manos. Debo de parecer al borde de un ataque de nervios. Eso no me vale,<br />no cuando por fin empiezan a quitarme la medicación.<br />Me pongo de pie y rechazo su oferta.<br />‐ No, estoy bien.<br />Para dar más énfasis a la afirmación, empiezo a alejarme de mi antigua casa y me<br />dirijo a la ciudad. Gale pidió que lo soltaran en el 12 conmigo, pero no insistió<br />cuando me negué. Comprende que hoy no quiero a nadie a mi lado, ni siquiera a él.<br />Algunos paseos hay que darlos solos.<br />El verano ha sido abrasador y más seco que la suela de un zapato. Apenas ha<br />llovido, así que los montones de ceniza dejados por el ataque siguen prácticamente<br />intactos. Mis pisadas los mueven de un lado a otro; no hay brisa que los desperdigue.<br />Mantengo la mirada fija en lo que recuerdo como la carretera, ya que cuando aterricé<br />en la Pradera no tuve cuidado y me di contra una roca. Sin embargo, no era una roca,<br />sino una calavera. Rodó y rodó hasta quedar boca arriba, y durante un buen rato no<br />pude evitar mirarle los dientes preguntándome de quién serían, pensando en que los<br />míos seguramente tendrían el mismo aspecto en circunstancias similares.<br />Sigo la carretera por costumbre, pero resulta ser una mala elección porque está<br />cubierta de los restos de los que intentaron huir. Algunos están incinerados por<br />completo, aunque otros, quizá vencidos por el humo, escaparon de lo peor de las<br />llamas y yacen en distintas fases de apestosa descomposición, carroña para animales,<br />llenos de moscas. «Yo te maté ‐pienso al pasar junto a una pila‐. Y a ti. Y a ti.»<br />Porque lo hice, fue mi flecha, lanzada al punto débil del campo de fuerza que<br />rodeaba la arena, lo que provocó esta tormenta de venganza, lo que hizo estallar el<br />caos en Panem.<br />Oigo en mi cabeza lo que me dijo el presidente Snow la mañana que<br />empezábamos la Gira de la Victoria: «Katniss Everdeen, la chica en llamas, ha<br />encendido una chispa que, si no se apaga, podría crecer hasta convertirse en el<br />incendio que destruya Panem». Resulta que no exageraba ni intentaba asustarme.<br />Quizá intentara pedirme ayuda de verdad, pero yo ya había puesto en marcha algo<br />que no podía controlar.<br />«Arde, sigue ardiendo», pienso, entumecida. A lo lejos, los incendios de las minas<br />de carbón escupen humo negro, aunque no queda nadie a quien le importe. Más del<br />noventa por ciento de la población ha muerto. Los ochocientos restantes son<br />refugiados en el Distrito 13, lo que, por lo que a mí respecta, es como decir que<br />hemos perdido nuestro hogar para siempre.<br />Sé que no debería pensarlo, sé que debería sentirme agradecida por la forma en<br />que nos han recibido: enfermos, heridos, hambrientos y con las manos vacías. Aun<br />así, no consigo olvidarme de que el Distrito 13 fue esencial para la destrucción del 12.<br />Eso no me absuelve, hay culpa para dar y tomar, pero sin ellos no habría formado<br />parte de una trama mayor para derrocar al Capitolio ni habría contado con los<br />medios para lograrlo.<br />Los ciudadanos del Distrito 12 no poseían un movimiento de resistencia<br />organizada propio, no tenían nada que ver con esto. Les tocó la mala suerte de ser<br />mis conciudadanos. Es cierto que algunos supervivientes creen que es buena suerte<br />librarse del Distrito 12 por fin, escapar del hambre y la opresión, de las peligrosas<br />minas y del látigo de nuestro último jefe de los agentes de la paz, Romulus Thread.<br />Para ellos es asombroso tener un nuevo hogar ya que, hasta hace poco, ni siquiera<br />sabíamos que el Distrito 13 existía.<br />En cuanto a la huida de los supervivientes, todo el mérito es de Gale, aunque él se<br />resista a aceptarlo. En cuanto terminó el Vasallaje de los Veinticinco (en cuanto me<br />sacaron de la arena), cortaron la electricidad y la señal de televisión del Distrito 12, y<br />la Veta se quedó tan silenciosa que los habitantes escuchaban los latidos del corazón<br />del vecino. Nadie protestó ni celebró lo sucedido en el campo de batalla, pero, en<br />cuestión de quince minutos, el cielo estaba lleno de aerodeslizadores que empezaron<br />a soltar bombas.<br />Fue Gale el que pensó en la Pradera, uno de los pocos lugares sin viejas casas de<br />madera llenas de polvo de carbón. Llevó a los que pudo hacia allí, incluidas Prim y<br />mi madre. Formó el equipo que derribó la alambrada (que no era más que una<br />inofensiva barrera metálica sin electricidad) y condujo a la gente al bosque. Los guió<br />hasta el único lugar que se le ocurrió, el lago que mi padre me enseñó de pequeña, y<br />desde allí contemplaron cómo las llamas lejanas se comían todo lo que conocían en<br />este mundo.<br />Al alba, los bomberos se habían ido, los incendios morían y los últimos rezagados<br />se agrupaban. Prim y mi madre habían montado una zona médica para los heridos e<br />intentaban tratarlos con lo que encontraban por el bosque. Gale tenía dos juegos de<br />arco y flechas, un cuchillo de cazar, una red de pescar y más de ochocientas personas<br />aterradas que alimentar. Con la ayuda de los más sanos, se apañaron durante tres<br />días. Entonces los sorprendió la llegada del aerodeslizador que los evacuó al Distrito<br />13, donde había alojamientos limpios y blancos de sobra para todos, mucha ropa y<br />tres comidas al día. Los alojamientos tenían la desventaja de estar bajo tierra, la ropa<br />era idéntica y la comida relativamente insípida, pero para los refugiados del 12 eran<br />detalles menores. Estaban a salvo; cuidaban de ellos; seguían vivos y los recibían con<br />los brazos abiertos.<br />Aquel entusiasmo se interpretó como amabilidad, pero un hombre llamado<br />Dalton, un refugiado del Distrito 10 que había logrado llegar al 13 a pie hacía algunos<br />años, me contó el verdadero motivo: «Te necesitan. Me necesitan. Nos necesitan a<br />todos. Hace un tiempo sufrieron una especie de epidemia de varicela que mató a<br />bastantes y dejó estériles a muchos más. Ganado para cría, así es como nos ven». En<br />el 10 trabajaba en uno de los ranchos de ganado conservando la diversidad genética<br />de las reses con la implantación de embriones de vaca congelados. Seguramente tiene<br />razón sobre el 13, porque no se ven muchos niños por allí, pero ¿y qué? No nos<br />encierran en corrales, nos forman para trabajar y los niños van a la escuela. Los que<br />tienen más de catorce años han recibido rangos militares y se dirigen a ellos<br />respetuosamente, llamándolos «soldados». Todos los refugiados han recibido<br />automáticamente la ciudadanía.<br />Sin embargo, los odio. Aunque, claro, ahora odio a casi todo el mundo. Sobre todo<br />a mí.<br />La superficie que piso se vuelve más dura y, bajo la capa de cenizas, noto los<br />adoquines de la plaza. Alrededor del perímetro hay un borde de basura donde antes<br />estaban las tiendas. Una pila de escombros ennegrecidos ocupa el lugar del Edificio<br />de Justicia. Me acerco al sitio donde creo que estaba la panadería de la familia de<br />Peeta; no queda mucho, salvo el bulto fundido del horno. Los padres de Peeta, sus<br />dos hermanos mayores…, ninguno llegó al 13. Menos de una docena de los que antes<br />eran los más pudientes del Distrito 12 escaparon del incendio. En realidad, a Peeta no<br />le queda nada aquí. Salvo yo…<br />Retrocedo para alejarme de la panadería, tropiezo con algo, pierdo el equilibrio y<br />me encuentro sentada en un pedazo de metal calentado por el sol. Me pregunto qué<br />sería antes, hasta que recuerdo una de las recientes renovaciones de Thread en la<br />plaza: cepos, postes para latigazos y esto, los restos de la horca. Malo. Esto es malo.<br />Me trae las imágenes que me atormentan, tanto despierta como dormida: Peeta<br />torturado por el Capitolio (ahogado, quemado, lacerado, electrocutado, mutilado,<br />golpeado) para sacarle una información sobre los rebeldes que él desconoce. Aprieto<br />los ojos con fuerza e intento llegar a él a través de cientos de kilómetros de distancia,<br />enviarle mis pensamientos, hacerle saber que no está solo. Pero lo está, y yo no<br />puedo ayudarlo.<br />Salgo corriendo. Me alejo de la plaza y voy al único lugar que no ha destruido el<br />fuego. Paso junto a las ruinas de la casa del alcalde, donde vivía mi amiga Madge.<br />No sé nada de ella ni de su familia. ¿Los evacuaron al Capitolio por el cargo de su<br />padre o los abandonaron a las llamas? Las cenizas se levantan a mi alrededor, así que<br />me subo el borde de la camiseta para taparme la boca. No me ahoga pensar en lo que<br />estoy respirando, sino pensar en a quien estoy respirando.<br />La hierba está achicharrada y la nieve gris también cayó aquí, pero las doce bellas<br />casas de la Aldea de los Vencedores están intactas. Entro rápidamente en la casa en la<br />que viví el año pasado, cierro la puerta de golpe y me apoyo en ella. Parece que no ha<br />cambiado nada. Está limpia y el silencio resulta escalofriante. ¿Por qué he vuelto al<br />12? ¿De verdad me va a ayudar esta visita a responder a la pregunta de la que no<br />puedo huir?<br />«¿Qué voy a hacer?», susurro a las paredes, porque yo no tengo ni idea.<br />Todos me hablan, hablan, hablan sin parar. Plutarch Heavensbee, su calculadora<br />ayudante Fulvia Cardew, un batiburrillo de líderes de los distritos, dirigentes<br />militares…, pero no Alma Coin, la presidenta del 13, que se limita a mirar. Tiene<br />unos cincuenta años y un pelo gris que le cae sobre los hombros como una sábana. Su<br />pelo me fascina por ser tan uniforme, por no tener ni un defecto, ni un mechón<br />suelto, ni siquiera una punta rota. Tiene los ojos grises, aunque no como los de la<br />gente de la Veta; son muy pálidos, como si les hubieran chupado casi todo el color.