sábado, 11 de abril de 2015

Capítulo 9

Dejo de intentar dormir después de que unas pesadillas indescriptibles
interrumpan mis primeros intentos. Luego me quedo quieta y finjo respirar
profundamente cuando alguien viene a echarme un vistazo. Por la mañana me dejan
salir del hospital y me indican que me lo tome con calma. Cressida me pide grabar
unas cuantas líneas para una nueva propo del Sinsajo. En la comida sigo esperando a
que alguien comente la aparición de Peeta, pero nadie lo hace. Alguien más tiene que
haberlo visto, aparte de Finnick y yo misma.
Tengo entrenamiento, pero a Gale lo envían a trabajar con Beetee en armas o algo,
así que obtengo un permiso para llevarme a Finnick al bosque. Damos vueltas un
rato y después escondemos los intercomunicadores bajo un arbusto. Cuando estamos
a una distancia segura, nos sentamos a hablar de la retransmisión de Peeta.
‐ No he oído ni palabra sobre el tema. ¿Nadie te ha dicho nada? ‐pregunta Finnick,
y yo sacudo la cabeza; hace una pausa antes de preguntar‐: ¿Ni siquiera Gale?
Me aferro a la tenue esperanza de que Gale de verdad no sepa nada del mensaje
de Peeta, aunque tengo un mal presentimiento al respecto.
‐ Quizá está intentando encontrar el momento apropiado para contártelo a solas ‐
añade Finnick.
‐ Quizá.
Guardamos silencio tanto rato que un ciervo se pone a tiro y lo derribo de un
flechazo. Finnick lo arrastra de vuelta a la valla.
En la cena hay venado picado en el guiso. Gale me acompaña al compartimento E
después de comer. Cuando le pregunto qué ha estado pasando por aquí, sigue sin
decir nada de Peeta. En cuanto mi madre y mi hermana se duermen, saco la perla del
cajón y me paso una segunda noche en vela aferrada a ella, repitiendo las palabras de
Peeta en mi cabeza: «Pregúntate esto: ¿de verdad confías en las personas con las que
trabajas? ¿De verdad sabes qué está pasando? Y si no lo sabes…, averígualo».
Averígualo. ¿El qué? ¿De quién? ¿Y cómo puede Peeta saber otra cosa que no sea
lo que el Capitolio le cuente? No es más que una propo del Capitolio, más ruido. Sin
embargo, si Plutarch cree que no es más que un guión del Capitolio, ¿por qué no me
ha dicho nada? ¿Por qué nadie nos ha dicho nada ni a Finnick ni a mí?
Debajo de todo este debate mental se esconde la verdadera razón de mi inquietud:
Peeta. ¿Qué le han hecho? ¿Y qué le están haciendo ahora mismo? Está claro que
Snow no se tragó la historia de que Peeta y yo no sabíamos nada de la rebelión. Y sus
sospechas se han reforzado al verme aparecer convertida en el Sinsajo. Peeta sólo
puede hacer suposiciones sobre las tácticas rebeldes o inventarse cosas para sus
torturadores, mentiras que, una vez descubiertas, le acarrearían graves castigos. Debe
de sentir que lo he abandonado. En su primera entrevista intentó protegerme del
Capitolio y los rebeldes, y no sólo he fallado protegiéndolo, sino que lo han castigado
más por mi culpa.
Por la mañana, meto el antebrazo en la pared y me quedo mirando medio
dormida el horario. Justo después del desayuno tengo Producción. En el comedor,
mientras me trago los cereales calientes, la leche y la pastosa remolacha, veo un
brazalector en la muñeca de Gale.
‐ ¿Cuándo lo has recuperado, soldado Hawthorne? ‐le pregunto.
‐ Ayer. Pensaron que vendría bien como sistema de comunicación adicional
cuando salga contigo al campo de batalla.
Nadie me ha ofrecido nunca un brazalector. ¿Me lo darían si lo pidiera?
‐ En fin, supongo que uno de los dos debe ser accesible ‐respondo en tono algo
molesto.
‐ ¿Qué quieres decir?
‐ Nada, sólo repito lo que dijiste, y estoy completamente de acuerdo en que seas tú
el accesible. Sólo espero que sigas siéndolo para mí también.
Nos miramos a los ojos y me doy cuenta de lo furiosa que estoy con Gale, de que
no creo ni por un instante que no viera la propo de Peeta, de que me ha traicionado
al no contármelo. Nos conocemos demasiado bien para que no capte mi humor y
suponga qué lo ha causado.
‐ Katniss… ‐empieza; su tono de voz ya es de por sí una confesión.
Agarro mi bandeja, voy a la zona de recogida y coloco a golpes los platos en la
repisa. Cuando llego al pasillo ya me ha alcanzado.
‐ ¿Por qué no has dicho nada? ‐me pregunta, agarrándome del brazo.
‐ ¿Que por qué no lo he dicho yo? ‐replico, apartando el brazo‐. ¿Por qué no lo has
dicho tú, Gale? Y, por cierto, sí que lo dije: ¡anoche te pregunté que había pasado!
‐ Lo siento, ¿vale? No sabía qué hacer. Quería contártelo, pero todos temían que
ver la propo de Peeta te pusiera más enferma.
‐ Tenían razón, me puse mala, pero no tanto como saber que me mentías por Coin.
‐En ese momento empieza a pitar su brazalector‐. Ahí está, será mejor que corras,
tienes cosas que contarle.
Durante un instante le veo en la cara que está dolido de verdad. Después se pone
furioso, se da media vuelta y se larga. Quizá yo haya sido demasiado rencorosa,
quizá no le haya dado el tiempo suficiente para explicarse. Quizá lo que todos
intentan es mentirme para protegerme. Me da igual, estoy harta de que me mientan
por mi propio bien, porque, en realidad, es por su propio bien. Vamos a mentir a
Katniss sobre la rebelión para que no haga ninguna locura. Vamos a enviarla a la
arena sin tener ni idea para que podamos sacarla. No le digáis lo de la propo de Peeta
porque podría enfermar, y ya nos cuesta lo suficiente sacarle buenas tomas tal cual.
Sí que me siento enferma, tengo el corazón roto. Y estoy muy cansada para pasar
un día de producción, pero ya estoy en Belleza, así que entro. Hoy descubro que
vamos a volver al Distrito 12. Cressida quiere hacer entrevistas sin guión con Gale y
conmigo hablando sobre nuestra ciudad destruida.
‐ Si estáis los dos preparados ‐dice Cressida, mirándome con atención.
‐ Cuenta conmigo ‐respondo.
Me quedo quieta, rígida y poco comunicativa, como un maniquí, mientras mi
equipo de preparación me viste, me peina y me pone algo de maquillaje; no tanto
como para que se note, sólo lo bastante para taparme un poco las ojeras del
insomnio.
Boggs me acompaña al hangar, pero no hablamos más que para saludarnos. Me
alegro de ahorrarme otra charla sobre mi desobediencia en el 8, sobre todo porque su
máscara parece muy incómoda.
En el último momento recuerdo enviar un mensaje a mi madre para decirle que
salgo del 13 y enfatizar que no será peligroso. Subimos a un aerodeslizador para el
corto camino al 12 y me piden que me siente a una mesa en la que Plutarch, Gale y
Cressida señalan un mapa. Plutarch está henchido de satisfacción al enseñarme los
efectos del antes y el después de las dos primeras propos. Los rebeldes, que
mantenían su posición a duras penas en varios distritos, han avanzado. Han tomado
el 3 y el 11 (que resulta crucial porque es el principal suministrador de comida de
Panem), y han hecho incursiones en otros distritos.
‐ Esperanzador, muy esperanzador ‐dice Plutarch‐. Fulvia tendrá lista la primera
ronda de anuncios de la serie «Recordamos» esta noche, así que podremos dirigirnos
individualmente a cada distrito con sus propios muertos. Finnick está absolutamente
maravilloso.
‐ La verdad es que verlo resulta doloroso ‐añade Cressida‐. Conocía a muchos de
ellos en persona.
‐ Por eso es tan eficaz ‐dice Plutarch‐. Directo desde el corazón. Todos lo estáis
haciendo muy bien. Coin no podría estar más contenta.
Así que Gale no les ha dicho nada sobre que fingí no ver a Peeta y que me fastidió
su encubrimiento. Supongo que ya es un poco tarde para eso, porque sigo enfadada.
Da igual, él tampoco me habla a mí.
Al llegar a la Pradera me doy cuenta de que Haymitch no viene con nosotros. Le
pregunto a Plutarch, que sacude la cabeza y dice:
‐ No podía enfrentarse a esto.
‐ ¿Haymitch? ¿Incapaz de enfrentarse a algo? Seguramente quería tener el día
libre.
‐ Creo que sus palabras exactas fueron: «No podría enfrentarme a eso sin una
botella» ‐responde Plutarch.
Pongo los ojos en blanco, no me queda paciencia con mi mentor, su debilidad por
la bebida y a lo que puede o no enfrentarse. Sin embargo, a los cinco minutos de
regresar al 12, yo misma estoy deseando tener una botella. Creía que había aceptado
la muerte del 12: lo había oído, lo había visto desde el aire y había caminado entre
sus cenizas. Entonces, ¿por qué todo hace que vuelva a sentir esta punzada de dolor?
¿Acaso estaba demasiado atontada antes para percibir del todo la pérdida de mi
mundo? ¿O es que la mirada de Gale al recorrer a pie la destrucción hace que la
atrocidad me parezca nueva?
Cressida pide al equipo que empiece conmigo en mi vieja casa. Le pregunto qué
quiere que haga.
‐ Lo que te apetezca ‐responde.
De pie en mi cocina, no me apetece hacer nada. De hecho, me concentro en el cielo
(el único techo que queda) porque me ahogan los recuerdos. Al cabo de un rato,
Cressida dice:
‐ Con eso basta, Katniss, sigamos.
Gale no se escapa tan fácilmente en su vieja casa. Cressida lo graba en silencio
durante unos minutos, pero justo cuando recoge de las cenizas el único vestigio de su
antigua vida (un atizador metálico retorcido), ella empieza a preguntarle por su
familia, su trabajo y la vida en la Veta. Hace que vuelva a la noche del bombardeo y
lo reviva; empezamos en su casa y avanzamos por la Pradera, a través de los
bosques, hasta el lago. Me quedo detrás del equipo de grabación y los
guardaespaldas, y me da la impresión de que su presencia viola mi querido bosque.
Es un lugar privado, un santuario ya corrompido por la maldad del Capitolio.
Aunque ya hemos dejado atrás los tocones achicharrados junto a la valla, seguimos
pisando cadáveres en descomposición. ¿Tenemos que grabarlo para que lo vea todo
el mundo?
Cuando llegamos al lago, Gale ha perdido el habla. Todos estamos sudando (sobre
todo Castor y Pollux, con sus arneses de insecto), y Cressida decide hacer un
descanso. Bebo agua del lago con las manos, deseando poder zambullirme y flotar
sola, desnuda, sin que nadie me observe.
Vago por el perímetro un momento. Al rodear la casita de hormigón junto al lago
me detengo en la puerta y veo a Gale colocando junto a la chimenea el atizador
retorcido que ha sacado de su casa. Durante un momento veo a un desconocido
solitario, en algún momento del futuro, deambulando perdido por el bosque y
encontrando este pequeño refugio con la pila de troncos partidos, la chimenea y el
atizador. Se preguntará qué pasó aquí. Gale se vuelve, me mira a los ojos y sé que
está pensando en nuestro último encuentro en este lugar, cuando intentábamos
decidir si huir o no. De haberlo hecho, ¿seguiría aquí el Distrito 12? Creo que sí,
aunque el Capitolio todavía controlaría Panem.
Nos repartimos unos sándwiches de queso y los comemos a la sombra de los
árboles. Me siento a posta en el otro extremo del grupo, al lado de Pollux, para no
tener que hablar. Nadie habla mucho, en realidad. Gracias al relativo silencio, los
pájaros recuperan su bosque. Le doy un codazo a Pollux y señalo a un pajarito negro
con cresta. El pájaro salta a una nueva rama, abre un instante las alas y nos enseña
sus manchas blancas. Pollux hace un gesto hacia mi insignia y arquea las cejas.
Asiento para confirmar que es un sinsajo y levanto un dedo para decir: «Espera,
ahora verás». Entonces silbo un gorjeo. El sinsajo ladea la cabeza y lo imita.
Sorprendida, veo que Pollux silba unas notas. El pájaro responde al instante. Pollux
pone cara de alegría e inicia un intercambio melódico con el pájaro. Supongo que es
la primera conversación que tiene en años. La música atrae a los sinsajos como las
flores a las abejas, así que en pocos minutos tiene a media docena de ellos posados en
las ramas que nos cubren. Me da un golpecito en el brazo y usa una ramita para
escribir una palabra en la tierra: «¿Cantas?».
