La pierna artificial
de Peeta se queda atrapada en un nudo de enredaderas y se cae de bruces
antes de que pueda cogerlo. Mientras lo ayudo a levantarse, me doy
cuenta de algo más aterrador todavía que las ampollas, más debilitador
que las quemaduras. El lado izquierdo de su cara está flácido, como
si cada músculo se hubiera muerto. El párpado se cae, casi ocultando
su ojo. Su boca se tuerce en un ángulo extraño hacia el suelo.
Peeta… Empiezo.
Y es entonces cuando siento los espasmos corriendo por mi brazo.
Cualquiera que
sea la sustancia química que forma la niebla hace más que quemarataca
nuestros nervios. Un miedo completamente nuevo se dispara en mi
interior y tiro con fuerza de Peeta hacia delante, lo que sólo consigue
que vuelva a tropezar. Para cuando lo pongo en pie, mis dos brazos se
mueven incontrolablemente. La niebla se ha movido hacia nosotros,
el cuerpo a menos de un metro de distancia. Algo no está bien con las
piernas de Peeta; está tratando de andar pero se mueven espásticamente,
como las de una marioneta.
Siento cómo sale
disparado hacia delante y me doy cuenta de que Finnick ha vuelto a
por nosotros y está arrastrando a Peeta hacia delante. Coloco mi
hombro, que aún parece estar bajo mi control, debajo del brazo de Peeta,
y hago lo que puedo para seguir el ritmo rápido de Finnick. Conseguimos
poner una distancia de unos nueve metros entre nosotros y la niebla
cuando Finnick se detiene.
No funciona.
Tengo que llevarlo a hombros. ¿Puedes llevar tú a Mags? Me pregunta.
Sí. Digo con
firmeza, aunque se me encoge el corazón. Es verdad que Mags no puede
pesar más de treinta y cinco kilos, pero yo misma tampoco soy muy grande.
Aún así, estoy segura de que he cargado cargas más pesadas. Si tan sólo
mis brazos dejaran de saltar a todos lados. Me agacho y ella se coloca
sobre mi hombro, de la misma forma de la que monta a Finnick. Lentamente
estiro las piernas y, con las rodillas apretadas, puedo arreglármelas.
Ahora Finnick tiene a Peeta colocado a través de su espalda y seguimos
adelante, Finnick a la cabeza, yo siguiendo por el camino que abre
entre las viñas.
La niebla sigue
acercándose, silenciosa y constante y lisa, excepto por los tentáculos.
Aunque mi instinto
me indica correr directamente lejos de ella, me doy cuenta de que
Finnick se está moviendo en diagonal colina abajo. Está intentando
mantenerse a distancia del gas a base de llevarnos hacia el agua que
rodea la Cornucopia. Sí, agua, pienso mientras las gotitas de ácido
se entierran más profundamente en mi interior. Ahora estoy tan agradecida
de no haber matado a Finnick, porque ¿cómo iba a sacar a Peeta de aquí
con vida? Tan agradecida de tener a alguien más de mi parte, incluso
si sólo es temporalmente.
No es culpa de
Mags cuando empiezo a caerme. Está haciendo todo lo que puede para
ser una pasajera sencilla, pero el hecho es que sólo puedo soportar
el peso durante un cierto tiempo. Especialmente ahora que mi pierna
derecha está empezando a dormirse. Las primeras dos veces que me caigo
al suelo, consigo ponerme en pie de nuevo, pero la tercera vez, no consigo
hacer que mi pierna coopere. Mientras lucho por levantarme, esta
cede y Mags rueda al suelo delante de mí. Palpo desesperada a mi alrededor,
intentando usar viñas y troncos para enderezarme.
Finnick está
otra vez a mi lado, Peeta colgando sobre él.
Es inútil. Digo.
¿Puedes llevarlos tú a los dos? Sigue adelante, ya os alcanzaré.
Una propuesta
algo dudosa, pero la digo con tanta seguridad como puedo conseguir.