<br />Son del color de la nieve sucia que estás deseando que se derrita del todo.<br />Lo que quieren es que asuma por completo el papel que me han diseñado: el<br />símbolo de la revolución, el Sinsajo. No basta con todo lo que he hecho en el pasado,<br />con desafiar al Capitolio en los Juegos y despertar a la gente. Ahora tengo que<br />convertirme en el líder real, en la cara, en la voz, en la personificación de la revuelta.<br />La persona con la que los distritos (la mayoría en guerra abierta contra el Capitolio)<br />pueden contar para incendiar el camino hacia la victoria. No tendré que hacerlo sola,<br />tienen a un equipo completo de personas para arreglarme, vestirme, escribir mis<br />discursos y orquestar mis apariciones (como si todo eso no me sonara horriblemente<br />familiar), y yo sólo tengo que representar mi papel. A veces los escucho y a veces me<br />limito a contemplar la línea perfecta del pelo de Coin y a intentar averiguar si es una<br />peluca. Al final salgo de la habitación porque la cabeza me duele, porque ha llegado<br />la hora de comer o porque, si no salgo al exterior, podría ponerme a gritar. No me<br />molesto en decir nada, simplemente me levanto y me voy.<br />Ayer por la tarde, cuando cerraba la puerta para irme, oí a Coin decir: «Os dije que<br />tendríamos que haber rescatado primero al chico». Se refería a Peeta, y no podría<br />estar más de acuerdo con ella. Él si que habría sido un portavoz excelente.<br />Y, en vez de eso, ¿a quién pescaron en la arena? A mí, que no quiero cooperar. Y a<br />Beetee, el inventor del 3, a quien apenas veo porque lo llevaron al departamento de<br />desarrollo armamentístico en cuanto pudo sentarse. Literalmente, empujaron su<br />cama con ruedas hasta una zona de alto secreto y ahora sólo sale de vez en cuando<br />para comer. Es muy listo y está muy dispuesto a colaborar con la causa, pero no tiene<br />mucha madera de instigador. Luego está Finnick Odair, el sex symbol del distrito<br />pescador que mantuvo vivo a Peeta en la arena cuando yo no podía. A él también<br />quieren transformarlo en un líder rebelde, aunque primero tendrán que conseguir<br />que permanezca despierto durante más de cinco minutos. Incluso cuando está<br />consciente, tienes que decirle las cosas tres veces para que le lleguen al cerebro. Los<br />médicos dicen que es por la descarga eléctrica recibida en la batalla, pero yo sé que es<br />bastante más complicado. Sé que Finnick no puede centrarse en nada de lo que<br />sucede en el 13 porque intenta con todas sus fuerzas ver lo que sucede en el Capitolio<br />con Annie, la chica loca de su distrito, la única persona a la que ama en este mundo.<br />A pesar de tener serias reservas, tuve que perdonar a Finnick por su parte en la<br />conspiración que me trajo hasta aquí. Al menos él entiende un poco por lo que estoy<br />pasando. Además, hace falta mucha energía para permanecer enfadada con alguien<br />que llora tanto.<br />Me muevo por la planta baja con pasos de cazadora, reacia a hacer ruido. Recojo<br />algunos recuerdos: una foto de mis padres en su boda, un lazo azul para Prim, y el<br />libro familiar de plantas medicinales y comestibles. El libro se abre por una página<br />con flores amarillas y lo cierro rápidamente, ya que las pintó el pincel de Peeta.<br />«¿Qué voy a hacer?»<br />¿Tiene sentido hacer algo? Mi madre, mi hermana y la familia de Gale están por<br />fin a salvo. En cuanto al resto del 12, o están muertos, lo que es irreversible, o<br />protegidos en el 13. Eso deja a los rebeldes de los distritos. Obviamente, odio al<br />Capitolio, pero no creo que convertirme en el Sinsajo beneficie a los que intentan<br />derribarlo. ¿Cómo voy a ayudar a los distritos si cada vez que me muevo consigo que<br />alguien sufra o muera? El hombre al que dispararon en el Distrito 11 por silbar; las<br />repercusiones en el 12 cuando intervine para que no azotaran a Gale; mi estilista,<br />Cinna, al que sacaron a rastras, ensangrentado e inconsciente, de la sala de<br />lanzamiento antes de los Juegos. Las fuentes de Plutarch creen que lo mataron<br />durante el interrogatorio. El inteligente, enigmático y encantador Cinna está muerto<br />por mi culpa. Aparto la idea porque es demasiado dolorosa para detenerse en ella sin<br />perder mi ya de por sí frágil control de la situación.<br />«¿Qué voy a hacer?»<br />Convertirme en el Sinsajo… ¿Supondría más cosas buenas que malas? ¿En quién<br />puedo confiar para que me ayude a responder a esa pregunta? Sin duda, no en la<br />gente del 13. Lo juro, ahora que mi familia y la de Gale están a salvo, no me<br />importaría huir. Sin embargo, me queda un trabajo inacabado: Peeta. Si supiera con<br />certeza que está muerto, desaparecería en el bosque sin mirar atrás. Sin embargo,<br />hasta que lo haga, estoy bloqueada.<br />Me vuelvo al oír un bufido. En la entrada de la cocina, con el lomo arqueado y las<br />orejas aplastadas, se encuentra el gato más feo del mundo.<br />‐ Buttercup.<br />Miles de personas muertas, pero él ha sobrevivido e incluso parece bien<br />alimentado. ¿De qué? Puede entrar y salir de la casa por una ventana que siempre<br />dejamos entornada en la despensa. Habrá estado comiendo ratones de campo; me<br />niego a considerar la alternativa.<br />Me agacho y le ofrezco una mano.<br />‐ Ven aquí, chico.<br />No es probable, está furioso por su abandono. Además, no le ofrezco comida, y mi<br />habilidad para proporcionarle sobras siempre ha sido lo único que me daba puntos<br />ante él. Durante un tiempo, cuando los dos nos encontrábamos en la vieja casa<br />porque a ninguno nos gustaba la nueva, creí que nos habíamos unido un poquito.<br />Está claro que se acabó el vínculo. Se limita a parpadear, cerrando sus desagradables<br />ojos amarillos.<br />‐ ¿Quieres ver a Prim? ‐le pregunto.<br />El sonido le llama la atención, ya que es la única palabra que significa algo para él<br />aparte de su propio nombre. Deja escapar un maullido oxidado y se acerca, así que lo<br />recojo del suelo, lo acaricio, me acerco al armario, saco la bolsa de caza y lo meto<br />dentro sin más ni más. No tengo otra forma de transportarlo en el aerodeslizador, y<br />mi hermana le tiene muchísimo aprecio al bicho. Por desgracia, su cabra, Lady, un<br />animal que sí que valía algo, no ha aparecido.<br />Oigo en el intercomunicador a Gale diciéndome que tenemos que volver, pero la<br />bolsa de caza me ha recordado otra cosa que quería recuperar. La cuelgo en el<br />respaldo de una silla y subo corriendo las escaleras en dirección a mi dormitorio.<br />Dentro del armario está la chaqueta de cazador de mi padre. Antes del Vasallaje la<br />traje aquí desde la casa vieja pensando que su presencia consolaría a mi madre y a mi<br />hermana cuando muriese. Si no la hubiera traído, habría acabado convertida en<br />cenizas.<br />El suave cuero me reconforta y, durante un instante, me calman los recuerdos de<br />las horas pasadas bajo ella. Entonces, sin razón aparente, empiezan a sudarme las<br />manos y una extraña sensación me sube por la nuca. Me vuelvo para observar el<br />cuarto, pero está vacío; todo está en su sitio, no se oye nada alarmante. ¿Qué es,<br />entonces?<br />Me pica la nariz. Es el olor: empalagoso y artificial. Una mancha blanca asoma del<br />jarrón lleno de flores secas que hay sobre mi cómoda. Me acerco con precaución y<br />allí, apenas visible entre sus protegidas primas, hay una rosa blanca recién cortada.<br />Perfecta hasta la última espina y el último pétalo de seda.<br />Y sé al instante quién me la ha enviado.<br />El presidente Snow.<br />Cuando empiezo a sentir arcadas por el hedor, retrocedo y me largo. ¿Cuánto<br />tiempo lleva aquí? ¿Un día? ¿Una hora? Los rebeldes revisaron la Aldea de los<br />Vencedores antes de que me permitieran venir; buscaban explosivos, micrófonos o<br />cualquier cosa extraña, pero quizá la rosa no les pareció digna de mención. A mí sí.<br />Bajo las escaleras y cojo la bolsa de la silla dejando que rebote en el suelo, hasta<br />que recuerdo que está ocupada. Una vez en la entrada hago señales como loca al<br />aerodeslizador, mientras Buttercup se retuerce en su encierro. Le doy un codazo,<br />cosa que no sirve más que para enfurecerlo. El vehículo se materializa sobre mí y<br />deja caer una escalera. Me subo a ella y la corriente me paraliza hasta que llego a<br />bordo.<br />Gale me ayuda a bajar de la escalera.<br />‐ ¿Estás bien?<br />‐ Sí ‐respondo, y me limpio el sudor de la cara con la manga.<br />Quiero gritar que Snow me ha dejado una rosa, pero no estoy segura de que sea<br />buena idea compartir la información con alguien como Plutarch delante. En primer<br />lugar, porque me haría sonar como una loca, como si me lo hubiera imaginado, lo<br />cual es posible, o como si reaccionara exageradamente, lo que me supondría un<br />billete de vuelta a la tierra farmacéutica de los sueños de la que estoy intentando<br />salir. Nadie lo entenderá del todo, no entenderán que no es sólo una flor, ni siquiera<br />una flor del presidente Snow, sino una promesa de venganza; no había nadie en el<br />estudio con nosotros cuando me amenazó antes de la Gira de la Victoria.<br />Esa rosa blanca como la nieve colocada en mi cómoda es un mensaje personal para<br />mí. Significa que tenemos un asunto inacabado. Susurra: «Puedo encontrarte, puedo<br />llegar hasta ti, quizá te esté observando en estos precisos instantes».Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-77305915327827402792015-04-09T21:13:00.004-07:002015-04-09T21:25:50.764-07:00Domingo, 27 de septiembre de 1942Querida Kitty:<br />