En otras circunstancias me negaría, pero es imposible decir que no a Pollux.
Además, las voces de cantar de los sinsajos no son iguales que sus silbidos y quiero
que él las oiga. Antes de pensar mucho en lo que hago, canto las cuatro notas de Rue,
las que usaba para marcar el final del día de trabajo en el 11. Las notas que acabaron
siendo la banda sonora de su asesinato. Los pájaros no lo saben, recogen la sencilla
frase y se la repiten entre ellos en dulce armonía; igual que hicieron en los Juegos del
Hambre antes de que las mutaciones aparecieran entre los árboles, nos persiguieran
hasta la Cornucopia y convirtieran poco a poco a Cato en una masa sanguinolenta…
‐ ¿Quieres oírlos cantar una canción de verdad? ‐le suelto; cualquier cosa para
detener los recuerdos.
Me pongo de pie, vuelvo a los árboles y apoyo la mano en el rugoso tronco del
arce en el que están los pájaros. No he cantado El árbol del ahorcado en voz alta
desde hace diez años porque está prohibido, pero recuerdo todas las palabras.
Empiezo en voz baja, dulce, como hacía mi padre:
¿Vas, vas a volver
al árbol en el que colgaron
a un hombre por matar a tres?
Cosas extrañas pasaron en él,
no más extraño sería
en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.
Los sinsajos empiezan a cambiar sus canciones al darse cuenta de mi nuevo
ofrecimiento.
¿Vas, vas a volver
al árbol donde el hombre muerto
pidió a su amor huir con él?
Cosas extrañas pasaron en él,
no más extraño sería
en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.
Ya he captado la atención de los pájaros. Sólo tardarán otra estrofa en entender la
melodía, ya que es sencilla y se repite cuatro veces sin mucha variación.
¿Vas, vas a volver
al árbol donde te pedí huir
y en libertad juntos correr?
Cosas extrañas pasaron en él,
no más extraño sería
en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.
Los árboles callan, sólo se oye el susurro de las hojas con la brisa, pero nada de
pájaros, ni sinsajos ni otros. Peeta tiene razón: guardan silencio cuando canto, igual
que hacían con mi padre.
¿Vas, vas a volver
al árbol con un collar de cuerda
para conmigo pender?
Cosas extrañas pasaron en él,
no más extraño sería
en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.
Los pájaros esperan a que siga, pero ya está, última estrofa. En el silencio que
sigue recuerdo la escena. Estaba en casa después de pasar el día en el bosque con mi
padre, sentada en el suelo con Prim, que era un bebé, cantando El árbol del ahorcado.
Hacíamos collares de trapos viejos, como decía en la canción, sin conocer el
verdadero significado de las palabras. La melodía era sencilla y fácil de cantar en
armonía, y entonces yo era capaz de memorizar casi cualquier cosa con música con
un par de veces que la cantara. De repente, mi madre nos quitó los collares de cuerda
y empezó a gritar a mi padre. Me puse a llorar porque mi madre nunca chillaba, Prim
se puso a berrear, y yo corrí afuera para esconderme. Como sólo tenía un escondrijo
(en la Pradera, bajo un arbusto de madreselva), mi padre me encontró muy deprisa.
Me calmó y me dijo que todo iba bien, pero que lo mejor era que no volviéramos a
cantar aquella canción. Mi madre sólo quería que yo la olvidara, así que, por
supuesto, todas y cada una de las palabras quedaron grabadas sin remedio y para
siempre en mi cerebro.
Mi padre y yo no volvimos a cantarla, ni siquiera a hablar de ella. Cuando murió,
me acostumbre a venir mucho por aquí y empecé a entender la letra. Al principio es
como si un hombre intentara convencer a su novia para que se reuniera con él en
secreto por la noche. Sin embargo, un árbol del ahorcado, en el que han ajusticiado a
un hombre por asesinato, es un lugar muy extraño para un encuentro amoroso.
Puede que la amante del asesino tuviera algo que ver con el asesinato o quizá fueran
a castigarla de todos modos, porque el cadáver del asesino la llama para que huya. Es
raro, claro, lo del cadáver que habla, pero es en la tercera estrofa cuando El árbol del
ahorcado empieza a ser desconcertante. Te das cuenta de que el que canta la canción
es el asesino muerto, que sigue en el árbol. Y aunque le dijo a su amante que
escapara, no deja de pedirle que se reúna con él. La frase «donde te pedí huir y en
libertad juntos correr» es la más inquietante, porque al principio parece que está
hablando de cuando él le pidió a ella que huyera, seguramente para ponerse a salvo.
Pero después te preguntas si se refiere a que vaya con él, que vaya a la muerte. En la
estrofa final queda claro que eso es justo lo que el hombre espera, que su amante se
ponga un collar de cuerda y cuelgue muerta del árbol junto a él.
Antes pensaba que el asesino era el tío más espeluznante del mundo. Ahora, con
un par de viajes a los Juegos del Hambre a mis espaldas, creo que es mejor no
juzgarlo antes de conocer los detalles. Quizá ya hubieran sentenciado a muerte a su
amante y él intentaba ponérselo más fácil, hacerle saber que la esperaba. O quizá
pensaba que el lugar en el que la dejaba era mucho peor que la muerte. ¿Acaso no
quise matar a Peeta con aquella jeringuilla para salvarlo del Capitolio? ¿De verdad
era mi única opción? Seguramente no, pero en aquel momento no se me ocurría nada
mejor.
Supongo que mi madre pensaba que todo aquello era demasiado retorcido para
una niña de siete años, sobre todo una que se hacía sus propios collares de cuerda.
Los ahorcamientos tampoco eran una cosa que sólo ocurriera en las historias, ya que
ejecutaron así a muchas personas en el 12. Apuesto lo que sea a que no quería que
cantara la canción delante de todos mis compañeros de la clase de música. Es
probable que tampoco le haga mucha gracia saber que lo estoy haciendo aquí,
delante de Pollux, pero al menos no me están… Espera, me equivoco: miro de lado y
veo que Castor me ha grabado. Todos me observan atentamente y Pollux está
llorando, porque seguro que mi espeluznante canción ha desenterrado algún horrible
incidente de su vida. Genial. Suspiro y me apoyo en el tronco. Entonces es cuando los
sinsajos empiezan su versión de El árbol del ahorcado. En sus picos resulta muy
bella. Consciente de que me filman, me quedo quieta hasta que Cressida dice:
‐ ¡Corten!
Plutarch se me acerca riendo.
‐ ¿De dónde has sacado eso? ¡Parece hecho a posta! ‐Me rodea con un brazo y me
da un beso en la frente haciendo mucho ruido‐. ¡Eres una mina!
‐ No lo hacía para las cámaras ‐respondo.
‐ Pues hemos tenido suerte de que estuvieran encendidas. ¡Venga, todos de vuelta
a la ciudad!
En nuestro camino por el bosque llegamos a un canto rodado, y Gale y yo
volvemos la cabeza en la misma dirección, como un par de perros captando un rastro
en el viento. Cressida lo nota y pregunta qué hay por allí. Reconocemos sin mirarnos
que es nuestro antiguo punto de encuentro para cazar. Ella quiere verlo, incluso
después de decirle que no tiene nada especial.
«Salvo que allí era feliz», pienso.
Nuestra repisa de roca da al valle. Quizá esté algo menos verde de lo normal, pero
los arbustos de moras están cargados de frutos. Aquí dieron comienzo incontables
días de caza, trampas, pesca y recolección, paseando juntos por el bosque,
compartiendo nuestros pensamientos mientras llenábamos las bolsas. Era la puerta a
la alimentación y la cordura. Y los dos éramos nuestras respectivas llaves.
Ahora no hay Distrito 12 del que escapar ni agentes de la paz a los que engañar, ni
bocas hambrientas que alimentar. El Capitolio nos lo ha quitado todo y estoy a punto
de perder también a Gale. El pegamento de la necesidad que nos unió con tanta
fuerza durante todos esos años empieza a derretirse, y lo que aparece en los huecos
no es luz, sino manchas oscuras. ¿Cómo es posible que hoy, enfrentados a la horrible
muerte del 12, estemos demasiado enfadados para hablarnos?
Gale prácticamente me ha mentido. Eso es inaceptable, aunque estuviera
preocupado por mi bienestar. Sin embargo, su disculpa parecía auténtica, y es cierto
que yo se la agradecí con un insulto que sabía que le dolería. ¿Qué nos está pasando?
¿Por qué ahora siempre estamos peleados? Estoy hecha un lío, pero me da la
sensación de que, si vuelvo al origen de nuestros problemas, mis acciones estarán en
el centro. ¿De verdad quiero apartarlo de mí?
Rodeo una mora con los dedos y la arranco de la mata. Después la hago rodar con
cuidado entre el pulgar y el índice. De repente, me vuelvo hacia él y se la tiro,
diciendo:
‐ Y que la suerte…
La lanzo lo bastante alto como para que tenga tiempo de decidir si rechazarla o
aceptarla.
Gale tiene los ojos fijos en mí, no en la mora, pero, en el último momento, abre la
boca y la recoge. La mastica, la traga y hace una pausa antes de decir:
‐ … esté siempre, siempre de vuestra parte.
Pero lo dice.
Cressida pide que nos sentemos en las rocas, donde es imposible no tocarse, y nos
hace hablar sobre la caza: lo que nos llevó al bosque, cómo nos conocimos, los
momentos favoritos… Nos relajamos, empezamos a reírnos un poco mientras
contamos percances con abejas, perros salvajes y mofetas. Cuando la conversación se
desvía a cómo nos sentimos al usar nuestra habilidad con las armas en el bombardeo
del 8, dejo de hablar. Gale sólo dice:
‐ Iba siendo hora.
Cuando llegamos a la plaza de la ciudad, la tarde se ha convertido en noche. Llevo
a Cressida a las ruinas de la panadería y le pido que grabe una cosa. La única
emoción que siento es cansancio.
‐ Peeta, éste es tu hogar. No sabemos nada de tu familia desde el bombardeo. El 12
ha desaparecido. ¿Y tú nos pides un alto el fuego? ‐Miro al vacío‐. No queda nadie
que pueda escucharte.
De pie delante del tocón de metal que antes era la horca, Cressida nos pregunta si
alguna vez nos han torturado. A modo de respuesta, Gale se quita la camiseta y
ofrece su espalda a la cámara. Me quedo mirando las marcas de latigazos y vuelvo a
oír el silbido del látigo, vuelvo a ver su figura ensangrentada colgando inconsciente
de las muñecas.
‐ He terminado ‐anuncio‐. Me reuniré con vosotros en la Aldea de los Vencedores.
Tengo que recoger una cosa para… mi madre.
Supongo que he venido caminando, aunque lo siguiente que sé es que estoy
sentada en el suelo, delante de los armarios de la cocina de nuestra casa en la Aldea,
colocando meticulosamente tarros de cerámica y botellas de cristal dentro de una
caja, con vendas limpias de algodón entre ellos para evitar que se rompan;
envolviendo montoncitos de flores secas.
De repente recuerdo la rosa de mi cómoda. ¿Era real? Si lo era, ¿seguirá allí?
Tengo que resistir la tentación de comprobarlo. Si está, sólo servirá para volver a
asustarme. Me doy más prisa empaquetando.
Una vez vacíos los armarios, me levanto y veo que Gale ha aparecido en la cocina.
Es desconcertante lo silencioso que puede ser. Está apoyado en la mesa, con los
dedos extendidos sobre las vetas de la madera. Dejo la caja entre nosotros.
‐ ¿Lo recuerdas? ‐me dice‐. Aquí es donde me besaste.
Así que la fuerte dosis de morflina administrada después de los latigazos no bastó
para borrar eso de su conciencia.
‐ Creía que no lo recordarías ‐respondo.
‐ Tendría que estar muerto para no recordarlo. Y quizá ni siquiera entonces lo
olvidaría. Quizá sea como ese hombre de El árbol del ahorcado, esperando una
respuesta.
Gale, a quien nunca he visto llorar, tiene lágrimas en los ojos. Para evitar que las
derrame, me acerco y lo beso en los labios. Sabemos a calor, cenizas y tristeza, un
sabor sorprendente para un beso tan suave. Él se aparta primero y esboza una
sonrisa irónica.
‐ Estaba seguro de que me besarías.
‐ ¿Por qué? ‐pregunto, porque ni yo lo sabía.
‐ Porque sufro. Es la única forma de llamar tu atención ‐añade, recogiendo la caja‐.
No te preocupes, Katniss, se me pasará.
Y se va antes de que pueda responder.
Estoy demasiado cansada para repasar su última acusación. Me paso el corto viaje
de vuelta al 13 acurrucada en un asiento, intentando no hacer caso de Plutarch, que
no deja de hablar de uno de sus temas favoritos: las armas de las que la humanidad
ya no dispone: aviones para grandes altitudes, satélites militares, desintegradores de
células, vehículos aéreos no tripulados y armas biológicas con fecha de caducidad.