Puedo ver los
ojos de Finnick, verdes a la luz de la luna. Puedo verlos tan claramente
como el día. Casi como los de un gato, con una cualidad extrañamente
reflectante. Tal vez porque están brillantes por las lágrimas.
No. Dice. No
puedo llevarlos a los dos. Mis brazos no están funcionando. Es cierto.
Sus brazos están dando sacudidas incontrolables a sus lados. Sus manos
están vacías.
De sus tres tridentes,
sólo queda uno, y está en las manos de Peeta. Lo siento, Mags. No puedo
hacerlo.
Lo que pasa
después es tan rápido, tan carente de todo sentido, que ni siquiera
puedo moverme para detenerlo. Mags se levanta con trabajo, le planta
un beso a Finnick en los labios, y después renquea derecha hacia la
niebla. Inmediatamente, su cuerpo empieza a dar terribles sacudidas
y cae al suelo en una danza horrible.
Quiero gritar,
pero mi garganta está en llamas. Doy un paso fútil en su dirección y
entonces oigo el disparo del cañón, sé que su corazón se ha parado,
que está muerta. ¿Finnick? Digo con voz ronca, pero él ya le ha dado la
espalda a la escena, continuando su huida de la niebla. Arrastrando
mi pierna inútil detrás de mí, me tambaleo detrás de él, sin tener ni
idea de qué otra cosa hacer.
El tiempo y
el espacio pierden su significado a medida que la niebla parece
invadir mi cerebro, desordenando mi pensamiento, haciendo que todo
parezca irreal. Algún instinto animal de supervivencia profundamente
arraigado me mantiene dando tumbos detrás de Finnick y Peeta, siguiendo
adelante, aunque probablemente ya estoy muerta. Algunas partes de
mí están muertas, o claramente muriéndose. Y Mags está muerta. Esto
es algo que sé, o quizás sólo creo que lo sé, porque no tiene sentido
ninguno.
La luz de la luna
brillando en el pelo broncíneo de Finnick, ramalazos de dolor abrasador
por todo mi cuerpo, una pierna convertida en madera. Sigo a Finnick
hasta que se derrumba sobre el suelo, Peeta todavía encima de él. Parece
que no tengo capacidad de detener mi propio avance y simplemente me
propulso hacia delante hasta que tropiezo sobre sus cuerpos tendidos,
sólo uno más en el montón. Así es cómo y dónde y cuándo morimos todos,
pienso.
Pero el pensamiento
es abstracto y mucho menos alarmante que las presentes agonías de
mi cuerpo. Oigo el gruñido de Finnick y consigo arrancarme de encima
de los otros. Ahora puedo ver la pared de niebla, que ha adquirido un
color blanco perla a la luz de la luna. Tal vez sean mis ojos los que me
engañan, pero la niebla parece estar transformándose. Sí, está
volviéndose más gruesa, como si estuviera presionada contra una
ventana de cristal y fuera obligada a condensarse. Guiño más los ojos
y me doy cuenta de que ya no hay dedos protruyendo de ella. De hecho, ha
dejado por completo de moverse hacia delante. Como otros horrores
que he presenciado en la arena, ha llegado al final de su territorio.
O eso o los Vigilantes han decidido no matarnos todavía.
Se ha parado.
Intento decir, pero de mi boca hinchada sólo sale un horrible graznido.
Se ha parado.
Digo de nuevo, y esta vez debo de haber sido más clara, porque tanto
Peeta como Finnick giran la cabeza hacia la niebla. Ahora empieza a
levantarse hacia arriba, como si fuera lentamente aspirada hacia
el cielo. La miramos hasta que ha desaparecido del todo y no queda
ni la más leve brizna.
Peeta rueda de
encima de Finnick, que se da la vuelta sobre la espalda. Nos quedamos
allí tumbados jadeando, retorciéndonos, nuestras mentes y nuestros
cuerpos invadidos por el veneno. Después de que pasen unos minutos,
Peeta hace un gesto vago hacia delante.