Hoy he tenido lo que se dice una «discusión» con mamá, pero lamentablemente siempre<br />
se me saltan en seguida las lágrimas, no lo puedo evitar. Papá siempre es bueno conmigo,<br />
y también mucho más comprensivo. En momentos así, a mamá no la soporto, y es que se<br />
le nota que soy una extraña para ella, ni siquiera sabe lo que pienso de las cosas más<br />
cotidianas.<br />
Estábamos hablando de criadas, de que habría que llamarlas «asistentas domésticas», y de<br />
que después de la guerra seguro que será obligatorio llamarlas así. Yo no estaba tan<br />
segura de ello, y entonces me dijo que yo muchas veces hablaba de lo que pasará «más<br />
adelante», y que pretendía ser una gran dama, pero eso no es cierto; ¿acaso yo no puedo<br />
construirme mis propios castillitos en el aire? Con eso no hago mal a nadie, no hace falta<br />
que se lo tomen tan en serio. Papá al menos me defiende; si no fuera por él, seguro que<br />
no aguantaría seguir aquí, o casi.<br />
Con Margot tampoco me llevo bien. Aunque en nuestra familia nunca hay<br />
enfrentamientos como el que te acabo de describir, para mí no siempre es agradable ni<br />
mucho menos formar parte de ella. La manera de ser de Margot y de mamá me es muy<br />
extraña. Comprendo mejor a mis amigas que a mi propia madre. Una lástima, ¿verdad?<br />
La señora Van Daan está de mala uva por enésima vez. Está muy malhumorada y va<br />
escondiendo cada vez más pertenencias personales. Lástima que mamá, a cada ocultación<br />
vandaaniana, no responda con una ocultación frankiana.<br />
Hay algunas personas a las que parece que les diera un placer especial educar no sólo a<br />
sus propios hijos, sino también participar en la educación de los hijos de sus amigos. Tal<br />
es el caso de Van Daan. A Margot no hace falta educarla, porque es la bondad, la dulzura<br />
y la sapiencia personificada; a mí, en cambio, me ha tocado en suerte ser maleducada por<br />
partida doble. Cuando estamos todos comiendo, las recriminaciones y las respuestas<br />
insolentes van y vienen más de una vez. Pápa y mamá siempre me defienden a capa y<br />
espada, si no fuera por ellos no podría entablar la lucha tantas veces sin pestañear.<br />
Aunque una y otra vez me dicen que tengo que hablar menos, no meterme en lo que no<br />
me importa y ser más modesta, mis esfuerzos no tienen demasiado éxito. Si papá no<br />
tuviera tanta paciencia, yo ya habría perdido hace mucho las esperanzas de llegar a<br />
satisfacer las exigencias de mis propios padres, que no son nada estrictas.<br />
Cuando en la mesa me sirvo poco de alguna verdura que no me gusta nada, y como<br />
patatas en su lugar, el señor Van Daan, y sobre todo su mujer, no soportan que me<br />
consientan tanto. No tardan en dirigirme un «¿Anda, Ana, sírvete más verdura!»<br />
-No, gracias, señora -le contesto-. Me basta con las patatas.<br />
-La verdura es muy sana, lo dice tu propia madre. Anda, sírvete -insiste, hasta que<br />
intercede papá y confirma mi negativa.<br />
Entonces, la señora empieza a despotricar:<br />
-Tendrían que haber visto cómo se hacía en mi casa. Allí por lo menos se educaba a los<br />
niños. A esto no lo llamo yo educar. Ana es una niña terriblemente malcriada. Yo nunca<br />
lo permitiría. Si Ana fuese mi hija...<br />
Así siempre empiezan y terminan todas sus peroratas: «Si Ana fuera mi hija...» ¡Pues por<br />
suerte no lo soy!<br />
Pero volviendo a nuestro tema de la educación, ayer, tras las palabras elocuentes de la<br />
señora, se produjo un silencio. Entonces papá contestó:<br />
-A mí me parece que Ana es una niña muy bien educada, al menos ya ha aprendido a no<br />
contestarle a usted cuando le suelta sus largas peroratas. Y en cuanto a la verdura, no<br />
puedo más que contestarle que a lo dicho, viceversa.<br />
La señora estaba derrotada, y bien. El «viceversa» de papá estaba dirigido directamente a<br />
ella, ya que por las noches nunca come judías ni coles, porque le produce «ventosidad».<br />
Pero eso también podría decirlo yo. ¡Qué mujer más idiota! Por lo menos, que no se meta<br />
conmigo.<br />
Es muy cómico ver la facilidad con que se pone colorada. Yo por suerte no, y se ve que<br />
eso a ella, secretamente, le da mucha rabia.<br />
<br />
Tu AnaAnonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-35618017158932935292015-04-09T21:10:00.003-07:002015-04-09T21:25:42.043-07:00Viernes, 25 de septiembre de 1942Querida Kitty:<br />
Papá tiene un antiguo conocido, el señor Dreher, un hombre de unos setenta y cinco años,<br />
bastante sordo, enfermo y pobre, que tiene a su lado, a modo de apéndice molesto, a una<br />
mujer veintisiete años menor que él, igualmente pobre, con los brazos llenos de<br />
brazaletes y anillos falsos y de verdad, que le han quedado de otras épocas. Este señor Dreher ya le ha causado a papá muchas molestias, y siempre he admirado su inagotable<br />
paciencia cuando atendía a este pobre tipo al teléfono. Cuando aún vivíamos en casa,<br />
mamá siempre le recomendaba a papá que colocara el auricular al lado de un gramófono,<br />
que a cada tres minutos dijera «sí señor Dreher, no señor Dreher», porque total el viejo no<br />
entendía ni una palabra de las largas respuestas de papá.<br />
Hoy el señor Dreher telefoneó a la oficina y le pidió a Kugler que pasara un momento a<br />
verle. A Kugler no le apetecía y quiso enviar a Miep. Miep llamó por teléfono para<br />
disculparse. Luego la señora de Dreher telefoneó tres veces, pero como presuntamente<br />
Miep no estaba en toda la tarde, tuvo que imitar al teléfono la voz de Bep. En el piso de<br />
abajo, en las oficinas, y también arriba hubo grandes carcajadas, y ahora, cada vez que<br />
suena el teléfono, dice Bep: «¿Debe de ser la señora Dreher!» por lo que a Miep ya le da<br />
la risa de antemano y atiende el teléfono entre risitas muy poco corteses. Ya ves, seguro<br />
que en el mundo no hay otro negocio como el nuestro, en el que los directores y las<br />
secretarias se divierten horrores.<br />
Por las noches me paso a veces por la habitación de los Van Daan a charlar un rato.<br />
Comemos una «galleta apolillada» con melaza (la caja de galletas estaba guardada en el<br />
ropero atacado por las polillas) y lo pasamos bien. Hace poco hablamos de Peter. Yo les<br />
conté que Peter me acaricia a menudo la mejilla y que eso a mí no me gusta. Ellos me<br />
preguntaron de forma muy paternalista si yo no podía querer a Peter, ya que él me quería<br />
mucho. Yo pensé «¡huy!» y contesté que no. ¡Figúrate! Entonces le dije que Peter era un<br />
poco torpe y que me parecía que era tímido. Eso les pasa a todos los chicos cuando no<br />
están acostumbrados a tratar con chicas.<br />
Debo decir que la Comisión de Escondidos de la Casa de atrás (sección masculina) es<br />
muy inventiva. Fíjate lo que han ideado para hacerle llegar al señor Broks, representante<br />
de la Cía.<br />
Opekta, conocido nuestro y depositario de algunos de nuestros bienes escondidos, un<br />
mensaje de nuestra parte: escriben una carta a máquina dirigida a un tendero que es<br />
cliente indirecto de Opekta en la provincia de Zelanda, pidiéndole que rellene una nota<br />
adjunta y nos la envíe a vuelta de correo en el sobre también adjunto. El sobre ya lleva<br />
escrita la dirección en letra de papá. Cuando llega todo a Zelanda, reemplazan la nota por<br />
una señal de vida manuscrita de papá. Así, Broks la lee sin albergar sospechas. Han<br />
escogido precisamente Zelanda porque al estar cerca de Bélgica la carta puede haber<br />
pasado la frontera de manera clandestina y porque nadie puede viajar allí sin permiso<br />
especial. Un representante corriente como Broks seguro que nunca recibiría un permiso<br />
así.<br />
Anoche papá volvió a hacer teatro. Estaba muerto de cansancio y se fue a la cama<br />
tambaleándose. Como tenía frío en los pies, le puse mis escarpines para dormir. A los<br />
cinco minutos ya se le habían caído al suelo. Luego tampoco quería luz y metió la cabeza<br />
debajo de la sábana. Cuando se apagó la luz fue sacando la cabeza lentamente. Fue algo<br />
de lo más cómico. Luego, cuando estábamos hablando de que Peter trata de «tía» a<br />
Margot, se oyó de repente la voz cavernosa de papá, diciendo: «tía María».<br />
El gato Mouschi está cada vez más bueno y simpático conmigo, pero yo sigo teniéndole<br />
un poco de miedo.<br />
<br />
Tu AnaAnonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-26803830664605581442015-04-09T21:09:00.004-07:002015-04-09T21:25:35.392-07:00Lunes, 21 de septiembre de 1942Querida Kitty:<br />
Hoy te comunicaré las noticias generales de la Casa de atrás. Por encima de mi diván hay<br />
una lamparita para que pueda tirar de una cuerda en caso de que haya disparos. Sin<br />
embargo, de momento esto no es posible, ya que tenemos la ventana entornada día y<br />
noche.<br />
La sección masculina de la familia Van Daan ha fabricado una despensa muy cómoda, de<br />
madera barnizada y provista de mosquiteros de verdad. Al principio habían instalado el<br />
armatoste en el cuarto de Peter, pero para que esté más fresco lo han trasladado al desván.<br />