Todo desaparecido por la destrucción de la atmósfera, la falta de recursos o los
escrúpulos morales. Se nota el pesar de un Vigilante Jefe que no puede más que
soñar con esos juguetes, que tiene que conformarse con aerodeslizadores, misiles
tierra‐tierra y simples armas de fuego.
Después de quitarme el traje de Sinsajo me voy directa a la cama sin comer. Aun
así, Prim tiene que sacudirme para que me levante por la mañana. Después de
desayunar, hago caso omiso de mi horario y me echo una siesta en el armario de
material escolar. Cuando me despierto y salgo a rastras de entre las cajas de tizas y
lápices, ya es la hora de cenar. Me tomo una porción extragrande de sopa de
guisantes y me dirijo de vuelta al compartimento E, pero Boggs me intercepta.
‐ Hay una reunión en la sala de Mando. No prestes atención a tu horario.
‐ Hecho ‐respondo.
‐ ¿Lo has seguido en algún momento del día? ‐pregunta, impaciente.
‐ ¿Quién sabe? Estoy mentalmente desorientada.
Levanto la muñeca para enseñarle la pulsera médica y me doy cuenta de que ya
no está.
‐ ¿Ves? ‐le digo‐ Ni siquiera recuerdo que me quitaron la pulsera. ¿Por qué me
quieren en Mando? ¿Me he perdido algo?
‐ Creo que Cressida quería enseñarte las propos del 12, aunque supongo que ya las
verás cuando las emitan.
‐ Para eso necesito un horario, para saber cuándo emiten las propos ‐respondo; me
lanza una miradita, pero no hace ningún comentario.
La sala de Mando está llena, aunque me han guardado un asiento al lado de
Finnick y Plutarch. Las pantallas de la mesa ya están levantadas, y en ellas se ven las
retransmisiones de siempre del Capitolio.
‐ ¿Qué pasa? ¿No íbamos a ver las propos del 12? ‐pregunto.
‐ Oh, no ‐responde Plutarch‐. Es decir, puede. No sé bien qué grabación va a usar
Beetee.
‐ Beetee cree que ha encontrado la forma de entrar en la emisión a nivel nacional ‐
dice Finnick‐, para que nuestras propos se vean también en el Capitolio. Ahora está
abajo, trabajando en ello en Defensa Especial. Esta noche hay programación en
directo. Snow va a hacer una aparición o algo. Creo que ya empieza.
Ponen el sello del Capitolio, subrayado por el himno. De repente me encuentro
mirando a los ojos de serpiente del presidente Snow, que saluda a la nación. Es como
si usara su podio de barricada, aunque la rosa blanca de su solapa está bien a la vista.
La cámara se aleja para incluir a Peeta; lo han puesto a un lado, delante de un mapa
proyectado de Panem. Está sentado en una silla elevada, con los zapatos encima de
un escalón metálico. El pie de su pierna protésica da golpecitos en el suelo de manera
irregular. Unas gotas de sudor han atravesado la capa de polvos del labio superior y
de la frente, pero es su mirada (de enfado, pero perdida) lo que más me asusta.
‐ Está peor ‐susurro.
Finnick me agarra la mano para ofrecerme apoyo, y yo intento aferrarme a él.
Peeta empieza a hablar en tono frustrado sobre la necesidad del alto el fuego.
Destaca el daño hecho a las infraestructuras de varios distritos y, mientras habla,
algunas partes del mapa se iluminan para mostrar imágenes de la destrucción: una
presa rota en el 7, un tren descarrilado con un charco de residuos tóxicos saliendo de
los vagones cisterna y un granero derrumbándose después de un incendio. Todo lo
atribuye a la acción de los rebeldes.
¡Pum! De repente, sin previo aviso, estoy en la tele, de pie entre las ruinas de la
panadería.
Plutarch se levanta y exclama:
‐ ¡Lo ha hecho! ¡Beetee ha entrado!
La sala está eufórica cuando Peeta vuelve, distraído. Me ha visto en el monitor.
Intenta seguir con su discurso pasando al bombardeo de un planta depuradora de
agua, cuando lo sustituye una grabación de Finnick hablando de Rue. Y entonces
aquello se convierte en una batalla por las ondas: los expertos en tecnología del
Capitolio intentan rechazar el ataque de Beetee, pero no están preparados; y Beetee,
al parecer anticipando que no mantendría el control de manera continua, tiene
preparado un arsenal de fragmentos de cinco a diez segundos con los que trabajar.
Observamos cómo se deteriora la presentación oficial, salpicada de imágenes
escogidas de las propos.
Plutarch sufre espasmos de placer y casi todos vitorean a Beetee, pero Finnick
permanece callado e inmóvil a mi lado. Haymitch está al otro lado de la sala; lo miro
a los ojos y veo reflejado en ellos mi propio miedo. Los dos sabemos que, con cada
vítor, Peeta se aleja más y más de nuestro alcance.
Vuelven a poner el sello del Capitolio, acompañado de un pitido continuo. Snow y
Peeta tardan veinte segundos en volver, y vemos que el estudio es un caos. Oímos
conversaciones frenéticas en su cabina. Snow se lanza hacia la pantalla diciendo que,
sin duda, los rebeldes intentan evitar que todos conozcan la información que los
incrimina, pero que la verdad y la justicia prevalecerán. La emisión se restablecerá
cuando restauren la seguridad. Pregunta a Peeta que si, dados los hechos acaecidos
esta noche, tiene algo más que decir a Katniss Everdeen.
Al oír mi nombre, el rostro de Peeta se arruga, como si le costara hablar.
‐ Katniss…, ¿cómo crees que acabará esto? ¿Qué quedará? Nadie está a salvo, ni en
el Capitolio ni en los distritos. Y tú… en el 13… ‐dice, tomando aire con dificultad,
como si no pudiera respirar; con ojos de loco‐. ¡Mañana estarás muerta!
Fuera de cámara, Snow ordena cortar la emisión. Beetee lo termina de liar todo
poniendo una imagen fija de mí de pie delante del hospital a intervalos de tres
segundos. Sin embargo, entre las imágenes, somos testigos de lo que pasa en el plató,
de que Peeta intenta seguir hablando, de que la cámara cae al suelo y graba las
baldosas blancas, del movimiento de muchas botas, del impacto del golpe que va
unido al grito de dolor de Peeta…, y de su sangre salpicando las baldosas.

Capítulo 8

Boggs me coge con fuerza del brazo, pero ya no pienso escapar. Miro al hospital
(justo a tiempo de ver cómo cede el resto de la estructura) y dejo de luchar. Todas
esas personas, los cientos de heridos, los parientes y los médicos del 13, ya no existen.
Me vuelvo hacia Boggs y veo que tiene hinchada la cara por la patada de Gale.
Aunque no soy una experta, estoy bastante segura de que le ha roto la nariz. A pesar
de todo, suena más resignado que enfadado:
‐ De vuelta a la pista.
Doy un paso adelante, obediente, y hago una mueca al notar el dolor de la rodilla
derecha. El subidón de adrenalina ya ha pasado y todas las partes de mi cuerpo se
unen en un coro de quejas. Estoy machacada, ensangrentada y alguien me está
pegando martillazos en la sien izquierda desde dentro del cráneo. Boggs me examina
rápidamente la cara, me sube en brazos y corre hacia la pista. A medio camino
vomito encima de su chaleco antibalas. Creo que suspira, aunque es difícil saberlo,
porque está sin aliento.
Un aerodeslizador pequeño, distinto al que nos trajo aquí, nos espera en la pista.
En cuanto mi equipo sube a bordo, despegamos. Esta vez no hay ni asientos cómodos
ni ventanas, sino que estamos en una especie de avión de mercancías. Boggs se
encarga de los primeros auxilios de todos para que resistan hasta que lleguemos al
13. Quiero quitarme el chaleco porque también ha recibido buena parte del vómito,
pero hace demasiado frío para eso. Me quedo tumbada en el suelo con la cabeza
apoyada en el regazo de Gale. Lo último que recuerdo es a Boggs poniéndome
encima un par de sacos de arpillera.
Cuando me despierto, estoy calentita y remendada en mi vieja habitación del
hospital. Mi madre está aquí, comprobando mis constantes vitales.
‐ ¿Cómo te sientes?
‐ Un poco machacada, pero bien ‐respondo.
‐ Nadie nos dijo que te ibas hasta que ya no estabas aquí.
Siento una punzada de culpa. Cuando tu familia ha tenido que enviarte dos veces
a los Juegos del Hambre, es un detalle de los que no deben olvidarse.
‐ Lo siento, no esperaban el ataque, se suponía que iba a visitar a los pacientes ‐le
explico‐. La próxima vez haré que te lo consulten.
‐ Katniss, a mí nadie me consulta nada.
Es cierto, ni siquiera yo desde que murió mi padre. ¿Por qué fingir?
‐ Bueno, pues al menos haré que te lo… notifiquen.
En la mesita de noche está el fragmento de metralla que me han sacado de la
pierna. Los médicos están más preocupados con el daño cerebral a consecuencia de
las explosiones ya que mi conmoción todavía no se había curado del todo, pero no
veo doble ni nada, y puedo pensar con bastante claridad. He dormido toda la tarde y
la noche, así que estoy muerta de hambre. El tamaño del desayuno me resulta
decepcionante, sólo unos cuantos trocitos de pan mojados en leche tibia. Me han
llamado para una reunión a primera hora en Mando. Cuando empiezo a levantarme
me doy cuenta de que piensan llevarme en la camilla directamente. Quiero ir
andando, pero eso no está descartado, así que negocio para que me dejen ir en silla
de ruedas. Estoy bien, en serio…, salvo por la cabeza, la pierna, los moratones y las
náuseas que me entran un par de minutos después de comer. Quizá la silla sea buena
idea.
Mientras me bajan, empieza a preocuparme lo que me encontraré. Gale y yo
desobedecimos órdenes directas ayer, y Boggs tiene la herida que lo prueba. Sin
duda habrá repercusiones, aunque ¿será capaz Coin de anular nuestro acuerdo sobre
la inmunidad de los vencedores? ¿Le habré quitado a Peeta la poca protección que
podía ofrecerle?
Cuando llego a Mando, los únicos que ya están presentes son Cressida, Messalla y
los insectos. Messalla me mira con una amplia sonrisa y dice:
‐ ¡Ahí está nuestra pequeña estrella!
Los demás sonríen de tan buena gana que no puedo evitar devolverles la sonrisa.
En el 8 me impresionaron al seguirme por el tejado durante el bombardeo y obligar a
Plutarch a retroceder para poder conseguir las imágenes que querían. Hicieron su
trabajo más que de sobra, se enorgullecen de él. Como Cinna.
Se me ocurre la extraña idea de que, si estuviéramos en la arena juntos, los
escogería como aliados. Cressida, Messalla y… y…
‐ Tengo que dejar de llamaros «los insectos» ‐espeto a los cámaras.
Les explico que no sabía sus nombres, pero sus trajes me recordaban a esas
criaturas. La comparación no parece molestarlos. Incluso sin los trajes se parecen
mucho entre sí: mismo pelo rojizo, barba roja y ojos azules. El de las uñas mordidas
se presenta como Castor, y el otro, que es su hermano, se llama Pollux. Espero a que
Pollux diga algo, pero se limita a asentir. Al principio creo que es tímido o un
hombre de pocas palabras. Sin embargo, hay algo más, algo en la posición de los
labios, en el esfuerzo adicional que le supone tragar, y lo sé antes de que me lo diga
Castor: Pollux es un avox. Le cortaron la lengua y nunca volverá a hablar. Ya no
tengo que preguntarme qué es lo que lo impulsa a arriesgarlo todo por ayudar a
destruir el Capitolio.
Mientras se va llenando la sala me preparo para una acogida menos agradable,
pero los únicos que demuestran alguna negatividad son Haymitch (que, de todos
modos, siempre está de mal humor) y Fulvia Cardew, que tiene cara de avinagrada.
Boggs lleva una máscara de plástico de color carne desde el labio superior a la frente
(no me equivoqué con lo de la nariz rota), así que resulta difícil interpretar su
expresión. Coin y Gale están absortos en una conversación que parece muy cordial.
Cuando Gale se acomoda en el asiento que hay al lado de mi silla de ruedas, le
pregunto:
‐ ¿Haciendo amigos?
Él mira brevemente a la presidenta y después a mí.
‐ Bueno, uno de los dos tiene que ser accesible ‐responde, tocándome la sien con
cariño‐. ¿Cómo te sientes?
Deben de haber servido estofado de calabacín con ajo en el desayuno porque,
cuanta más gente se acumula, más huele. Se me revuelve el estómago y las luces, de
repente, me resultan demasiado brillantes.