Mon-hoos. Alzo
la vista y veo un par de lo que supongo que son monos. Nunca he visto un
mono vivo, no hay nada así en nuestros bosques en casa. Pero debo de
haber visto una foto, o uno en los Juegos, porque cuando veo las criaturas,
la misma palabra me viene a la mente. Pienso que estos tienen pelaje
naranja, aunque es difícil decirlo, y son la mitad de altos que un humano
medio. Doy por hecho que los monos son una buena señal. Seguro que no andarían
por allí si el aire fuera letal. Durante un rato, nos observamos en silencio
los unos a los otros, humanos y monos. Después Peeta consigue ponerse
de rodillas y gatea pendiente abajo. Todos gateamos, ya que andar
ahora parece un logro tan formidable como volar; nos arrastramos
hasta que las viñas dan paso a una estrecha banda de playa arenosa y
el agua cálida que rodea la Cornucopia empapa nuestros rostros. Me
aparto de un salto como si hubiera tocado fuego.
Frotar sal en
una herida. Por primera vez aprecio de verdad la expresión, porque
la sal del agua hace que el dolor de mis heridas sea tan cegador que casi
me desmayo. Pero hay otra sensación, de que algo sale. Experimento
poniendo con cautela sólo la mano en el agua. Una tortura, sí, pero
después menos. Y a través de la capa azul de agua, veo una sustancia lechosa
saliendo de las heridas de mi piel. A medida que la blancura disminuye,
también lo hace el dolor. Me desabrocho el cinturón y me quito el mono,
que es poco más que un felpudo agujereado. Mis zapatos y ropa interior
están inexplicablemente intactos. Poco a poco, una pequeña porción
de miembro cada vez, escurro el veneno de mis heridas. Peeta parece
estar haciendo lo mismo. Pero Finnick se apartó del agua nada más tocarla
por primera vez y está tumbado bocabajo en la arena, o no queriendo
o no pudiendo purgarse.
Finalmente, cuando
he sobrevivido a lo peor, después de abrir los ojos bajo el agua, de
aspirar agua al interior de mis senos y soltarla, e incluso haciendo
gárgaras repetidas veces para limpiarme la garganta, estoy lo bastante
funcional como para ayudar a Finnick. Algo de sensación ha vuelto a
mi pierna, pero mis brazos aún están siendo atacados por espasmos.
No puedo arrastrar a Finnick hasta el agua, y en cualquier caso el
dolor posiblemente lo mataría.
Así que cojo
puñados de agua entre sacudidas y los vacío sobre sus puños. Ya que
no está bajo el agua, el veneno sale de sus heridas tal y como entró,
en briznas de niebla que evito con mucho cuidado. Peeta se recupera
lo suficiente como para ayudarme. Corta el mono de Finnick para sacárselo.
En algún sitio encuentra dos conchas que funcionan mucho mejor que
nuestras manos. Nos concentramos en empezar primero con los brazos
de Finnick, ya que están tan dañados, e incluso aunque sale un montón
de sustancia de ellos, parece no darse cuenta. Sólo se queda allí
tumbado, con los ojos cerrados, soltando algún gemido ocasional.
Miro a mi alrededor
con una creciente consciencia de lo peligrosa que es la posición
en la que nos encontramos. Es de noche, sí, pero esta luna proporciona
demasiada luz como para ocultarnos. Tenemos suerte de que nadie nos
haya atacado todavía. Podríamos verlos venir desde la Cornucopia,
pero si los cuatro Profesionales atacaran a la vez, podrían con nosotros.
Si no nos vieran
primero, los gemidos de Finnick nos delatarían pronto.
Tenemos que conseguir
meter más de él en el agua. Susurro. Pero no podemos meterlo por la cabeza,
no cuando está en esta condición. Peeta asiente hacia los pies de
Finnick. Cada uno coge uno, y lo giramos ciento ochenta grados, y empezamos
a arrastrarlo hacia el agua salada. Sólo unos centímetros de cada
vez. Sus tobillos. Esperamos unos minutos.