En su lugar hay ahora un estante. Le he recomendado a Peter que allí ponga la mesa, con<br />
un bonito mantel, y que cuelgue el armarito en la pared, donde ahora tiene la mesa. Así,<br />
aún puede convertirse en un sitio acogedor, aunque a mí no me gustaría dormir ahí.<br />
La señora Van Daan es insufrible. Arriba me regañan continua<br />
mente porque hablo sin parar, pero yo no les hago caso. Una novedad es que a la señora<br />
ahora le ha dado por negarse a fregar las ollas. Cuando queda un poquitín dentro, en vez<br />
de guardarlo en una fuente de vidrio deja que se pudra en la olla. Y si luego a Margot le<br />
toca fregar muchas ollas, la señora le dice:<br />
-Ay Margot, Margotita, ¡cómo trabajas!<br />
El señor Kleiman me trae cada quince días algunos libros para niñas. Me encanta la serie<br />
de libros sobre Joop ter Heul, y los de Cissy van Marxveldt por lo general también me<br />
gustan mucho. Locura de verano me lo he leído ya cuatro veces, pero me siguen<br />
divirtiendo mucho las situaciones tan cómicas que describe.<br />
Con papá estamos haciendo un árbol genealógico de su familia, y sobre cada uno de sus<br />
miembros me va contando cosas.<br />
Ya hemos empezado otra vez los estudios. Yo hago mucho francés, y cada día me<br />
machaco la conjugación de cinco verbos irregulares. Sin embargo, he olvidado mucho de<br />
lo que aprendí en el colegio.<br />
Peter ha encarado con muchos suspiros su tarea de estudiar inglés. Algunos libros acaban<br />
de llegar; los cuadernos, lápices, gomas de borrar y etiquetas me los he traído de casa en<br />
grandes cantidades. Pim (así llamo cariñosamente a papá) quiere que le demos clases de<br />
holandés. A mí no me importa dárselas, en compensación por la ayuda que me da en francés y otras asignaturas. Pero no te imaginas los errores garrafales que comete. ¡Son<br />
increíbles!<br />
A veces me pongo a escuchar Radio Orange3; hace poco habló el príncipe Bernardo, que<br />
contó que para enero esperan el nacimiento de un niño. A mí me encanta la noticia, pero<br />
en casa no entienden m¡ afición por la Casa de Orange4.<br />
Hace días estuvimos hablando de que todavía soy muy ignorante, por lo que al día<br />
siguiente me puse a estudiar como loca, porque no me apetece para nada tener que volver<br />
al primer curso cuando tenga catorce o quince años. En esa conversación también se<br />
habló de que casi no me permiten leer nada. Mamá de momento está leyendo Hombres,<br />
mujeres y criados, pero a mí por supuesto no me lo dejan leer (¡a Margot sí!); primero<br />
tengo que tener más cultura, como la sesuda de mi hermana. Luego hablamos de mi ignorancia<br />
en temas de filosofía, psicología y fisiología (estas palabras tan difíciles he<br />
tenido que buscarlas en el diccionario), y es cierto que de eso no sé nada. ¡Tal vez el año<br />
que viene ya sepa algo!<br />
He llegado a la aterradora conclusión de que no tengo más que un vestido de manga larga<br />
y tres chalecos para el invierno. Papá me ha dado permiso para que me haga un jersey de<br />
lana blanca. La lana que tengo no es muy bonita que digamos, pero el calor que me dé me<br />
compensará de sobras. Tenemos algo de ropa en casa de otra gente, pero<br />
lamentablemente sólo podremos ir a recogerla cuando termine la guerra, si es que para<br />
entonces todavía sigue allí.<br />
Hace poco, justo cuando te estaba escribiendo algo sobre ella, apareció la señora Van<br />
Daan. ¡Plaf!, tuve que cerrar el cuaderno de golpe.<br />
-Oye, Ana, ¿no me enseñas algo de lo que escribes? -No, señora, lo siento.<br />
-¿Tampoco la última página?<br />
-No, señora, tampoco.<br />
Menudo susto me llevé, porque lo que había escrito sobre ella justo en esa página no era<br />
muy halagüeño que digamos.<br />
Así, todos los días pasa algo, pero soy demasiado perezosa y estoy demasiado cansada<br />
para escribírtelo todo.<br />
<br />
Tu AnaAnonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-18338024148958223152015-04-09T21:08:00.000-07:002015-04-09T21:22:49.844-07:00Miércoles, z de septiembre de 1942Querida Kitty:<br />
Los Van Daan han tenido una gran pelea. Nunca he presenciado una cosa igual, ya que a<br />
papá y mamá ni se les ocurriría gritarse de esa manera. El motivo fue tan tonto que ni<br />
merece la pena mencionarlo. En fin, allá cada uno.<br />
Claro que es muy desagradable para Peter, que está en medio de los dos, pero a Peter ya<br />
nadie lo toma en serio, porque es tremendamente quisquilloso y vago. Ayer andaba<br />
bastante preocupado porque tenía la lengua de color azul en lugar de rojo. Este extraño<br />
fenómeno, sin embargo, desapareció tan rápido como se había producido. Hoy anda con<br />
una gran bufanda al cuello, ya que tiene tortícolis, y por lo demás el señor Van Daan se<br />
queja de que tiene lumbago. También tiene unos dolores en la zona del corazón, los<br />
riñones y el pulmón. ¡Es un verdadero hipocondríaco! (Se les llama así, ¿verdad?)<br />
Mamá y la señora Van Daan no hacen muy buenas migas. Motivos para la discordia hay<br />
de sobra. Por poner un ejemplo: la señora ha sacado del ropero común todas sus sábanas,<br />
dejando sólo tres. ¡Si se cree que toda la familia va a usar la ropa de mamá, se llevará un<br />
buen chasco cuando vea que mamá ha seguido su ejemplo!<br />
Además, la señora está de mala uva porque no usamos nuestra vajilla, y sí la suya.<br />
Siempre está tratando de averiguar dónde hemos metido nuestros platos; están más cerca<br />
de lo que ella supone: en el desván, metidos en cajas de cartón, detrás de un montón de<br />
material publicitario de Opekta. Mientras estemos escondidos, los platos estarán fuera de<br />
alcance. ¡Tanto mejor!<br />
A mí siempre me ocurren toda clase de desgracias. Ayer rompí en mil pedazos un plato<br />
sopero de la señora.<br />
-i Ay! -exclamó furiosa-. Ten más cuidado con lo que haces, que es lo uno que me queda. Por favor ten en cuenta, Kitty, que las dos señoras de la casa hablan un holandés<br />
macarrónico (de los señores no me animo a decir nada, se ofenderían mucho). Si vieras<br />
cómo mezclan y confunden todo, te partirías de risa. Ya ni prestamos atención al asunto,<br />
ya que no tiene sentido corregirlas. Cuando te escriba sobre alguna de ellas, no te citaré<br />
textualmente lo que dicen, sino que lo pondré en holandés correcto.<br />
La semana pasada ocurrió algo que rompió un poco la monotonía: tenía que ver con un<br />
libro sobre mujeres y Peter. Has de saber que a Margot y Peter les está permitido leer casi<br />
todos los libros que nos presta el señor Kleiman, pero este libro en concreto sobre un<br />
tema de mujeres, los adultos prefirieron reservárselo para ellos. Esto despertó en seguida<br />
la curiosidad de Peter. ¿Qué cosas prohibidas contendría ese libro? Lo cogió a escondidas<br />
de donde lo tenía guardado su madre mientras ella estaba abajo charlando, y se llevó el<br />
botín a la buhardilla. Este método funcionó bien durante dos días; la señora Van Daan<br />
sabía perfectamente lo que pasaba, pero no decía nada, hasta que su marido se enteró.<br />
Este se enojó, le quitó el libro a Peter y pensó que la cosa terminaría ahí. Sin embargo,<br />
había subestimado la curiosidad de su hijo, que no se dejó impresionar por la enérgica<br />
actuación de su padre. Peter se puso a rumiar las posibilidades de seguir con la lectura de<br />
este libro tan interesante.<br />
Su madre, mientras tanto, consultó a mamá sobre lo que pensaba del asunto. A mamá le<br />
pareció que éste no era un libro muy recomendable para Margot, pero los otros no tenían<br />
nada de malo, según ella.<br />
-Entre Margot y Peter, señora Van Daan -dijo mamá-, hay una gran diferencia. En primer<br />
lugar, Margot es una chica, y las mujeres siempre son más maduras que los varones; en<br />
segundo lugar, Margot ya ha leído bastantes libros serios y no anda buscando temas que<br />
ya no le están prohibidos, y en tercer lugar, Margot es más seria y está mucho más<br />
adelantada, puesto que ya ha ido cuatro años al liceo.<br />
La señora Van Daan estuvo de acuerdo, pero de todas maneras consideró que en principio<br />
era inadecuado dar a leer a los jóvenes libros para adultos.<br />
Entretanto, Peter encontró el momento indicado en el que nadie se preocupara por el libro<br />
ni le prestara atención a él: a las siete y media de la tarde, cuando toda la familia se reunía<br />
en el antiguo despacho de papá para escuchar la radio, se llevaba el tesoro a la buhardilla.<br />
A las ocho y media tendría que haber vuelto de nuevo abajo, pero como el libro lo había<br />
cautivado tanto, no se fijó en la hora y justo estaba bajando la escalera del desván cuando<br />
su padre entraba en el cuarto de estar. Lo que siguió es fácil de imaginar: un cachete, un<br />
golpe, un tirón, el libro tirado sobre la mesa y Peter de vuelta en la buhardilla.<br />
Así estaban las cosas cuando la familia se reunió para cenar. Peter se quedó arriba, nadie<br />
le hacía caso, tendría que irse a la cama sin comer. Seguimos comiendo, conversando<br />
alegremente, cuando de repente se oyó un pitido penetrante. Todos soltamos los<br />
tenedores y miramos con las caras pálidas del susto.<br />
Entonces oímos la voz de Peter por el tubo de la chimenea:<br />
-¡No os creáis que bajaré!<br />
El señor Van Daan se levantó de un salto, se le cayó la servilleta al suelo, y con la cara de<br />
un rojo encendido exclamó: -¡Hasta aquí hemos llegado!<br />
Papá lo cogió del brazo, temiendo que algo malo pudiera pasarle, y juntos subieron al<br />