‐ Un poco tambaleante, ¿y tú?
‐ Estoy bien. Me sacaron un par de fragmentos de metralla, nada grave.
Coin manda guardar silencio.
‐ Nuestro asalto a las ondas ha comenzado oficialmente. Para los que os perdisteis
la retransmisión durante veinticuatro horas ininterrumpidas de nuestra primera
propo y las diecisiete repeticiones que Beetee ha conseguido poner en antena desde
entonces, empezaremos viéndola.
¿Repeticiones? Así que no sólo consiguieron unas imágenes aceptables, sino que
ya han montado una propo y la han emitido varias veces. Las manos me sudan al
pensar en verme en el televisor. ¿Y si lo hago fatal? ¿Y si estoy tan rígida y absurda
como en el estudio, y han tenido que rendirse y emitirlo de todos modos? De la mesa
salen unas pantallas individuales, las luces se oscurecen y los presentes guardan
silencio.
Al principio mi pantalla está en negro. Entonces aparece una llamita vacilante en
el centro que florece, se propaga y se come en silencio la oscuridad hasta que todo el
televisor queda cubierto por un fuego tan real e intenso que casi puedo notar el calor
que emana. La imagen dorado rojizo de mi insignia del sinsajo surge del centro,
reluciente. Claudius Templesmith, el presentador oficial de los Juegos del Hambre,
dice:
‐ Katniss Everdeen, la chica en llamas, sigue ardiendo.
De repente ahí estoy, sustituyendo al sinsajo, de pie delante de las llamas y el
humo reales del Distrito 8.
‐ Quiero decir a los rebeldes que estoy viva, que estoy aquí, en el Distrito 8, donde
el Capitolio acaba de bombardear un hospital lleno de hombres, mujeres y niños
desarmados. No habrá supervivientes.
Ponen una imagen del hospital hundiéndose, de la desesperación de los testigos,
mientras yo sigo hablando:
‐ Quiero decirles que si creen por un solo segundo que el Capitolio nos tratará con
justicia, están muy equivocados. Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen.
Otra imagen mía levantando las manos para señalar la atrocidad que me rodea.
‐ ¡Esto es lo que hacen! ¡Y tenemos que responder!
Y meten un montaje realmente fantástico de la batalla. Las primeras bombas
cayendo, nosotros corriendo, volando por los aires (con un primer plano de mi
herida, que es sangrienta y queda bien), subiendo al tejado, metiéndonos en los
nidos, y algunas imágenes asombrosas de los rebeldes, de Gale y, sobre todo, de mí,
de mí y de mí derribando aquellos aviones. Después vuelven a sacarme avanzando
hacia la cámara.
‐ ¿El presidente Snow dice que está enviándonos un mensaje? Bueno, pues yo
tengo uno para él: puedes torturarnos, bombardearnos y quemar nuestros distritos
hasta los cimientos, pero ¿ves eso?
Volvemos con la cámara que muestra los aviones que arden en el tejado del
almacén y se queda fija en el ala con el sello del Capitolio, que se difumina hasta
convertirse en mi cara gritando al presidente:
‐ ¡El fuego se propaga!
Las llamas vuelven a comerse la pantalla y sobre ellas, en negro, unas letras
mayúsculas con las palabras:
Si nosotros ardemos,
tú arderás con nosotros.
Las palabras arden y toda la pantalla se quema hasta fundirse en negro.
Hay un momento de disfrute silencioso seguido de un aplauso y de voces
pidiendo volver a verlo. Coin, complaciente, vuelve a reproducirlo y, esta vez, como
ya sé lo que va a pasar, intento fingir que lo veo en mi televisor de la Veta. Nunca
antes se ha visto algo así en televisión, al menos desde que nací.
Cuando por fin se oscurece de nuevo la pantalla, necesito saber más:
‐ ¿Se ha visto en todo Panem? ¿Lo han visto en el Capitolio?
‐ En el Capitolio, no ‐responde Plutarch‐. No hemos podido entrar en su sistema,
aunque Beetee trabaja en ello. Pero sí se ha visto en todos los distritos, incluso en el 2,
que quizá sea más valioso que el Capitolio en estos momentos.
‐ ¿Está con nosotros Claudius Templesmith? ‐pregunto.
‐ Sólo su voz ‐responde Plutarch después de recuperarse del ataque de risa‐.
Aunque eso podemos usarlo como queramos. Ni siquiera hemos tenido que editarla,
ya que dijo esas mismas palabras en tus primeros Juegos. ‐Da una palmada en la
mesa‐. ¿Y si le damos otro aplauso a Cressida, su asombroso equipo y, por supuesto,
a nuestra estrella televisiva?
Yo también aplaudo hasta que me doy cuenta de que soy la estrella televisiva y de
que quizá quede como una repelente si me aplaudo a mí misma, aunque nadie me
presta atención. Me fijo en la cara de Fulvia, eso sí. Debe de ser muy duro para ella
ver cómo la idea de Haymitch triunfa bajo el mando de Cressida, mientras que la de
Fulvia salió tan mal.
Coin parece haber llegado al límite de su tolerancia con las felicitaciones mutuas.
‐ Sí, y bien merecido. El resultado es mejor de lo esperado. Sin embargo, tengo que
cuestionar el excesivo margen de riesgo con el que habéis jugado. Sé que el ataque
era imprevisible, pero, dadas las circunstancias, creo que deberíamos analizar la
decisión de enviar a Katniss a un combate real.
¿La decisión? ¿De enviarme al combate? ¿Entonces no sabe que desobedecí
órdenes de manera flagrante, que me arranqué el auricular y huí de mis
guardaespaldas? ¿Qué más le han ocultado?
‐ Fue una decisión difícil ‐responde Plutarch, frunciendo el ceño‐. Pero todos
estuvimos de acuerdo en que no íbamos a sacar nada bueno si la encerrábamos en un
búnker cada vez que sonaba un disparo.
‐ ¿Y a ti te parece bien? ‐me pregunta la presidenta.
Gale tiene que darme una patada bajo la mesa para que me dé cuenta de que habla
conmigo.
‐ ¡Oh! Sí, me parece muy bien. Me sentó estupendamente hacer algo, para variar.
‐ Bueno, pues vamos a ser un poquito más sensatos con sus salidas. Sobre todo
ahora que el Capitolio sabe lo que puede hacer ‐responde Coin, y todos murmuran
su asentimiento.
Nadie nos ha delatado a Gale y a mí, ni Plutarch, de cuya autoridad pasamos; ni
Boggs, con su nariz rota; ni los insectos a los que condujimos a los disparos; ni
Haymitch…, no, espera un segundo, Haymitch me mira con una sonrisa mortífera y
dice:
‐ Sí, no queremos perder a nuestro pequeño Sinsajo cuando por fin empieza a
cantar.
Tomo nota mental de que no debo quedarme a solas con él, porque está claro que
planea su venganza por culpa de ese estúpido auricular.
‐ Bueno, ¿qué más tenéis pensado? ‐pregunta la presidenta.
Plutarch hace un gesto con la cabeza a Cressida, que consulta sus notas y
responde:
‐ Tenemos unas imágenes increíbles de Katniss en el hospital del 8. Debería haber
otra propo con el tema: «Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen». Nos
centraremos en Katniss interactuando con los pacientes, sobre todo con los niños,
después pondremos el bombardeo del hospital y las ruinas. Messalla lo está
montando. También estamos pensando en algo sobre el Sinsajo, en resaltar los
mejores momentos de Katniss mezclados con escenas de la revuelta rebelde y
grabaciones de la guerra. Lo llamaremos: «El fuego se propaga». Y a Fulvia se le ha
ocurrido una idea genial.
La expresión avinagrada de Fulvia desaparece de golpe por la sorpresa, aunque se
recupera y dice:
‐ Bueno, no sé si es genial, pero se me ocurrió que podríamos hacer una serie de
propos llamada «Recordamos». En cada una de ellas nos centraríamos en uno de los
tributos muertos: la pequeña Rue del 11 o la vieja Mags del 4. La idea es dirigirnos a
cada distrito con un recuerdo muy personal.
‐ Un tributo a vuestros tributos, por así decirlo ‐añade Plutarch.
‐ Eso es genial, sin duda, Fulvia ‐digo con sinceridad‐. Es la mejor forma de
recordar a la gente por qué lucha.
‐ Creo que podría funcionar ‐responde ella‐. Pensaba en usar a Finnick para la
introducción y para narrar los anuncios. Si es que os parece interesante.
‐ Francamente, cuantas más propos con ese lema tengamos, mejor ‐asegura Coin‐.
¿Puedes empezar a producirlas hoy?
‐ Por supuesto ‐responde Fulvia, claramente ablandada por la reacción ante su
idea.
Cressida lo ha suavizado todo en el departamento creativo con su gesto. Ha
alabado a Fulvia por lo que realmente es, de hecho, una gran idea, y ha allanado el
camino para seguir con su propia representación televisiva del Sinsajo. Lo más
interesante es que Plutarch no necesita llevarse parte del crédito. Lo único que quiere
es que el asalto a las ondas funcione. Recuerdo que Plutarch es un Vigilante Jefe, no
un miembro del equipo ni una pieza de los Juegos, por lo que su valía no queda
definida por un solo elemento, sino por el éxito general de la producción. Si ganamos
la guerra, él saldrá a recibir los aplausos y exigirá su recompensa.
La presidenta envía a todos a trabajar, así que Gale me devuelve al hospital. Nos
reímos un poco con el encubrimiento, y Gale dice que nadie quería quedar mal
admitiendo que no lograron controlarnos. Yo soy más amable y respondo que, como
por fin habían sacado unas imágenes decentes, seguramente no deseaban arriesgarse
a que no nos volvieran a sacar. Es probable que ambas cosas sean ciertas. Gale tiene
que ir a reunirse con Beetee en Armamento Especial, así que doy una cabezada.
Es como si sólo llevara unos minutos con los ojos cerrados, pero, cuando los abro,
doy un respingo al ver a Haymitch sentado a medio metro de mi cama. Esperando.
Seguramente lleva ahí varias horas, si el reloj no me engaña. Aunque considero la
posibilidad de gritar pidiendo ayuda, lo cierto es que tendré que enfrentarme a él
tarde o temprano.
Haymitch se inclina sobre mí y me pone delante de la nariz algo que cuelga de un
fino cable blanco. Es difícil fijar la vista en él, pero estoy bastante segura de lo que se
trata. Lo deja caer en las sábanas.
‐ Éste es tu auricular. Te daré una última oportunidad de usarlo. Si te lo vuelves a
quitar, haré que te pongan esto ‐añade, sosteniendo en alto una especie de casco
metálico al que instantáneamente bautizo como «los grilletes para cabezas»‐. Es una
unidad de audio alternativa que se cierra alrededor de tu cráneo y bajo la barbilla
hasta que se abre con una llave. Y yo tendré la única llave. Si por algún motivo eres
lo bastante lista para desactivarlo ‐sigue diciendo mientras tira los grilletes para
cabezas en la cama y saca un diminuto chip plateado‐, autorizaré que te implanten
quirúrgicamente este transmisor en la oreja, de modo que pueda hablar contigo
veinticuatro horas al día.
Haymitch en mi cabeza a tiempo completo. Aterrador.
‐ Me pondré el auricular ‐mascullo.
‐ ¿Cómo dices?
‐ ¡Que me pondré el auricular! ‐exclamo, lo bastante alto para despertar a medio
hospital.
‐ ¿Estás segura? Porque a mí me viene bien cualquiera de las tres opciones.
‐ Estoy segura ‐respondo, y aprieto el auricular en el puño con aire protector, a la
vez que mi mano libre le lanza a la cara los grilletes, aunque él los intercepta sin
problemas. Seguro que ya se lo esperaba‐. ¿Algo más?
‐ Mientras esperaba… me he zampado tu comida ‐responde él al levantarse.
Observo el cuenco de estofado vacío y la bandeja que hay sobre la mesita.
‐ Voy a denunciarte ‐mascullo contra la almohada.
‐ Sí, preciosa, hazlo.
Haymitch sale del hospital sabiendo que no soy una chivata.
Quiero volver a dormirme, pero estoy inquieta. Las imágenes de ayer empiezan a
inundar el presente. Los bombardeos, la violenta caída de los aviones, los rostros de
los heridos que ya no existen… Imagino muerte por todas partes. El último momento
antes de ver caer una bomba al suelo, la sensación de sentir cómo vuelan en pedazos
el ala de mi avión y la espeluznante caída al olvido, el tejado del almacén cayendo
sobre mí mientras permanezco atrapada en mi catre. Las cosas que vi, en persona o
grabadas. Las cosas que provoqué con un disparo de mi arco. Las cosas que nunca
podré borrar de mi memoria.
Durante la cena, Finnick se lleva su bandeja a mi cama para poder ver conmigo la
nueva propo en la tele. Le han asignado un cuarto en mi antigua planta, pero tiene
tantas recaídas mentales que, básicamente, vive en el hospital. Los rebeldes emiten la
propo «Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen» que ha editado Messalla. Las
imágenes están salpicadas de cortas grabaciones de estudio en las que Gale, Boggs y
Cressida describen el incidente. Resulta difícil contemplar cómo me recibieron en el
hospital del 8 ahora que sé lo que viene después. Cuando las bombas caen sobre el
tejado, entierro la cara en la almohada y no vuelvo a mirar hasta que aparece una
breve grabación mía al final, después de la muerte de las víctimas.
Al menos, Finnick no aplaude ni se pone contento después de verla, sino que dice:
‐ La gente tenía que saber lo que pasó. Ahora ya lo sabe.
‐ Vamos a apagarlo, Finnick, antes de que vuelvan a ponerlo ‐le pido, pero cuando
está a punto de agarrar el mando a distancia, grito‐: ¡Espera!
El Capitolio presenta un bloque especial y hay algo en él que me resulta familiar.
Sí, es Caesar Flickerman, y creo que sé quién será su invitado.
La transformación física de Peeta me horroriza: el chico sano y de ojos limpios que
vi hace unos días ha perdido al menos siete kilos y tiene un temblor nervioso en las
manos. Sigue estando bien arreglado, aunque bajo la pintura que no logra taparle las
bolsas de los ojos y la ropa elegante que no puede esconder el dolor que siente al
moverse, veo una persona a la que han hecho mucho daño.
La cabeza me da vueltas intentando encontrarle sentido. ¡Si acabo de verlo hace
cuatro…, no, creo que cinco días! ¿Cómo se ha deteriorado a tanta velocidad? ¿Qué le
han hecho en tan poco tiempo? Entonces me doy cuenta. Vuelvo a reproducir en mi
mente todo lo que recuerdo de su primera entrevista con Caesar en busca de algo que
la ubique en el tiempo, y no hay nada. Podrían haberla grabado un día o dos después
de que estallara la arena y después hacerle lo que han querido desde entonces.
‐ Oh, Peeta… ‐susurro.
Caesar y Peeta intercambian algunas frases tontas antes de que Caesar le pregunte
por los rumores que dicen que estoy grabando propos para los distritos.
‐ La están usando, está claro ‐responde Peeta‐. Para azuzar a los rebeldes. Dudo
que ni siquiera sepa lo que pasa en la guerra, lo que está en juego.
‐ ¿Te gustaría decirle algo?
‐ Sí ‐responde él, mirando directamente a la cámara, mirándome directamente a
los ojos‐. No seas tonta, Katniss, piensa por ti misma. Te han convertido en un arma
que será esencial para la destrucción de la humanidad. Si tienes alguna influencia
real, úsala para frenar esto, úsala para detener la guerra antes de que sea demasiado
tarde. Pregúntate esto: ¿de verdad confías en las personas con las que trabajas? ¿De
verdad sabes qué está pasando? Y si no lo sabes…, averígualo.
Fundido en negro. Sello de Panem. Se acabó el espectáculo.
Finnick pulsa el botón del mando que apaga el televisor. Dentro de un minuto
vendrá alguien para ver el daño que han causado las condiciones y las palabras de
Peeta. Tendré que decir que Peeta se equivoca, aunque la verdad es que no confío ni
en los rebeldes ni en Plutarch, ni en Coin. No estoy segura de que me cuenten la
verdad y no sabré disimularlo. Oigo pisadas.
Finnick me agarra con fuerza por los brazos.
‐ No lo hemos visto.
‐ ¿Qué? ‐le pregunto.
‐ No hemos visto a Peeta, sólo la propo del 8. Después hemos apagado el televisor
porque las imágenes te alteraban. ¿Lo pillas? ‐pregunta, y yo asiento‐. Termínate la
cena.
Me recompongo lo bastante como para que Plutarch y Fulvia me vean con la boca
llena de pan y col al entrar. Finnick está hablando sobre lo bien que daba Gale en
cámara. Los felicitamos por la propo, dejamos claro que era tan impactante que
hemos tenido que apagar la tele justo después. Parecen aliviados. Nos creen.
Nadie menciona a Peeta.

Capítulo 7

El aerodeslizador desciende rápidamente en espiral sobre una ancha carretera a
las afueras del 8. Casi de inmediato se abren las puertas, se colocan las escaleras y
nos escupen al asfalto. En cuanto desembarca la última persona, el dispositivo se
pliega, y la nave asciende y desaparece. Me quedo con una guardia personal
compuesta por Gale, Boggs y otros dos soldados. El equipo de televisión consiste en
un par de robustos cámaras del Capitolio con pesadas máquinas móviles que rodean
sus cuerpos y los hacen parecer insectos, una directora llamada Cressida que se ha
afeitado la cabeza (tatuada con vides verdes) y su ayudante, Messalla, un joven
delgado con varios pares de pendientes. Tras una observación más atenta descubro
que también tiene un agujero en la lengua, que adorna con una bola plateada del
tamaño de una canica.
Boggs nos saca de la carretera a toda prisa y nos lleva hacia una fila de almacenes,
mientras un segundo aerodeslizador se acerca para aterrizar. En él hay suministros
médicos y una tripulación de seis médicos, a juzgar por sus inconfundibles
uniformes blancos. Todos seguimos a Boggs por un callejón que avanza entre dos
sosos almacenes grises. Lo único que adorna las maltrechas paredes metálicas son las
escaleras de acceso al tejado. Cuando llegamos a la calle, es como si hubiéramos
entrado en otro mundo.
Están trayendo a los heridos del bombardeo de esta mañana en camillas caseras,
carretillas, carros, sobre los hombros y en brazos; sangrando, mutilados e
inconscientes. Los lleva una gente desesperada a un almacén en el que han pintado
una torpe hache sobre la puerta. Es una escena sacada de mi antigua cocina, con mi
madre tratando a los moribundos, sólo que multiplicado por diez, por cincuenta, por
cien. Me esperaba edificios bombardeados, pero me veo frente a cuerpos humanos
rotos.
¿Aquí es donde piensan grabarme? Me vuelvo hacia Boggs.
‐ Esto no va a funcionar ‐le digo‐. Aquí no sirvo de nada.
Debe de verme el pánico en los ojos, porque se detiene un momento y me pone las
manos en los hombros.
‐ Sí que servirás, deja que te vean. Eso les hará más bien que todos los médicos del
mundo.
La mujer que dirige la entrada de los nuevos pacientes nos ve, tarda un momento
en reaccionar y se acerca. Sus ojos castaño oscuro están hinchados por la fatiga, y
huele a metal y sudor. Tendría que haberse cambiado la venda del cuello hace unos
tres días. La correa de la que cuelga el arma automática que lleva a la espalda se le
clava en el cuello, así que la mueve para cambiarla de posición. Hace un gesto brusco
con el pulgar para ordenar a los médicos que entren en el almacén. Ellos obedecen
sin rechistar.
‐ Ésta es la comandante Paylor, del 8 ‐dice Boggs‐. Comandante, ésta es la soldado
Katniss Everdeen.
Parece joven para ser comandante, treinta y pocos, pero su voz tiene un tono
autoritario que deja claro que no la nombraron por accidente. A su lado, con mi
reluciente traje nuevo, cepilladita y limpia, me siento como un pollito recién salido
del cascarón, sin experiencia y aprendiendo a moverme por el mundo.
‐ Sí, sé quién es ‐dice Paylor‐. Entonces, estás viva. No estábamos seguros.
¿Me lo imagino o hay un deje de acusación en su voz?
‐ Todavía no lo tengo muy claro ‐respondo.
‐ Ha estado recuperándose ‐explica Boggs, dándose unos golpecitos en la cabeza‐.
Conmoción cerebral ‐añade, y baja la voz‐. Aborto. Pero ha insistido en venir para
ver a vuestros heridos.
‐ Bueno, de ésos tenemos muchos ‐responde Paylor.
‐ ¿Crees que es buena idea reunirlos a todos ahí? ‐pregunta Gale, frunciendo el
ceño.
A mí no me lo parece, cualquier enfermedad contagiosa se propagaría como el
fuego por este hospital.
‐ Creo que es un poquito mejor que dejarlos morir ‐responde Paylor.
‐ No me refería a eso ‐replica Gale.
‐ Bueno, ahora mismo ésa es la otra alternativa, pero si se os ocurre una tercera
opción y conseguís que Coin la respalde, soy toda oídos ‐concluye Paylor, y me hace
un gesto para que entre‐. Vamos, Sinsajo. Y tráete a tus amigos, por supuesto.
Miro hacia el espectáculo circense que representa mi equipo, me preparo y la sigo
al interior del hospital. Una especie de gruesa cortina industrial está colgada a todo
lo largo del edificio formando un pasillo de tamaño considerable. Hay cadáveres
tumbados codo con codo; la cortina les roza la cabeza y unas telas blancas les tapan
la cara.
‐ Hemos empezado a excavar una fosa común a unas cuantas manzanas al oeste
de aquí, pero no puedo dedicar hombres a trasladarlos ‐explica Paylor.
Me agarro a la muñeca de Gale.
‐ No te apartes de mí ‐le susurro entre dientes.
‐ Estoy aquí ‐responde en voz baja.
Atravieso la cortina y es insoportable. Mi primer impulso es taparme la nariz para
evitar el hedor a lino manchado, carne putrefacta y vómito, todo empeorado por el
calor del almacén. Han abierto las claraboyas que cruzan el alto techo metálico, pero
el aire que consigue entrar no basta para disipar la niebla de abajo. Los finos rayos de
luz solar son la única iluminación y, mientras mi vista se acostumbra, distingo filas y
más filas de heridos sobre catres, palés y en el suelo, porque hay tantos que no caben
de otro modo. El zumbido de las moscas, los gemidos de dolor de los heridos y los
sollozos de los seres queridos que los atienden se combinan en un coro desgarrador.
En los distritos no tenemos hospitales de verdad, morimos en casa, lo que me
resulta una perspectiva mucho más deseable que lo que tengo delante. Entonces
recuerdo que muchas de estas personas habrán perdidos sus hogares en los
bombardeos.
Empiezo a notar cómo me baja el sudor por la espalda, cómo me llena las manos.
Respiro por la boca para intentar mitigar el olor. Empiezo a ver unos puntitos negros
y creo que me desmayaré en cualquier momento, hasta que veo a Paylor
observándome con atención, esperando a ver de qué estoy hecha y si habían acertado
al pensar que podían contar conmigo. Así que suelto a Gale y me obligo a avanzar
por el almacén, a caminar por el estrecho pasillo entre dos filas de camas.
‐ ¿Katniss? ‐dice una voz ronca a mi izquierda, entre el estrépito general‐.
¿Katniss?
Una mano se extiende hacia mí a través de la bruma y me agarro a ella para
apoyarme. Unida a la mano hay una joven con una herida en la pierna. La sangre ha
empapado los vendajes, que están repletos de moscas. En su cara se ve el dolor,
aunque también otra cosa, algo que parece completamente incongruente dada la
situación.
‐ ¿De verdad eres tú? ‐me pregunta.
‐ Sí, soy yo ‐consigo responder.
Alegría, ésa es la otra expresión; al oír mi voz se le ilumina el rostro, se le borra el
sufrimiento durante un instante.
‐ ¡Estás viva! No lo sabíamos. La gente decía que sí, ¡pero no lo sabíamos! ‐
exclama, emocionada.
‐ Acabé un poco maltrecha, pero ya estoy mejor ‐respondo‐. Igual que te pasará a
ti.
‐ ¡Tengo que contárselo a mi hermano! ‐dice la mujer, que se sienta como puede y
llama a alguien que está unas camas más allá‐. ¡Eddy, Eddy! ¡Está aquí! ¡Es Katniss
Everdeen!
Un chico de unos doce años se vuelve hacia nosotros. Las vendas le ocultan media
cara, y la mitad de su boca que queda al aire se abre como si fuera a exclamar algo.
Me acerco a él, le aparto los húmedos rizos castaños de la frente y murmuro un
saludo. No puede hablar, aunque su ojo bueno se clava en mí como si deseara
memorizar cada detalle de mis facciones.
Oigo que murmuran mi nombre, que corre como la pólvora por el aire caliente del
hospital.
‐ ¡Katniss! ¡Katniss Everdeen!
Los sonidos de dolor y pena se desvanecen y pasan a ser palabras ilusionadas. Me
llaman desde todas las esquinas. Empiezo a moverme y a aceptar las manos que me
ofrecen, a tocar las partes sanas de los que no pueden mover sus extremidades, a
decir: «Hola», «¿Cómo estás?», «Me alegro de conocerte». Nada importante, ningún
asombroso lema inspirador, pero da igual. Boggs tiene razón: es verme, verme viva,
lo que los inspira.