desván. Tras muchas protestas y pataleo, Peter fue a parar a su habitación, la puerta se<br />
cerró y nosotros seguimos comiendo.<br />
La señora Van Daan quería guardarle un bocado a su niñito, pero su marido fue terminante.<br />
-Si no se disculpa inmediatamente, tendrá que dormir en la buhardilla.<br />
Todos protestamos; mandarlo a la cama sin cenar ya nos parecía castigo suficiente. Si<br />
Peter llegaba a acatarrarse, no podríamos hacer venir a ningún médico.<br />
Peter no se disculpó, y volvió a instalarse en la buhardilla. El señor Van Daan no<br />
intervino más en el asunto, pero por la mañana descubrió que la cama de Peter había sido<br />
usada. Éste había vuelto a subir al desván a las siete, pero papá lo convenció con buenas<br />
palabras para que bajara. Al cabo de tres días de ceños fruncidos y de silencios<br />
obstinados, todo volvió a la normalidad.<br />
<br />
Tu AnaAnonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-45440783684020802372015-04-09T21:04:00.002-07:002015-04-09T21:22:22.740-07:0021 de septiembre de 1942. (Añadido)El señor Van Daan está como una malva conmigo últimamente. Yo le dejo hacer, sin<br />
oponerme.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-68114993446381402342015-04-09T21:03:00.004-07:002015-04-09T21:03:59.121-07:00Viernes, 21 de agosto de 1942Querida Kitty:<br />Nuestro escondite sólo ahora se ha convertido en un verdadero<br />escondite. Al señor Kugler le pareció que era mejor que delante de la puerta que da<br />acceso a la Casa de atrás colocáramos una estantería, ya que los alemanes están<br />registrando muchas casas en busca de bicicletas escondidas. Pero se trata naturalmente de<br />una estantería giratoria, que se abre como una puerta. La ha fabricado el señor Voskuijl.<br />(Le hemos puesto al corriente de los siete escondidos, y se ha mostrado muy servicial en<br />todos los aspectos.)<br />Ahora, cuando queremos bajar al piso de abajo, tenemos que agacharnos primero y luego<br />saltar. Al cabo de tres días, todos teníamos la frente llena de chichones de tanto<br />chocarnos la cabeza al pasar por la puerta, demasiado baja. Para amortiguar los golpes en<br />lo posible, Peter ha colocado un paño con virutas de madera en el umbral. ¡Veremos si<br />funciona!<br />Estudiar, no estudio mucho. Hasta septiembre he decidido que tengo vacaciones. Papá me<br />ha dicho que luego él me dará clases, pero primero tendremos que comprar todos los<br />libros del nuevo curso. Nuestra vida no cambia demasiado. Hoy le han lavado la cabeza a Peter, lo que no tiene<br />nada de particular. El señor Van Daan y yo siempre andamos discutiendo. Mamá siempre<br />me trata como a una niñita, y a mí eso me da mucha rabia. Por lo demás, estamos algo<br />mejor. Peter sigue sin caerme más simpático que antes; es un chico latoso, que está todo<br />el día ganduleando en la cama, luego se pone a martillear un poco y cuando acaba se<br />vuelve a tumbar. ¡Vaya un tonto!<br />Esta mañana mamá me ha vuelto a soltar un soberano sermón. Nuestras opiniones son<br />diametralmente opuestas. Papá es un cielo, aunque a veces se enfada conmigo durante<br />cinco minutos.<br />Afuera hace buen tiempo, y pese a todo tratamos de aprovecharlo en lo posible,<br />tumbándonos en el catre que tenemos en el desván.<br /><br />
Tu Ana.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-34005799757948383242015-04-09T21:03:00.000-07:002015-04-09T21:03:04.171-07:00Viernes, 14 de agosto de 1942Querida Kitty:<br />Durante todo un mes te he abandonado, pero es que tampoco hay tantas novedades como<br />para contarte algo divertido todos los días. Los Van Daan llegaron el 13 de julio.<br />Pensamos que vendrían el 14, pero como entre el 13 y el 16 de julio los alemanes<br />empezaron a poner nerviosa cada vez a más gente, enviando citaciones a diestro y<br />siniestro, pensaron que era más seguro adelantar un día la partida, antes de que fuera<br />demasiado tarde.<br />A las nueve y media de la mañana -aún estábamos desayunando- llegó Peter van Daan,<br />un muchacho desgarbado, bastante soso y tímido que no ha cumplido aún los dieciséis<br />años, y de cuya compañía no cabe esperar gran cosa. El señor y la señora Van Daan<br />llegaron media hora más tarde. Para gran regocijo nuestro, la señora traía una sombrerera<br />con un enorme orinal -dentro.<br />-Sin orinal no me siento en mi casa en ninguna parte -sentenció, y el orinal fue lo primero<br />a lo que le asignó un lugar fijo: debajo del diván. El señor Van Daan no traía orinal, pero<br />sí una mesa de té plegable bajo el brazo.<br />El primer día de nuestra convivencia comimos todos juntos, y al cabo de tres días los<br />siete nos habíamos hecho a la idea de que nos habíamos convertido en una gran familia.<br />Como es natural, los Van Daan tenían mucho que contar de lo que había sucedido durante<br />la última semana que habían pasado en el mundo exterior. Entre otras cosas nos<br />interesaba mucho saber lo que había sido de nuestra casa y del señor Goldschmidt.<br />El señor Van Daan nos contó lo siguiente:<br />-El lunes por la mañana, a las 9, Goldschmidt nos telefoneó y me dijo si podía pasar por ahí un momento. Fui en seguida y lo encontré muy alterado. Me dio a leer una nota que le<br />habían dejado los Frank y, siguiendo las indicaciones de la misma, quería llevar al gato a<br />casa de los vecinos, lo que me pareció estupendo. Temía que vinieran a registrar la casa,<br />por lo que recorrimos todas las habitaciones, ordenando un poco aquí y allá, y también<br />recogimos la mesa. De repente, en el escritorio de la señora Frank encontré un bloc que<br />tenía escrita una dirección en Maastricht. Aunque sabía que ella lo había hecho adrede,<br />me hice el sorprendido y asustado y rogué encarecidamente a Goldschmidt que quemara<br />ese papel, que podía ser causante de alguna desgracia. Seguí haciendo todo el tiempo<br />como si no supiera nada de que ustedes habían desaparecido, pero al ver el papelito se me<br />ocurrió una buena idea. «Señor Goldschmidt -le dije-, ahora que lo pienso, me parece<br />saber con qué puede tener que ver esa dirección. Recuerdo muy bien que hace más o<br />menos medio año vino a la oficina un oficial de alta graduación, que resultó ser un gran<br />amigo<br />de infancia del señor Frank. Prometió ayudarle en caso de necesidad, y precisamente<br />residía en Maastricht. Se me hace que este oficial ha mantenido su palabra y que ha<br />ayudado al señor Frank a pasar a Bélgica y de allí a Suiza. Puede decirle esto a los<br />amigos de los Frank que pregunten por ellos. Claro que no hace falta que mencione lo de<br />Maastricht.» Dicho esto, me retiré. La mayoría de los amigos y conocidos ya lo saben,<br />porque en varias oportunidades ya me ha tocado oír esta versión.<br />La historia nos causó mucha gracia, pero todavía nos hizo reír más la fantasía de la gente<br />cuando Van Daan se puso a contar lo que algunos decían. Una familia de la<br />Merwedeplein aseguraba que nos había visto pasar a los cuatro temprano por la mañana<br />en bicicleta, y otra señora estaba segurísima de que en medio de la noche nos habían<br />cargado en un furgón militar.<br /><br />
Tu Ana.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-70516325091371895262015-04-09T21:01:00.002-07:002015-04-09T21:23:05.078-07:00Septiembre de 1942. (Añadido)Papá siempre es muy bueno. Me comprende de verdad, y a veces me gustaría poder<br />
hablar con él en confianza, sin ponerme a llorar en seguida. Pero eso parece tener que ver<br />
con la edad. Me gustaría escribir todo el tiempo, pero se haría muy aburrido.<br />
Hasta ahora casi lo único que he escrito en mi libro son pensamientos, y no he tenido<br />
ocasión de escribir historias divertidas para poder leérselas a alguien más tarde. Pero a<br />
partir de ahora intentaré no ser sentimental, o serlo menos, y atenerme más a la realidad.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-79689413373573531482015-04-09T21:00:00.003-07:002015-04-09T21:00:58.929-07:00Domingo, 12 de julio de 1942Hoy hace un mes todos fueron muy buenos conmigo, cuando era mi cumpleaños, pero<br />ahora siento cada día más cómo me voy distanciando de mamá y Margot. Hoy he estado<br />trabajando duro, y todos me han elogiado enormemente, pero a los cinco minutos ya se<br />pusieron a regañarme.<br />Es muy clara la diferencia entre cómo nos tratan a Margot y a mí. Margot, por ejemplo,<br />ha roto la aspiradora, y ahora nos hemos quedado todo el día sin luz. Mamá le dijo:<br />-Pero Margot, se nota que no estás acostumbrada a trabajar, si no habrías sabido que no<br />se debe desenchufar una aspiradora tirando del cable.<br />Margot respondió algo y el asunto no pasó de ahí.<br />Pero hoy por la tarde yo quise pasar a limpio la lista de la compra de mamá, que tiene una<br />letra bastante ilegible, pero no quiso que lo hiciera y en seguida me echó una tremenda<br />regañina en la que se metió toda la familia.<br />Estos últimos días estoy sintiendo cada vez más claramente que no encajo en mi familia.<br />Se ponen tan sentimentales cuando están juntos, y yo prefiero serlo cuando estoy sola. Y<br />luego hablan de lo bien que estamos y que nos llevamos los cuatro, y de que somos una<br />familia tan unida, pero en ningún momento se les ocurre pensar en que yo no lo siento<br />así.<br />Sólo papá me comprende de vez en cuando, pero por lo general está del lado de mamá y<br />Margot. Tampoco soporto que en presencia de extraños hablen de que he estado llorando o de lo sensata e inteligente que soy. Lo aborrezco. Luego también a veces hablan de<br />Moortje, y me sabe muy mal, porque ése es precisamente mi punto flaco y vulnerable.<br />Echo de menos a Moortje a cada momento, y nadie sabe cuánto pienso en él. Siempre que<br />pienso en él se me saltan las lágrimas. Moortje es tan bueno, y lo quiero tanto... Sueño a<br />cada momento con su vuelta.<br />Aquí siempre tengo sueños agradables, pero la realidad es que tendremos que quedarnos<br />aquí hasta que termine la guerra. Nunca podemos salir fuera, y tan sólo podemos recibir<br />la visita de Miep, su marido Jan, Bep Voskuijl, el señor Voskuijl, el señor Kugler, el<br />señor Kleiman y la señora Kleiman, aunque ésta nunca viene porque le parece muy<br />peligroso.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-80260769797132848322015-04-09T20:59:00.004-07:002015-04-09T21:23:18.299-07:0028 de septiembre de 1942. (Añadido)Me angustia más de lo que puedo expresar el que nunca podamos salir fuera, y tengo<br />