Los dedos hambrientos me devoran, quieren tocar mi carne. Mientras un hombre
herido me sostiene la cara entre las manos, doy gracias en silencio a Dalton por
sugerir que me lavara el maquillaje. Qué ridícula y perversa me sentiría
presentándome ante esta gente con aquella máscara pintada del Capitolio. Las
heridas, la fatiga, las imperfecciones… Así es como me reconocen, por eso soy uno de
ellos.
A pesar de la controvertida entrevista con Caesar, muchos preguntan por Peeta,
me aseguran que saben que hablaba bajo coacción. Hago lo que puedo por sonar
positiva sobre nuestro futuro, aunque todos se afligen muchísimo cuando descubren
que he perdido el bebé. Quiero ser sincera y contar a una mujer que llora que todo
fue una farsa, una táctica en el juego, pero decir ahora que Peeta es un mentiroso no
ayudaría a su imagen ni a la mía, ni a la causa.
Empiezo a entender mejor por qué se han esforzado tanto en protegerme, lo que
significo para los rebeldes. En mi lucha continua contra el Capitolio, que a veces me
pareció tan solitaria, no he estado sola. Tengo miles y miles de personas de los
distritos a mi lado. Ya era su Sinsajo mucho antes de aceptar el puesto.
Una nueva sensación empieza a germinar en mi interior, pero no logro definirla
hasta estar encima de una mesa despidiéndome de la gente, que corea mi nombre
con voces roncas. Poder. Tengo un poder que no conocía. Snow lo supo en cuanto
enseñé las bayas. Plutarch lo sabía cuando me rescató de la arena. Y ahora Coin lo
sabe, tanto que tiene que recordar en público a los suyos que no soy yo la que lo
controla todo.
Una vez fuera, me apoyo en el almacén, recupero el aliento y acepto la
cantimplora de agua de Boggs.
‐ Lo has hecho muy bien ‐me dice.
Bueno, no me desmayé ni vomité, ni huí gritando. Básicamente me dejé llevar por
la ola de emoción que recorría el lugar.
‐ Tenemos buen material ‐dice Cressida.
Miro a los cámaras insecto que sudan bajo el peso de su equipo y a Messalla
tomando notas; se me había olvidado por completo que me filmaban.
‐ La verdad es que no he hecho mucho ‐respondo.
‐ Tienes que aceptar el mérito de lo que hiciste en el pasado ‐replica Boggs.
¿Lo que he hecho en el pasado? Pienso en la senda de destrucción que dejo a mi
paso; me tiemblan las rodillas y tengo que sentarme.
‐ He hecho de todo.
‐ Bueno, no eres ni mucho menos perfecta, pero, tal como están las cosas, nos
tendremos que conformar contigo ‐responde Boggs.
Gale se agacha a mi lado, sacudiendo la cabeza.
‐ No puedo creer que los dejaras a todos tocarte. Temía que salieras corriendo de
un momento a otro.
‐ Cierra el pico ‐le digo, entre risas.
‐ Tu madre se va a sentir muy orgullosa cuando vea la grabación.
‐ Mi madre ni siquiera se fijará en mí, estará demasiado horrorizada por las
condiciones en las que están los enfermos ‐respondo, y me vuelvo hacia Boggs‐. ¿Es
así en todos los distritos?
‐ En la mayoría siguen los ataques. Estamos intentando llevar ayuda a donde
podemos, pero no basta.
Se calla un minuto, distraído por lo que le dicen a través del auricular. Me doy
cuenta de que no he oído ni una vez a Haymitch, así que toqueteo el mío por si está
roto.
‐ Tenemos que volver a la pista de vuelo de inmediato ‐dice Boggs, ayudándome a
levantarme‐. Hay un problema.
‐ ¿Qué clase de problema? ‐pregunta Gale.
‐ Se acercan bombarderos ‐responde Boggs; me pone la mano en la nuca y me
coloca el casco de Cinna en la cabeza‐. ¡Moveos!
Sin saber bien lo que pasa, salgo corriendo por la parte delantera del almacén en
dirección al callejón que lleva a la pista, aunque no percibo ninguna amenaza
inminente. El cielo está vacío, sin una nube. En la calle sólo se ven las personas que
llevan a los heridos al hospital. No hay enemigo ni alarmas. Entonces empiezan a
sonar las sirenas y, en cuestión de segundos, una formación en uve de
aerodeslizadores del Capitolio aparece volando bajo sobre nosotros y dejan caer sus
bombas. Salgo volando por los aires y me doy contra la pared principal del almacén.
Noto un dolor desgarrador justo encima de la parte de atrás de la rodilla derecha, y
también me ha dado algo en la espalda, aunque creo que no ha atravesado el chaleco.
Intento levantarme, pero Boggs me empuja de nuevo al suelo y me protege con su
cuerpo. La tierra tiembla bajo mí mientras siguen cayendo y detonando las bombas.
Es una sensación horrible estar atrapada contra la pared oyendo la lluvia de
explosiones. ¿Cuál era la expresión que empleaba mi padre para las presas fáciles?:
«Como pescar en un barril». Nosotros somos los peces y la calle es el barril.
‐ ¡Katniss! ‐me grita Haymitch al oído, sobresaltándome.
‐ ¿Qué? Sí, ¿qué? ¡Estoy aquí!
‐ Escúchame, no podemos aterrizar durante el bombardeo, pero es esencial que no
te vean.
‐ Entonces, ¿no saben que estoy aquí? ‐pregunto, ya que había supuesto que, como
siempre, era mi presencia lo que había provocado aquel castigo.
‐ Nuestros espías creen que no, que este ataque ya estaba programado ‐responde
Haymitch.
Entonces interviene Plutarch, con voz tranquila aunque enérgica, la voz de un
Vigilante Jefe acostumbrado a tomar decisiones bajo presión.
‐ Hay un almacén azul claro a tres edificios del vuestro. Tiene un búnker en la
esquina norte. ¿Podéis llegar hasta él?
‐ Lo intentaremos ‐responde Boggs.
Plutarch debe de haber sonado en los auriculares de todos, porque mis
guardaespaldas y equipo se están levantando. Busco a Gale con la mirada
instintivamente y veo que está de pie, al parecer ileso.
‐ Tenéis unos cuarenta y cinco segundos hasta el siguiente bombardeo ‐dice
Plutarch.
Dejo escapar un gruñido de dolor cuando mi pierna derecha recibe el paso del
resto del cuerpo, pero me sigo moviendo, no hay tiempo para examinar la herida y,
además, mejor no mirarla. Por suerte, tengo puestos los zapatos que diseñó Cinna; se
agarran al asfalto al contacto y suben con impulso al soltarse. No habría podido
moverme con el par que me asignaron en el 13. Boggs va en cabeza, pero no me
adelanta nadie más, sino que me siguen el ritmo para protegerme los costados y la
retaguardia. Me obligo a correr porque los segundos pasan. Dejamos atrás el
segundo almacén gris y corremos delante de un edificio de color tierra. Más adelante
veo una fachada azul desvaído, el almacén del búnker. Acabamos de llegar a otro
callejón y sólo nos queda cruzarlo para llegar a la puerta, cuando llega la segunda
oleada de bombas. Mi instinto hace que me lance al interior del callejón y que ruede
hacia la pared azul. Ahora es Gale el que se tira sobre mí para ofrecerme otra capa de
protección. Esta vez dura más, aunque estamos más lejos.
Me pongo de lado y me encuentro mirando a Gale a los ojos. Durante un instante,
el mundo desaparece y sólo existe su cara enrojecida, el pulso que le late en las
sienes, sus labios ligeramente abiertos intentando recuperar el aliento.
‐ ¿Estás bien? ‐me pregunta, y sus palabras quedan casi ahogadas por una
explosión.
‐ Sí, creo que no me han visto. Es decir, que no nos siguen.
‐ No, tenían otro blanco.
‐ Lo sé, pero ahí sólo está…
Los dos nos damos cuenta a la vez:
‐ El hospital.
Gale se levanta al instante y grita a los demás:
‐ ¡Están bombardeando el hospital!
‐ No es problema vuestro ‐dice Plutarch con firmeza‐. Id al búnker.
‐ ¡Pero sólo hay heridos! ‐exclamo.
‐ Katniss ‐me dice Haymitch por el auricular, y sé lo que viene después‐, ¡ni se te
ocurra…!
Me arranco el auricular y lo dejo colgando de su cable. Sin esa distracción oigo
otro sonido: ametralladoras que disparan desde el tejado del almacén color tierra del
otro lado del callejón: alguien responde al ataque. Antes de que puedan detenerme,
corro hacia una escalera de acceso y empiezo a subir, a trepar, una de las cosas que
mejor se me dan.
‐ ¡No pares! ‐me grita Gale por detrás.
Entonces oigo que estampa su bota en la cara de alguien. Si es la de Boggs, Gale lo
pagará con creces. Llego al tejado y me arrastro por el alquitrán; me detengo lo justo
para ayudar a Gale a subir, y los dos nos dirigimos a la fila de nidos de
ametralladoras colocados en la parte del almacén que da a la calle. Hay unos cuantos
rebeldes en cada uno. Nos metemos en un nido con un par de soldados y nos
agachamos detrás de la barrera.
‐ ¿Sabe Boggs que estáis aquí?
Es Paylor, que está a mi izquierda, detrás de una de las armas, mirándome con
curiosidad.
Intento ser evasiva sin mentir del todo:
‐ Sí que lo sabe, sin duda.
‐ Ya me lo imagino ‐responde ella, entre risas‐. ¿Os han entrenado con esto? ‐
pregunta, dándole una palmada a la culata de la metralleta.
‐ A mí sí, en el 13 ‐responde Gale‐, pero preferiría usar mis propias armas.
‐ Sí, tenemos nuestros arcos ‐añado, levantando el mío, hasta que me doy cuenta
de que tiene pinta de adorno‐. Es más mortífero de lo que parece.
‐ Lo suponía ‐responde Paylor‐. De acuerdo, esperamos al menos tres oleadas más.
Tienen que bajar sus escudos de invisibilidad antes de soltar las bombas, ésa es
nuestra oportunidad. ¡Quedaos agachados!
Me coloco para disparar con una rodilla en el suelo.
‐ Será mejor empezar con fuego ‐dice Gale.
Asiento y saco una flecha de mi funda derecha. Si fallamos, estas flechas
aterrizarán en alguna parte, seguramente en los almacenes del otro lado de la calle.
Un incendio puede apagarse, pero el daño de una explosión quizá sea irreparable.
De repente aparecen en el cielo, a dos manzanas de distancia y unos noventa
metros de altura: siete pequeños bombarderos en formación en uve.
‐ ¡Gansos! ‐grito a Gale.
Él entiende perfectamente lo que quiero decir. Durante la migración, cuando
cazamos aves, hemos desarrollado un sistema para dividirnos los pájaros y no
apuntar los dos a los mismos. Yo me quedo con el lado más alejado de la uve, Gale
con el cercano y después nos turnamos para disparar al pájaro delantero. No hay
tiempo para discutir más. Calculo la velocidad de los aerodeslizadores y lanzo la
flecha; le doy a la parte interior del ala de uno, que estalla en llamas. Gale no acierta
en el principal y vemos que se incendia el tejado de un almacén vacío frente a
nosotros. Suelta una palabrota entre dientes.
El aerodeslizador al que he acertado se aparta de la formación, pero suelta sus
bombas de todos modos. Sin embargo, no desaparece, ni tampoco el otro dañado por
los disparos. Supongo que no les funciona el escudo.
‐ Buen disparo ‐dice Gale.
‐ No apuntaba a ése ‐mascullo, ya que intentaba dar al que tenía delante‐. Son más
rápidos de lo que pensábamos.
‐ ¡Posiciones! ‐grita Paylor.
Ya aparece la siguiente oleada de aerodeslizadores.
‐ El fuego no sirve ‐dice Gale.
Asiento y los dos cargamos las flechas con puntas explosivas. Da igual, porque
esos almacenes del otro lado de la calle parecen abandonados.
Mientras los aviones se acercan en silencio, tomo otra decisión.
‐ ¡Me pongo de pie! ‐le grito a Gale, y lo hago.
Ésta es la posición con la que logro la mejor puntería. Apunto mejor y doy de
pleno en el avión de cabeza, abriéndole un agujero en la parte inferior. Gale le vuela
en pedazos la cola a un segundo, que da una vuelta y se estrella en la calle, haciendo
estallar su cargamento.
Sin advertencia previa, aparece una tercera formación en uve. Esta vez, Gale le da
sin problemas al avión principal, y yo destrozo el ala del segundo, que se estrella
contra el que va detrás. Los dos caen al tejado del almacén que está frente al hospital.
Un cuarto cae derribado por las ametralladoras.
‐ Bueno, ya está ‐dice Paylor.
Las llamas y el denso humo negro de los aviones nos impiden la visión.