mucho miedo de que nos descubran y nos fusilen. Eso no es, naturalmente, una<br />
perspectiva demasiado halagüeña.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-24711112057935164232015-03-29T20:12:00.005-07:002015-03-29T20:12:56.085-07:00Sábado, 11 de Julio de 1942Querida Kitty:<br />Papá, mamá y Margot no logran acostumbrarse a las campanadas de la iglesia del Oeste,<br />que suenan cada quince minutos anunciando la hora. Yo sí, me gustaron desde el<br />principio, y sobre todo<br />por las noches me dan una sensación de amparo. Te interesará saber qué me parece mi<br />vida de escondida, pues bien, sólo puedo decirte que ni yo misma lo sé muy bien. Creo<br />que aquí nunca me sentiré realmente en casa, con lo que no quiero decir en absoluto que<br />me desagrade estar aquí; más bien me siento como si estuviera pasando unas vacaciones<br />en una pensión muy curiosa. Reconozco que es una concepción un tanto extraña de la<br />clandestinidad, pero las cosas son así, y no las puedo cambiar. Como escondite, la Casa<br />de atrás es ideal; aunque hay humedad y está toda inclinada, estoy segura de que en todo<br />Amsterdam, y quizás hasta en toda Holanda, no hay otro escondite tan confortable como<br />el que hemos instalado aquí.<br />La pequeña habitación de Margot y mía, sin nada en las paredes, tenía hasta ahora un<br />aspecto bastante desolador. Gracias a papá, que ya antes había traído mi colección de<br />tarjetas postales y mis fotos de estrellas de cine, pude decorar con ellas una pared entera,<br />pegándolas con cola. Quedó muy, muy bonito, por lo que ahora parece mucho más<br />alegre. Cuando lleguen los Van Daan, ya nos fabricaremos algún armarito y otros<br />chismes con la madera que hay en el desván.<br />Margot y mamá ya se han recuperado un poco. Ayer mamá quiso hacer la primera sopa<br />de guisantes, pero cuando estaba abajo charlando, se olvidó de la sopa, que se quemó de<br />tal manera que los guisantes estaban negros como el carbón y no había forma de<br />despegarlos del fondo de la olla. '<br />Ayer por la noche bajamos los cuatro al antiguo despacho de papá y pusimos la radio<br />inglesa. Yo tenía tanto miedo de que alguien pudiera oírnos que le supliqué a papá que<br />volviéramos arriba. Mamá comprendió mi temor y subió conmigo. También con respecto<br />a otras cosas tenemos mucho miedo de que los vecinos puedan vernos u oírnos. Ya el<br />primer día tuvimos que hacer cortinas, que en realidad no se merecen ese nombre, ya que<br />no son más que unos trapos sueltos, totalmente diferentes entre sí en forma, calidad y<br />dibujo. Papá y yo, que no entendemos nada del arte de coser, las unimos de cualquier<br />manera con hilo y aguja. Estas verdaderas joyas las colgamos luego con chinchetas<br />delante de las ventanas, y ahí se quedarán hasta que nuestra estancia aquí acabe.<br />A la derecha de nuestro edificio se encuentra una filial de la compañía Keg, de Zaandam,<br />y a la izquierda una ebanistería. La<br />gente que trabaja allí abandona el recinto cuando termina su horario de trabajo, pero aun<br />así podrían oír algún ruido que nos delatara. Por eso, hemos prohibido a Margot que tosa<br />por las noches, pese a que está muy acatarrada, y le damos codeína en grandes<br />cantidades.<br />Me hace mucha ilusión la venida de los Van Daan, que se ha fijado para el martes. Será mucho más ameno y también habrá menos silencio. Porque es el silencio lo que por las<br />noches y al caer la tarde me pone tan nerviosa, y daría cualquier cosa por que alguno de<br />nuestros protectores se quedara aquí a dormir.<br />La vida aquí no es tan terrible, porque podemos cocinar nosotros mismos y abajo, en el<br />despacho de papá, podemos escuchar la radio. El señor Kleiman y Miep y también Bep<br />Voskuijl nos han ayudado muchísimo. Nos han traído ruibarbo, fresas y cerezas, y no<br />creo que por el momento nos vayamos a aburrir. Tenemos suficientes cosas para leer, y<br />aún vamos a comprar un montón de juegos. Está claro que no podemos mirar por la<br />ventana ni salir fuera. También está prohibido hacer ruido, porque abajo no nos deben<br />oír.<br />Ayer tuvimos mucho trabajo; tuvimos que deshuesar dos cestas de cerezas para la oficina.<br />El señor Kugler quería usarlas para hacer conservas.<br />Con la madera de las cajas de cerezas haremos estantes para libros.<br />Me llaman.<br /><br />
Tu Ana.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-7340768651952739932015-03-29T20:11:00.004-07:002015-03-29T20:11:35.371-07:00Viernes, 10 de Julio de 1942Querida Kitty:<br />Es muy probable que te haya aburrido tremendamente con mi tediosa descripción<br />de la casa, pero me parece importante que sepas dónde he venido a parar. A través de mis<br />próximas cartas ya te enterarás de cómo vivimos aquí.<br />Ahora primero quisiera seguir contándote la historia del otro día, que todavía no he<br />terminado. Una vez que llegamos al edificio de Prinsengracht 663, Miep nos llevó en<br />seguida por el largo pasillo, subiendo por la escalera de madera, directamente hacia<br />arriba,<br />a la Casa de atrás. Cerró la puerta detrás de nosotros y nos dejó solos. Margot había<br />llegado mucho antes en bicicleta y ya nos estaba esperando.<br />El cuarto de estar y las demás habitaciones estaban tan atiborradas de trastos que<br />superaban toda descripción. Las cajas de cartón que a lo largo de los últimos meses<br />habían sido enviadas a la oficina, se encontraban en el suelo y sobre las camas. El cuartito<br />pequeño estaba hasta el techo de ropa de cama. Si por la noche queríamos dormir en<br />camas decentes, teníamos que poner manos a la obra de inmediato. A mamá y a Margot<br />les era imposible mover un dedo, estaban echadas en las camas sin hacer, cansadas,<br />desganadas y no sé cuántas cosas más, pero papá y yo, los dos «ordenalotodo» de la<br />familia, queríamos empezar cuanto antes.<br />Anduvimos todo el día desempaquetando, poniendo cosas en los armarios, martilleando y<br />ordenando, hasta que por la noche caímos exhaustos en las camas limpias. No habíamos<br />comido nada caliente en todo el día, pero no nos importaba; mamá y Margot estaban<br />demasiado cansadas y nerviosas como para comer nada, y papá y yo teníamos demasiado<br />que hacer.<br />El martes por la mañana tomamos el trabajo donde lo habíamos dejado el lunes. Bep y<br />Miep hicieron la compra usando nuestras cartillas de racionamiento, papá arregló los<br />paneles para oscurecer las ventanas, que no resultaban suficientes, fregamos el suelo de la<br />cocina y estuvimos nuevamente trajinando de la mañana a la noche. Hasta el miércoles<br />casi no tuve tiempo de ponerme a pensar en los grandes cambios que se habían producido<br />en mi vida. Sólo entonces, por primera vez desde que llegamos a la Casa de atrás,<br />encontré ocasión para ponerte al tanto de los hechos y al mismo tiempo para darme cuenta de lo que realmente me había pasado y de lo que aún me esperaba.<br /><br />
Tu Ana.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-25607022688509407452015-03-29T20:10:00.002-07:002015-03-29T20:10:27.049-07:00Jueves, 9 de Julio de 1942Querida Kitty:<br />Así anduvimos bajo la lluvia torrencial, papá, mamá y yo, cada cual con una<br />cartera de colegio y una bolsa de la compra, cargadas hasta los topes con una mezcolanza<br />de cosas. Los trabajadores que iban temprano a trabajar nos seguían con la mirada. En sus caras podía verse claramente que lamentaban no poder ofrecernos ningún transporte: la<br />estrella amarilla que llevábamos era elocuente.<br />Sólo cuando ya estuvimos en la calle, papá y mamá empezaron a contarme poquito a<br />poco el plan del escondite. Llevaban meses sacando de la casa la mayor cantidad posible<br />de muebles y enseres, y habían decidido que entraríamos en la clandesti<br />nidad voluntariamente, el i6 de julio. Por causa de la citación, el asunto se había<br />adelantado diez días, de modo que tendríamos que conformarnos con unos aposentos<br />menos arreglados y ordenados.<br />El escondite estaba situado en el edificio donde tenía las oficinas papá. Como para las<br />personas ajenas al asunto esto es algo difícil de entender, pasaré a dar una aclaración.<br />Papá no ha tenido nunca mucho personal: el señor Kugler, Kleiman y Miep, además de<br />Bep Voskuijl, la secretaria de z3 años. Todos estaban al tanto de nuestra llegada. En el<br />almacén trabajan el señor Voskuijl, padre de Bep, y dos mozos, a quienes no les<br />habíamos dicho nada.<br />El edificio está dividido de la siguiente manera: en la planta baja hay un gran almacén,<br />que se usa para el depósito de mercancías. Este está subdividido en distintos cuartos,<br />como el que se usa para moler la canela, el clavo y el sucedáneo de la pimienta, y luego<br />está el cuarto de las provisiones. Al lado de la puerta del almacén está la puerta de<br />entrada normal de la casa, tras la cual una segunda puerta da acceso a la escalera.<br />Subiendo las escaleras se llega a una puerta de vidrio traslúcido, en la que antiguamente<br />ponía «OFICINA» en letras negras. Se trata de la oficina principal del edificio, muy<br />grande, muy luminosa y muy llena. De día trabajan allí Bep, Miep y el señor Kleiman.<br />Pasando por un cuartito donde está la caja fuerte, el guardarropa y un armario para<br />guardar útiles de escritorio, se llega a una pequeña habitación bastante oscura y húmeda<br />que da al patio. Éste era el despacho que compartían el señor Kugler y el señor Van<br />Daan, pero que ahora sólo ocupa el pri<br />mero. También se puede acceder al despacho de Kugler desde el pasillo, aunque sólo a<br />través de una puerta de vidrio que se abre desde dentro y que es difícil de abrir desde<br />fuera. Saliendo de ese despacho se va por un pasillo largo y estrecho, se pasa por la carbonera<br />y, después de subir cuatro peldaños, se llega a la habitación que es el orgullo del<br />edificio: el despacho principal. Muebles oscuros muy elegantes, el piso cubierto de<br />linóleo y alfombras, una radio, una hermosa lámpara, todo verdaderamente precioso. Al<br />lado, una amplia cocina con calentador de agua y dos hornillos, y al lado de la cocina, un<br />retrete. Ése es el primer piso.<br />Desde el pasillo de abajo se sube por una escalera corriente de madera. Arriba hay un<br />pequeño rellano, al que llamamos normalmente descansillo. A la izquierda y derecha del<br />descansillo hay dos puertas. La de la izquierda comunica con la casa de delante,<br />donde hay almacenes, un desván y una buhardilla. Al otro extremo de esta parte delantera<br />del edificio hay una escalera superempinada, típicamente holandesa (de ésas en las que es<br />fácil romperse la crisma), que lleva a la segunda puerta que da a la calle.<br />A la derecha del descansillo se halla la «casa de atrás». Nunca<br />nadie sospecharía que detrás de esta puerta pintada de gris, sin nada de particular, se<br />esconden tantas habitaciones. Delante de la puerta hay un escalón alto, y por allí se entra.<br />Justo enfrente de la puerta de entrada, una escalera empinada; a la izquierda hay un<br />pasillito y una habitación que pasó a ser el cuarto de estar y dormitorio de los Frank, y al<br />lado otra habitación más pequeña: el dormitorio y estudio de las señoritas Frank. A la derecha de la escalera, un cuarto sin ventanas, con un lavabo y un retrete cerrado, y otra<br />puerta que da a la habitación de Margot y mía. Subiendo las escaleras, al abrir la puerta<br />de arriba, uno se asombra al ver que en una casa tan antigua de los canales pueda haber<br />una habitación tan grande, tan luminosa y tan amplia. En este espacio hay un fogón (esto<br />se lo debemos al hecho de que aquí Kugler tenía antes su laboratorio) y un fregadero. O<br />sea, que ésa es la cocina, y a la vez también dormitorio del señor y la señora Van Daan,<br />cuarto de estar general, comedor y estudio. Luego, una diminuta habitación de paso, que<br />será la morada de Peter van Daan y, finalmente, al igual que en la casa de delante, un<br />desván y una buhardilla. Y aquí termina la presentación de toda nuestra hermosa Casa de<br />atrás.<br /><br />
Tu Ana.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-55308172665754650992015-03-29T20:09:00.001-07:002015-03-29T20:09:20.271-07:00Miércoles, 8 de Julio de 1942Querida Kitty:<br />Desde la mañana del domingo hasta ahora parece que hubieran pasado años. Han pasado<br />tantas cosas que es como si de repente el mundo estuviera patas arriba, pero ya ves, Kitty:<br />aún estoy viva, y eso es lo principal, como dice papá. Sí, es cierto, aún estoy viva, pero<br />no me preguntes dónde ni cómo. Hoy no debes de entender nada de lo que te escribo, de<br />modo que empezaré por contarte lo que pasó el domingo por la tarde.<br />A las tres de la tarde -Helio acababa de salir un momento, luego volvería- alguien llamó a<br />la puerta. Yo no lo oí, ya que estaba leyendo en una tumbona al sol en la galería. Al rato<br />apareció Margot toda alterada por la puerta de la cocina.<br />-Ha llegado una citación de la SS para papá -murmuró-. Mamá ya ha salido para la casa<br />de Van Daan. (Van Daan es un amigo y socio de papá.)<br />Me asusté muchísimo. ¡Una citación! Todo el mundo sabe lo que eso significa. En mi<br />mente se me aparecieron campos de concentración y celdas solitarias. ¿Acaso íbamos a<br />permitir que a papá se lo llevaran a semejantes lugares?<br />-Está claro que no irá -me aseguró Margot cuando nos sentamos a esperar en el salón a<br />que regresara mamá-. Mamá ha ido a preguntarle a Van Daan si podemos instalarnos en<br />nuestro escondite mañana. Los Van Daan se esconderán con nosotros. Seremos siete.<br />Silencio. Ya no podíamos hablar. Pensar en papá, que sin sospechar nada había ido al<br />asilo judío a hacer unas visitas, esperar a que volviera mamá, el calor, la angustia, todo<br />ello junto hizo que guardáramos silencio.<br />De repente llamaron nuevamente a la puerta. -Debe de ser Helio -dije yo.<br />-No abras -me detuvo Margot, pero no hacía falta, oímos a mamá y al señor Van Daan<br />abajo hablando con Helio. Luego entraron y cerraron la puerta. A partir de ese momento,<br />cada vez que llamaran a la puerta, una de nosotras debía bajar sigilosamente para ver si<br />era papá; no abriríamos la puerta a extraños. A Margot y a mí nos hicieron salir del salón;<br />Van Daan quería hablar a solas con mamá.<br />Una vez en nuestra habitación, Margot me confesó que la cita<br />ción no estaba dirigida a papá, sino a ella. De nuevo me asusté muchísimo y me eché a<br />llorar. Margot tiene dieciséis años. De modo que quieren llevarse a chicas solas tan<br />jóvenes como ella... Pero por suerte no iría, lo había dicho mamá, y seguro que a eso se<br />había referido papá cuando conversaba conmigo sobre el hecho de escondernos.<br />Escondernos... ¿Dónde nos esconderíamos? ¿En la ciudad, en el campo, en una casa, en<br />una cabaña, cómo, cuándo, dónde? Eran muchas las preguntas que no podía hacer, pero<br />que me venían a la mente una y otra vez.<br />Margot y yo empezamos a guardar lo indispensable en una cartera del colegio. Lo<br />primero que guardé fue este cuaderno de tapas duras, luego unas plumas, pañuelos, libros<br />del colegio, un peine, cartas viejas... Pensando en el escondite, metí en la cartera las cosas más estúpidas, pero no me arrepiento. Me importan más los recuerdos que los vestidos.<br />A las cinco llegó por fin papá. Llamamos por teléfono al señor Kleiman, pidiéndole que<br />viniera esa misma tarde. Van Daan fue a buscar a Miep. Miep vino, y en una bolsa se<br />llevó algunos zapatos, vestidos, chaquetas, ropa interior y medias, y prometió volver por<br />la noche. Luego hubo un gran silencio en la casa: ninguno de nosotros quería comer nada,<br />aún hacía calor y todo resultaba muy extraño.<br />La habitación grande del piso de arriba se la habíamos alquilado a un tal Goldschmidt, un<br />hombre divorciado de treinta y pico, que por lo visto no tenía nada que hacer, por lo que<br />se quedó matando el tiempo hasta las diez con nosotros e4 el salón, sin que hubiera<br />manera de hacerle entender que se fuera.<br />A las once llegaron Miep y Jan Gies. Miep trabaja desde 1933 para papá y se ha hecho<br />íntima amiga de la familia, al igual que su flamente marido Jan. Nuevamente<br />desaparecieron zapatos, medias, libros y ropa interior en la bolsa de Miep y en los<br />grandes bolsillos del abrigo de Jan, y a las once y media también desaparecieron ellos<br />mismos.<br />Estaba muerta de cansancio, y aunque sabía que sería la última noche en que dormiría en<br />mi cama, me dormí en seguida y no me desperté hasta las cinco y media de la mañana,<br />cuando me llamó mamá. Por suerte hacía menos calor que el domingo; durante todo el<br />día cayó una lluvia cálida. Todos nos pusimos tanta ropa que era como si tuviéramos que<br />pasar la noche en un frigorífico, pero era para poder llevarnos más prendas de vestir. A<br />ningún judío que estuviera en nuestro lugar se le habría ocurrido salir de casa con una<br />maleta llena de ropa. Yo lleva a puestas dos camisetas, tres pantalones, un vestido,<br />encima una falda, una chaqueta, un abrigo de verano, dos pares de me 'as, zapatos<br />cerrados, un gorro, un pañuelo y muchas cosas as; estando todavía en casa ya me entró<br />asfixia, pero no había' más remedio.<br />Margot llenó de libros la cartera del colegio, sacó la bicicleta del garaje para bicicletas y<br />salió detrás de Miep, con un rumbo para mí desconocido. Y es que yo seguía sin saber<br />cuál era nuestro misterioso destino.<br />A las siete y media también nosotros cerramos la puerta a nuestras espaldas. Del único<br />del que había tenido que despedirme era de Moortje, mi gatito, que sería acogido en casa<br />de los vecinos, según le indicamos al señor Goldschmidt en una nota.<br />Las camas deshechas, la mesa del desayuno sin recoger, medio kilo de carne para el gato<br />en la nevera, todo daba la impresión de que habíamos abandonado la casa<br />atropelladamente. Pero no nos importaba la impresión que dejáramos, queríamos irnos,<br />sólo irnos y llegar a puerto seguro, nada más.<br />Seguiré mañana.<br /><br />