‐ ¿Han acertado en el hospital?
‐ Seguramente ‐responde ella con tristeza.
Corro hacia las escaleras del otro extremo del almacén, y me sorprendo al ver a
Messalla y a uno de los insectos salir de detrás de un conducto de ventilación. Creía
que seguirían agazapados en el callejón.
‐ Empiezan a caerme bien ‐comenta Gale.
Bajo a toda prisa la escalera y, cuando llego al suelo, encuentro esperándome a un
guardaespaldas, a Cressida y al otro insecto. Imaginaba que opondrían resistencia,
pero Cressida me hace un gesto hacia el hospital. Está gritando:
‐ ¡Me da igual, Plutarch! ¡Dame cinco minutos más!
Como no soy de las que rechazan las invitaciones, salgo corriendo por la calle.
‐ Oh, no ‐susurro cuando veo el hospital. Lo que solía ser el hospital.
Dejó atrás a los heridos, a los aviones que arden, con la vista fija en el desastre que
tengo delante. Gente gritando, corriendo como locos, pero sin poder ayudar. Las
bombas han hecho que se derrumbe el tejado del hospital y han incendiado el
edificio, atrapando sin remedio a los pacientes. Un grupo de rescatadores se ha
reunido para intentar abrir un paso al interior, aunque yo ya sé lo que encontrarán: si
los escombros y las llamas no han acabado con ellos, lo habrá hecho el humo.
Gale aparece a mi lado, y el hecho de que no haga nada confirma mis sospechas.
Los mineros no abandonan un accidente a no ser que no tenga remedio.
‐ Venga, Katniss, Haymitch dice que ya pueden recogernos con un aerodeslizador
‐me dice, pero no consigo moverme.
‐ ¿Por qué lo han hecho? ¿Por qué matar a gente que ya se estaba muriendo? ‐le
pregunto.
‐ Para asustar a los demás, para evitar que los heridos busquen ayuda. La gente a
la que has conocido era prescindible, al menos para Snow. Si el Capitolio gana, ¿qué
va a hacer con un puñado de esclavos deteriorados?
Recuerdo todos esos años en el bosque, escuchando a Gale despotricar sobre el
Capitolio mientras yo no prestaba mucha atención. Me preguntaba por qué se
molestaba en diseccionar sus motivos, por qué iba a importar aprender a pensar
como el enemigo. Está claro que hoy sí podría haber importado. Cuando Gale
cuestionó la existencia del hospital no estaba pensando en enfermedades, sino en
esto, porque él nunca subestima la crueldad a la que nos enfrentamos.
Le doy la espalda lentamente al hospital y me encuentro con Cressida flanqueada
por los insectos a un par de metros de mí. Permanece impasible, incluso fría.
‐ Katniss ‐me dice‐, el presidente Snow acaba de retransmitir en directo el
bombardeo. Después ha hecho una aparición para decir que es su forma de enviar un
mensaje a los rebeldes. ¿Y tú? ¿Te gustaría decir algo a los rebeldes?
‐ Sí ‐susurro, y la luz roja parpadeante de una de las cámaras me llama la atención;
sé que me graban‐. Sí ‐digo con más énfasis; todos se alejan de mí (Gale, Cressida, los
insectos) para cederme el escenario, pero sigo concentrada en la luz roja‐. Quiero
decir a los rebeldes que estoy viva, que estoy aquí, en el Distrito 8, donde el Capitolio
acaba de bombardear un hospital lleno de hombres, mujeres y niños desarmados. No
habrá supervivientes ‐aseguro, y la conmoción da paso a la furia‐. Quiero decirles
que si creen por un solo segundo que el Capitolio nos tratará con justicia, están muy
equivocados. Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen ‐añado, levantando las
manos automáticamente, como señalando el horror que me rodea‐. ¡Esto es lo que
hacen! ¡Y tenemos que responder!
Me muevo hacia la cámara, llevada por la rabia.
‐ ¿El presidente Snow dice que está enviándonos un mensaje? Bueno, pues yo
tengo uno para él: puedes torturarnos, bombardearnos y quemar nuestros distritos
hasta los cimientos, pero ¿ves eso?
Uno de los cámaras sigue mi dedo, que señala los aviones que arden en el tejado
del almacén que tenemos delante. Se ve claramente el sello del Capitolio en un ala, a
pesar del fuego.
‐ ¡El fuego se propaga! ‐grito, decidida a que oiga todas y cada una de mis
palabras‐. ¡Y si nosotros ardemos, tú arderás con nosotros!
Mis últimas palabras quedan flotando en el aire. Es como si se hubiera parado el
tiempo, como si estuviera suspendida en una nube de calor que no surge de lo que
me rodea, sino de mi interior.
‐ ¡Corten! ‐exclama Cressida, y su voz me devuelve a la realidad y extingue mi
fuego; asiente para darme su aprobación‐. Toma buena.

Capítulo 6

La conmoción que sufrí ayer al oír la voz de Haymitch, al saber que no sólo volvía
a estar en forma, sino que además volvía a ejercer algún control sobre mi vida, me
puso furiosa. Dejé el estudio de inmediato y hoy me he negado a hacer caso de sus
comentarios desde la cabina. Aun así, supe inmediatamente que estaba en lo cierto
sobre mi actuación.
Ha tardado toda la mañana en convencer a los demás de mis limitaciones, de que
no soy capaz de hacerlo, de que no puedo plantarme en un estudio de televisión con
un disfraz, maquillaje y una nube de humo falso, y arengar a los distritos a la
victoria. La verdad es que resulta sorprendente que haya sobrevivido tanto tiempo a
las cámaras. El mérito, por supuesto, es de Peeta. Sola no puedo ser el Sinsajo.
Nos reunimos en torno a la enorme mesa de Mando: Coin y los suyos; Plutarch,
Fulvia y mi equipo de preparación; un grupo del 12 en el que están Haymitch y Gale,
aunque también otros tantos que me sorprenden, como Leevy y Sae la Grasienta. En
el último momento aparece Finnick empujando la silla de Beetee, acompañados por
Dalton, el experto en ganado del 10. Supongo que Coin ha reunido a esta extraña
selección para que sea testigo de mi fracaso.
Sin embargo, es Haymitch el que da la bienvenida a todos, y por sus palabras
entiendo que han venido porque él los ha invitado. Es la primera vez que estamos en
una habitación juntos desde que le arañé la cara. Evito mirarlo a los ojos, aunque veo
su reflejo en uno de los relucientes cuadros de control que cubren las paredes: está
algo amarillo y ha perdido mucho peso, así que es como si hubiera encogido.
Durante un segundo temo que se esté muriendo; tengo que recordarme que no me
importa.
Lo primero que hace Haymitch es enseñar la grabación que acabamos de hacer.
Creo que he alcanzado un nuevo mínimo bajo las órdenes de Plutarch y Fulvia,
porque tanto mi voz como mi cuerpo están como descoyuntados, van a saltos, igual
que una marioneta a la que manipulan fuerzas invisibles.
‐ De acuerdo ‐dice Haymitch cuando acaba‐. ¿Alguien está dispuesto a afirmar que
esto nos va a servir para ganar la guerra? ‐Nadie lo hace‐. Eso nos ahorra tiempo.
Bueno, vamos a guardar silencio un minuto. Quiero que todos penséis en un
incidente en el que Katniss Everdeen os conmoviera. No cuando envidiabais su
peinado, ni cuando su vestido ardió, ni cuando disparó medio bien con un arco. No
cuando Peeta hacía que os gustara. Quiero oír un momento en el que ella en persona
os hiciera sentir algo real.
El silencio se alarga y empiezo a pensar que no acabará nunca, hasta que habla
Leevy:
‐ Cuando se ofreció voluntaria para ocupar el lugar de Prim en la cosecha. Porque
estoy seguro de que pensaba que iba a morir.
‐ Bien, un ejemplo excelente ‐dice Haymitch; agarra un rotulador morado y se
pone a escribir en un cuaderno‐. Voluntaria en lugar de su hermana en la cosecha. ‐
Mira a su alrededor y añade‐: Otro.
Me sorprende que el siguiente sea Boggs, a quien había tomado por un robot
musculoso que hacía cumplir la voluntad de Coin:
‐ Cuando cantó la canción. Mientras la niña moría.
En algún lugar de mi cerebro aparece la imagen de Boggs con un niño apoyado en
sus caderas. Creo que en el comedor. Puede que no sea un robot, al fin y al cabo.
‐ A quién no se le partió el corazón con eso, ¿verdad? ‐comenta Haymitch mientras
lo escribe.
‐ Yo lloré cuando drogó a Peeta para poder ir a por su medicina ¡y cuando le dio
un beso de despedida! ‐suelta Octavia; después se tapa la boca, como si de repente se
diera cuenta de que había cometido un error.
Pero Haymitch se limita a asentir y dice:
‐ Ah, sí: droga a Peeta para salvarle la vida. Muy bonito.
Las anécdotas empiezan a surgir rápidamente y sin orden. Cuando me alié con
Rue; cuando le di la mano a Chaff en la noche de la entrevista; cuando intenté cargar
con Mags… Y una y otra vez, cuando saqué esas bayas que significaron tantas cosas
distintas para cada persona: amor por Peeta, negativa a rendirme en una situación
imposible o desafío ante la crueldad del Capitolio.
Haymitch levanta el cuaderno y anuncia:
‐ Entonces, ésta es la pregunta: ¿qué tienen todos estos acontecimientos en común?
‐ Que eran Katniss ‐responde Gale en voz baja‐, nadie le estaba diciendo qué hacer
ni qué decir.
‐ ¡Sin guión, sí! ‐exclama Beetee, dándome una palmadita en la mano‐. Así que
sólo tenemos que dejarte solita, ¿verdad?
La gente se ríe, incluso yo sonrío un poco.
‐ Bueno, todo esto está muy bien, pero no ayuda mucho ‐dice Fulvia,
malhumorada‐. Por desgracia, sus oportunidades para ser maravillosa son muy
reducidas en el 13. Así que, a no ser que estés sugiriendo lanzarla al combate…
‐ Eso es justo lo que estoy sugiriendo ‐responde Haymitch‐: sacarla al campo de
batalla y dejar que las cámaras graben.
‐ Pero la gente cree que está embarazada ‐señala Gale.
‐ Haremos correr la voz de que perdió al bebé por culpa de la descarga eléctrica de
la arena ‐contesta Plutarch‐. Muy triste, una desgracia.
La idea de enviarme a combatir es controvertida, aunque Haymitch tiene un buen
caso. Si sólo actúo bien en circunstancias reales, ahí es donde debería estar.
‐ Si la dirigimos o le damos un guión, lo mejor que podemos esperar de ella es algo
aceptable. Tiene que salir de ella, a eso es a lo que responde la gente.
‐ Aunque tengamos cuidado, no podemos garantizar su seguridad ‐dice Boggs‐.
Será un blanco para todos…
‐ Quiero ir ‐lo interrumpo‐ Aquí no sirvo de nada a los rebeldes.
‐ ¿Y si te matan? ‐pregunta Coin.
‐ Pues aseguraos de grabarlo bien. Podréis usarlo de cualquier modo ‐respondo.
‐ Vale ‐dice ella‐, pero vayamos paso a paso. Primero encontraremos la situación
menos peligrosa que pueda arrancarte algo de espontaneidad. ‐Se pasea por la sala y
examina los mapas iluminados de los distritos, en los que se ven las posiciones de las
tropas en la guerra‐. Llevadla esta tarde al 8. Por la mañana han tenido muchos
bombardeos, pero parece que el ataque ha pasado. La quiero armada con un pelotón
de guardaespaldas. Los cámaras en el terreno. Haymitch, tú estarás en el aire y en
contacto con ella. Veamos qué pasa. ¿Algún comentario más?
‐ Lavadle la cara ‐dice Dalton, y todos se vuelven hacia él‐. Todavía es una
jovencita, y así parece que tiene treinta y cinco años. Está mal. Como algo que haría el
Capitolio.
Coin da por finalizada la reunión y Haymitch le pregunta si puede hablar
conmigo en privado. Todos se van, salvo Gale, que remolonea vacilante a mi lado.
‐ ¿Qué te preocupa? ‐le pregunta Haymitch‐. Yo soy el que necesita
guardaespaldas.
‐ No pasa nada ‐le digo a Gale, y él se va.
Nos quedamos los dos solos, acompañados por el zumbido de los instrumentos y
el ronroneo del sistema de ventilación. Haymitch se sienta frente a mí.
‐ Vamos a tener que trabajar juntos de nuevo, así que, adelante, dilo de una vez.
Pienso en el cruel intercambio a voces del aerodeslizador y en el rencor de
después, aunque me limito a decir:
‐ No puedo creerme que no rescataras a Peeta.
‐ Lo sé.
Falta algo, y no porque él no se haya disculpado, sino porque éramos un equipo,
habíamos acordado mantener a Peeta a salvo. Era un trato poco realista hecho al
abrigo de la noche, pero un trato al fin y al cabo, y, en el fondo de mi corazón, yo
sabía que los dos habíamos fallado.
‐ Ahora dilo tú ‐le pido.
‐ No puedo creerme que le quitaras la vista de encima aquella noche ‐responde
Haymitch.
Asiento, eso es todo.
‐ Lo repito una y otra vez en mi cabeza, lo que podría haber hecho para
mantenerlo a mi lado sin romper la alianza, pero no se me ocurre nada.
‐ No tenías elección, y aunque hubiera podido hacer que Plutarch se quedara para
rescatarlo aquella noche, nos habrían derribado a todos. Apenas salimos de allí
contigo.
Por fin miro a Haymitch a los ojos, ojos de la Veta, grises, profundos y rodeados
de los círculos oscuros de las noches sin dormir.
‐ Todavía no está muerto, Katniss.
‐ Seguimos en el juego ‐afirmo, intentando sonar optimista, aunque se me quiebra
la voz.
‐ Sí, y sigo siendo tu mentor ‐responde, y me apunta con el rotulador‐. Cuando
estés en tierra, recuerda que yo estoy arriba. Tendré mejor vista que tú, así que haz lo
que te diga.
‐ Ya veremos.
Regreso a la sala de belleza y observo cómo desaparecen los ríos de maquillaje por
el desagüe conforme me restriego la cara. La persona del espejo está andrajosa, con la
piel irregular y los ojos cansados, pero se me parece. Me arranco la venda y dejo al
aire la fea cicatriz del dispositivo. Eso es. Eso también se me parece.
Como estaré en una zona de combate, Beetee me ayuda con la protección que
diseñó Cinna. Un casco de un metal entretejido que se encaja en la cabeza. El material
es flexible, como tela, y puede subirse como una capucha si no quiero tenerlo puesto
todo el rato. Un chaleco para reforzar la protección de mis órganos vitales. Un
pequeño auricular blanco que se une al cuello del traje por medio de un cable. Beetee
me engancha una máscara en el cinturón por si hay un ataque con gases.
‐ Si ves que alguien cae al suelo por alguna razón desconocida, póntela de
inmediato ‐me dice.
Para terminar, me cuelga a la espalda un carcaj dividido en tres cilindros de
flechas.
‐ Recuerda: a la derecha, fuego; a la izquierda, explosivo; al centro, normal. No
creo que los necesites, pero más vale prevenir que curar.
Boggs aparece para acompañarme a la División Aerotransportada. Justo cuando
aparece el ascensor, Finnick llega corriendo, muy nervioso.
‐ ¡Katniss, no me dejan ir! ¡Les dije que estoy bien, pero ni siquiera me dejan
quedarme en el aerodeslizador!
Observo a Finnick: las piernas desnudas asomando bajo el camisón y las zapatillas
del hospital, el pelo enredado, la cuerda a medio anudar enrollada en los dedos, la
mirada de lunático. Sé que no servirá de nada pedir que lo dejen venir, ni siquiera yo
creo que sea buena idea, así que me doy una palmada en la frente y digo:
‐ Ay, se me había olvidado, es por esta estúpida conmoción cerebral: se supone
que tenía que decirte que fueras a ver a Beetee en Armamento Especial. Ha diseñado
un nuevo tridente para ti.
Al oír la palabra tridente es como si surgiera el viejo Finnick.
‐ ¿De verdad? ¿Qué hace?
‐ No lo sé, pero si se parece a mi arco y mis flechas, te va a encantar. Tendrás que
entrenar con él, eso sí.
‐ Claro, por supuesto. Supongo que será mejor que baje.
‐ Finnick, ¿y si te pones pantalones?
Él se mira las piernas como si se diera cuenta por primera vez de lo que lleva
puesto, se quita el camisón y se queda en ropa interior.
‐ ¿Por qué? ¿Es que esto ‐añade, poniendo una pose provocativa muy ridícula‐ te
distrae?
No puedo evitar reírme porque tiene gracia, y más gracia todavía por lo incómodo
que parece Boggs. Además, me hace feliz ver que Finnick suena como el chico que
conocí en el Vasallaje de los Veinticinco.
‐ Es que tengo sangre en las venas, Odair ‐digo, entrando en el ascensor antes de
que se cierren las puertas‐. Lo siento ‐añado, dirigiéndome a Boggs.
‐ No te preocupes, creo que lo has… llevado muy bien. Al menos mejor que si
hubiera tenido que detenerlo.
‐ Sí.
Le echo un vistazo. Tendrá unos cuarenta y tantos años, lleva el pelo gris muy
corto y sus ojos son azules. Una postura increíble. Hoy ha hablado dos veces y lo que
ha dicho me hace pensar que preferiría ser mi amigo antes que mi enemigo. Quizá
debería darle una oportunidad, pero parece tan fiel a Coin…
Oigo una serie de chasquidos fuertes y el ascensor se detiene un segundo antes de
empezar a moverse hacia la izquierda.
‐ ¿También avanza lateralmente? ‐pregunto.
‐ Sí, hay una red entera de caminos de ascensor bajo el 13 ‐responde‐. Ésta está
justo encima del radio de transporte que da a la quinta plataforma de despegue. Nos
lleva al hangar.
El hangar, las mazmorras, Defensa Especial, un sitio para cultivar comida, otro
donde generar aire, purificadores de aire y agua…
‐ El 13 es más grande de lo que creía.
‐ La mayoría no es mérito nuestro ‐dice Boggs‐. Básicamente lo heredamos. Lo que
hemos procurado hacer es mantenerlo en funcionamiento.
Vuelven los chasquidos, bajamos brevemente (un par de plantas) y las puertas se
abren para dejarnos entrar en el hangar.
‐ Oh ‐dejo escapar sin querer al ver la flota, hilera tras hilera de distintos tipos de
naves‐. ¿También heredasteis esto?
‐ Algunos los fabricamos nosotros, otros formaban parte de las fuerzas aéreas del
Capitolio. Los hemos actualizado, claro.
Vuelvo a notar una punzada de odio contra el 13.
‐ Entonces, ¿teníais todo esto y dejasteis indefensos al resto de los distritos frente
al Capitolio?
‐ No es tan sencillo ‐replica‐. No hemos estado en posición de lanzar un
contraataque hasta hace poco. Apenas nos manteníamos con vida. Después de vencer
y ejecutar a la gente del Capitolio, sólo un puñado de los nuestros sabía cómo pilotar.
Podríamos haberlos bombardeado con misiles nucleares, sí, pero siempre queda la
pregunta más importante: si iniciamos una guerra de ese tipo contra el Capitolio,
¿quedaría algún ser humano vivo?
‐ Eso suena como lo que dijo Peeta, y vosotros lo llamasteis traidor.
‐ Porque pidió un alto el fuego ‐responde Boggs‐. Habrás notado que ninguno de
los dos bandos ha lanzado armas nucleares. Estamos funcionando a la antigua. Por
aquí, soldado Everdeen ‐concluye, señalando uno de los aerodeslizadores pequeños.
Subo las escaleras y veo que dentro están el equipo de televisión y sus
herramientas. Todos los demás llevan los monos militares gris oscuro del 13, incluso
Haymitch, aunque él parece incómodo con lo ceñido que le queda el cuello.
Fulvia Cardew entra a toda prisa y deja escapar un bufido de frustración al verme
la cara.
‐ Tanto trabajo tirado a la basura. No te culpo a ti, Katniss, es que hay muy poca
gente con rostros fotogénicos. Como él ‐dice, agarrando a Gale, que está hablando
con Plutarch, y volviéndolo hacia nosotros‐. ¿A que es guapo?
Lo cierto es que Gale está impresionante con el uniforme, supongo. Sin embargo,
la pregunta nos avergüenza a los dos, dada nuestra historia. Intento pensar en una
réplica ingeniosa cuando Boggs dice en tono brusco:
‐ Bueno, es normal que no nos impresione mucho: acabamos de ver a Finnick
Odair en ropa interior.
Decido que, efectivamente, Boggs me gusta mucho.
Se nos avisa del inminente despegue, así que me siento al lado de Gale, frente a
Haymitch y Plutarch, y me abrocho el cinturón. Nos deslizamos a través de un
laberinto de túneles que se abren a una plataforma. Una especie de elevador hace que
la nave suba poco a poco de una planta a otra. De repente estamos en el exterior, en
un gran campo rodeado de bosques, y después despegamos de la plataforma y las
nubes nos envuelven.
Una vez libre del bullicio previo a la misión, me doy cuenta de que no tengo ni
idea de qué me espera en este viaje al Distrito 8. De hecho, sé muy poco sobre el
estado real de la guerra y lo que hace falta para ganarla. Tampoco sé qué pasaría si lo
hiciéramos.
Plutarch trata de explicármelo en términos simples. En primer lugar, todos los
distritos luchan contra el Capitolio, salvo el 2, que siempre ha tenido una relación
privilegiada con nuestros enemigos, a pesar de su participación en los Juegos del
Hambre. Reciben más comida y mejores condiciones de vida. Después de los Días
Oscuros y la supuesta destrucción del 13, el Distrito 2 se convirtió en el nuevo centro
de defensa del Capitolio, aunque en público se presenta como el hogar de las
canteras de la nación, igual que el 13 era conocido por sus minas de grafito. El
Distrito 2 no sólo fabrica armas, sino que entrena e incluso suministra agentes de la
paz.
‐ ¿Quieres decir… que algunos de los agentes nacen en el 2? ‐pregunto‐. Creía que
eran del Capitolio.
‐ Eso se supone que debéis creer ‐responde Plutarch, asintiendo‐. Y algunos sí que
son del Capitolio, pero su población nunca podría mantener una fuerza de ese
tamaño. Además, está el problema de reclutar a ciudadanos criados en el Capitolio
para una aburrida vida de privaciones en los distritos. Un compromiso de veinte
años en el cuerpo, sin casarse y sin hijos. Algunos se lo tragan por el honor del cargo,
mientras que otros lo aceptan como alternativa al castigo. Por ejemplo, únete a los
agentes de la paz y te perdonaremos las deudas. En el Capitolio hay muchas
personas ahogadas por las deudas, aunque no todas ellas sirven para el servicio
militar, así que el Distrito 2 es nuestra fuente de tropas adicionales. Para ellos es una
forma de escapar de la pobreza y la vida en las canteras. Los educan como a
guerreros, ya has visto lo dispuestos que están sus hijos a presentarse voluntarios
como tributos.
Cato y Clove. Brutus y Enobaria. He visto su buena disposición y también su sed
de sangre.
‐ Pero ¿todos los demás distritos están de nuestra parte? ‐pregunto.
‐ Sí. Nuestro objetivo es tomar los distritos uno a uno y acabar en el 2, de modo
que el Capitolio se quede sin suministros. Entonces, cuando esté más débil, lo
invadiremos ‐explica Plutarch‐. Será un reto completamente distinto, pero no
adelantemos acontecimientos.
‐ Si ganamos, ¿quién estará a cargo del Gobierno? ‐pregunta Gale.
‐ Todos ‐responde Plutarch‐. Vamos a formar una república en la que la gente de
todos los distritos y el Capitolio pueda elegir a sus propios representantes y enviarlos
a un Gobierno centralizado. No pongáis esa cara, ya ha funcionado antes.
‐ En los libros ‐masculla Haymitch.
‐ En los libros de historia ‐replica Plutarch‐, y si nuestros ancestros pudieron
hacerlo, nosotros también.
A decir verdad, nuestros ancestros no tienen muchas razones para presumir de
nada. Es decir, no hay más que ver el estado en el que nos dejaron, con guerras y el
planeta destrozado. Está claro que no les importaba lo que les pasara a los que
vinieran detrás, aunque esta idea de la república suena mejor que nuestro sistema
actual.
‐ ¿Y si perdemos? ‐pregunto.
‐ ¿Si perdemos? ‐repite Plutarch; mira a las nubes y esboza una sonrisa irónica‐.
Entonces seguro que el año que viene tenemos unos Juegos del Hambre memorables.
Lo que me recuerda… ‐Saca un frasco de su chaleco, se echa unas cuantas pastillas
violetas en la mano y nos las ofrece‐. Las hemos llamado «jaula de noche» en tu
honor, Katniss. Los rebeldes no pueden permitirse que capturen a uno de nosotros,
pero os prometo que será completamente indoloro.
Acepto una cápsula, sin saber bien dónde meterla. Plutarch me da un golpecito en
el hombro, en la parte delantera de mi manga izquierda. Lo examino y encuentro un
bolsillo diminuto que sirve tanto para guardar como para esconder la pastilla.
Aunque me ataran las manos, podría inclinar la cabeza y sacarla de un mordisco.
Al parecer, Cinna ha pensado en todo.