Tu Ana.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-7135056039609128402015-03-29T20:08:00.002-07:002015-03-29T20:08:36.339-07:00Domingo, 5 de Julio de 1942Querida Kitty:<br />El acto de fin de curso del viernes en el Teatro Judío salió muy bien. Las notas que me<br />han dado no son nada malas: un solo insuficiente (un cinco en álgebra) y por lo demás<br />todo sietes, dos ochos y dos seises. Aunque en casa se pusieron contentos, en cuestión de<br />notas mis padres son muy distintos a otros padres; nunca les importa mucho que mis<br />notas sean buenas o malas; sólo se fijan en si estoy sana, en que no sea demasiado fresca<br />y en si me divierto. Mientras estas tres cosas estén bien, lo demás viene solo.<br />Yo soy todo lo contrario: no quiero ser mala alumna. Me aceptaron en el liceo de forma<br />condicional, ya que en realidad me faltaba ir al séptimo curso del colegio Montessori,<br />pero cuando a los chicos judíos nos obligaron a ir a colegios judíos, el señor Elte, después<br />de algunas idas y venidas, a Lies Goslar y a mí nos dejó matricularnos de manera<br />condicional. Lies también ha aprobado el curso pero tendrá que hacer un examen de<br />geometría de recuperación bastante difícil.<br />Pobre Lies, en su casa casi nunca puede sentarse a estudiar tranquila. En su habitación se<br />pasa jugando todo el día su hermana pequeña, una niñita consentida que está a punto de<br />cumplir dos años. Si no hacen lo que ella quiere, se pone a gritar, y si Lies no se ocupa de<br />ella, la que se pone a gritar es su madre. De esa manera es imposible estudiar nada, y<br />tampoco ayudan mucho las incontables clases de recuperación que tiene a cada rato. Y es<br />que la casa de los Goslar es una verdadera casa de tócame Roque. Los abuelos maternos<br />de Lies viven en la casa de al lado, pero comen con ellos. Luego hay una criada, la niñita,<br />el eternamente distraído y despistado padre y la siempre nerviosa e irascible madre, que<br />está nuevamente embarazada. Con un panorama así, la patosa de Lies está completamente<br />perdida.<br />A mi hermana Margot también le han dado las notas, estupendas como siempre. Si en el<br />colegio existiera el cum laude, se lo habrían dado. ¡Es un hacha!<br />Papá está mucho en casa últimamente; en la oficina no tiene nada que hacer. No debe ser<br />nada agradable sentirse un inútil. El señor Kleiman se ha hecho cargo de Opekta, y el<br />señor Kugler, de Gies & Cía., la compañía de los sucedáneos de especias, fundada hace<br />poco, en 1941.<br />Hace unos días, cuando estábamos dando una vuelta alrededor de la plaza, papá empezó a<br />hablar del tema de la clandestinidad. Dijo que será muy difícil vivir completamente<br />separados del mundo. Le pregunté por qué me estaba hablando de eso ahora.<br />-Mira, Ana -me dijo-. Ya sabes que desde hace más de un año estamos llevando ropa,<br />alimentos y muebles a casa de otra gente. No queremos que nuestras cosas caigan en<br />manos de los alemanes, pero menos aún que nos pesquen a nosotros mismos. Por eso, nos<br />iremos por propia iniciativa y no esperaremos a que vengan por nosotros.<br />-Pero papá, ¿cuándo será eso?<br />La seriedad de las palabras de mi padre me dio miedo.<br />-De eso no te preocupes, ya lo arreglaremos nosotros. Disfruta de tu vida despreocupada mientras puedas.<br />Eso fue todo. ¡Ojalá que estas tristes palabras tarden mucho en cumplirse!<br />Acaban de llamar al timbre. Es Hello. Lo dejo.<br /><br />
Tu Ana.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7180192705078692409.post-56396071766766879002015-03-29T20:06:00.004-07:002015-03-29T20:06:45.504-07:00Miércoles,1 de Julio de 1942Querida Kitty:<br />Hasta hoy te aseguro que no he tenido tiempo para volver a escribirte. El jueves estuve<br />toda la tarde en casa de unos amigos, el viernes tuvimos visitas y así sucesivamente hasta<br />hoy.<br />Helio y yo nos hemos conocido más a fondo esta semana. Me ha contado muchas cosas<br />de su vida. Es oriundo de Gelsenkirchen y vive en Holanda en casa de sus abuelos. Sus<br />padres están en Bélgica, pero no tiene posibilidades de viajar allí para reunirse con ellos.<br />Helio tenía una novia, Ursula. La conozco, es la dulzura y el aburrimiento personificado.<br />Desde que me conoció a mí, Helio se ha dado cuenta de que al lado de Ursula se duerme.<br />O sea, que soy una especie de antisomnífero. ¡Una nunca sabe para lo que puede llegar a<br />servir!<br />El sábado por la noche, Jacque se quedó a dormir conmigo, pero por la tarde se fue a casa<br />de Hanneli y me aburrí como una ostra.<br />Helio había quedado en pasar por la noche, pero a eso de las seis me llamó por teléfono.<br />Descolgué el auricular y me dijo: -Habla Helmuth Silberberg. ¿Me podría poner con<br />Ana? -Sí, Helio, soy Ana.<br />-Hola, Ana. ¿Cómo estás?<br />-Bien, gracias.<br />-Siento tener que decirte que esta noche no podré pasarme por tu casa, pero quisiera<br />hablarte un momento. ¿Te parece bien que vaya dentro de diez minutos?<br />-Sí, está bien. ¡Hasta ahora!<br />-¡Hasta ahora!<br />Colgué el auricular y corrí a cambiarme de ropa y a arreglarme el pelo. Luego me asomé,<br />nerviosa, por la ventana. Por fin lo vi llegar. Por milagro no me lancé escaleras abajo,<br />sino que esperé hasta que sonó el timbre. Bajé a abrirle y él fue directamente al grano:<br />-Mira, Ana, mi abuela dice que eres demasiado joven para que esté saliendo contigo.<br />Dice que tengo que ir a casa de los Löwenbach, aunque quizá sepas que ya no salgo con<br />Ursula.<br />-No, no lo sabía. ¿Acaso habéis reñido?<br />-No, al contrario. Le he dicho a Ursula que de todos modos no nos entendíamos bien y<br />que era mejor que dejáramos de salir juntos, pero que en casa siempre sería bien recibida, y que yo esperaba serlo también en la suya. Es que yo pensé que ella se estaba viendo con<br />otro chico, y la traté como si así fuera. Pero resultó que no era cierto, y ahora mi tío me<br />ha dicho que le tengo que pedir disculpas, pero yo naturalmente no quería, y por eso he<br />roto con ella, pero ése es sólo uno de muchos motivos. Ahora mi abuela quiere que vaya<br />a ver a Ursula y no a ti, pero yo no opino como ella y no tengo intención de hacerlo. La<br />gente mayor tiene a veces ideas muy anticuadas, pero creo que no pueden imponérnoslas<br />a nosotros. Es cierto que necesito a mis abuelos, pero ellos en cierto modo también me<br />necesitan. Ahora resulta que los miércoles por la noche tengo libre porque se supone que<br />voy a clase de talla de madera, pero en realidad voy a una de esas reuniones del partido<br />sionista. Mis abuelos no quieren que vaya porque se oponen rotundamente al sionismo.<br />Yo no es que sea fanático, pero me interesa, aunque últimamente están armando tal jaleo<br />que había pensado no ir más. El próximo miércoles será la última vez que vaya. Entonces<br />podremos vernos los miércoles por la noche, los sábados por la tarde y por la noche, los<br />domingos por la tarde, y quizá también otros días.<br />-Pero si tus abuelos no quieren, no deberías hacerlo a sus espaldas.<br />-El amor no se puede forzar.<br />En ese momento pasamos por delante de la librería Blankevoort, donde estaban Peter<br />Schiff y otros dos chicos. Era la primera vez que me saludaba en mucho tiempo, y me<br />produjo una gran alegría. El lunes, al final de la tarde, vino Helio a casa a conocer a papá<br />y mamá. Yo había comprado una tarta y dulces, y además había té y galletas, pero ni a<br />Helio ni a mí nos apetecía estar sentados en una silla uno al lado del otro, así que salimos<br />a dar una vuelta, y no regresamos hasta las ocho y diez. Papá se enfadó mucho, dijo que<br />no podía ser que llegara a casa tan tarde. Tuve que prometerle que en adelante estaría en<br />casa a las ocho menos diez a más tardar. Helio me ha invitado a ir a su casa el sábado que<br />viene.<br />Wilma me ha contado que un día que Helio fue a su casa le preguntó:<br />-¿Quién te gusta más, Ursula o Ana?<br />Y entonces él le dijo:<br />-No es asunto tuyo.<br />Pero cuando se fue, después de no haber cambiado palabra con Wilma en toda la noche,<br />le dijo:<br />-¡Pues Ana! Y ahora me voy. ¡No se lo digas a nadie!<br />Y se marchó.<br />Todo indica que Helio está enamorado de mí, y a mí, para variar, no me desagrada.<br />Margot diría que Helio es un buen tipo, y<br />yo opino igual que ella, y aún más. También mamá está todo el día alabándolo. Que es un<br />muchacho apuesto, que es muy corté,' simpático. Me alegro de que en casa a todos les<br />caiga tan bien, menos a mis amigas, a las que él encuentra muy niñas, y en eso tiene<br />razón. Jacque siempre me está tomando el pelo por lo de Hello. Yo no es que esté<br />enamorada, nada de eso. ¿Es que no puedo tener amigos? Con eso no hago mal a nadie.<br />Mamá sigue preguntándome con quién querría casarme, pero creo que ni se imagina que<br />es con Peter, porque yo lo desmiento una y otra vez sin pestañear. Quiero a Peter como<br />nunca he querido a nadie, y siempre trato de convencerme de que sólo vive persiguiendo<br />a todas las chicas para esconder sus sentimientos. Quizá él ahora también crea que Hello<br />y yo estamos enamorados, pero eso no es cierto. No es más que un amigo o, como dice<br />mamá, un galán.Anonymoushttp://www.blogger.com/profile/11086827564014213731noreply@blogger.com0