Hasta la mitad
de la pantorrilla. Esperamos. Las rodillas. Nubes blancas salen de
su piel y gime.
Seguimos desintoxicándolo,
poco a poco. Lo que descubro es que cuanto más me siento en el agua, mejor
me encuentro. No sólo mi piel, sino que el control de mi mente y mis
músculos siguen mejorando. Puedo ver la cara de Peeta empezar a regresar
a la normalidad, su párpado abriéndose, la mueca dejando su boca.
Finnick empieza
a volver lentamente a la vida. Sus ojos se abren, se enfocan en nosotros,
y registran la consciencia de que está siendo ayudado. Apoyo su cabeza
en mi regazo y lo dejamos en remojo unos diez minutos con todo sumergido
del cuello para abajo. Peeta y yo intercambiamos una sonrisa cuando
Finnick levanta los brazos sobre el agua de mar.
Ya sólo queda
tu cabeza, Finnick. Esa es la peor parte, pero te sentirás mucho mejor
después, si puedes soportarlo. Dice Peeta. Lo ayudamos a sentarse y
dejamos que aferre nuestras manos mientras purga sus ojos y nariz
y boca. Su garganta aún está demasiado afectada para hablar.
Voy a intentar
abrir un grifo en un árbol. Digo. Mis dedos desabrochan mi cinturón
torpemente y descubro que el spile aún está colgando de su viña.
Déjame que haga
el agujero antes. Dice Peeta. Tú quédate con él. Eres tú la curandera.
Es una broma,
pienso. Pero no lo digo en voz alta, ya que Finnick tiene bastante con
lo que lidiar. Él se llevó la peor parte de la niebla, aunque no estoy
muy segura de por qué. Tal vez porque es el más grande o porque fue el qué
más esfuerzo tuvo que hacer. Y después, claro, está Mags. Aún no entiendo
qué pasó allí. Por qué esencialmente la abandonó para llevar a Peeta.
Por qué no sólo ella no lo cuestionó, sino que corrió derecha hacia
la niebla sin vacilar ni un instante. ¿Fue porque ya era tan vieja
que en cualquier caso sus días ya estaban contados? ¿Pensaban ellos
que sería más probable que Finnick ganase si nos tenía a Peeta y a mí
como aliados? El aspecto demacrado del rostro de Finnick me indica
que ahora no es el momento de preguntar.
En vez de eso
trato de recomponerme. Rescato mi insignia del sinsajo de mi mono
arruinado y la coloco en la tira de mi camiseta interior. El cinturón
de flotación debe de ser resistente al ácido, porque está como nuevo.
Sé nadar, así que el cinturón de flotación no es realmente necesario,
pero Brutus bloqueó mi flecha con el suyo, así que me lo pongo de nuevo,
pensando que tal vez ofrezca algo de protección. Me suelto el pelo y
me lo peino con los dedos, raleándolo considerablemente ya que las
gotitas de niebla lo dañaron. Después vuelvo a trenzar lo que queda
de él.
Peeta ha encontrado
un buen árbol a unos diez metros de la estrecha banda de playa.
Apenas podemos
verlo, pero el sonido de su cuchillo contra el tronco de madera es
más claro que el agua. Me pregunto qué pasó con el punzón. Mags debió de
soltarlo o bien llevarlo a la niebla con ella. En cualquier caso,
está perdido.
Me he movido
un poco más adentro en la orilla, flotando alternativamente sobre
la barriga y la espalda. Si el agua de mar nos curó a Peeta y a mí, parece
haber transformado completamente a Finnick. Empieza a moverse
lentamente, sólo probando sus extremidades, y gradualmente empieza
a nadar. Pero no es como yo nadando, las brazadas rítmicas, el paso
ágil. Es como mirar a un extraño animal marino volviendo a la vida.
Bucea y vuelve a la superficie, echa agua por la boca, da más y más vueltas
en un extraño movimiento de destornillador que me marea sólo de mirar.
Y después, cuando ha estado tanto tiempo bajo el agua que estoy segura
de que se ha ahogado, su cabeza sale justo a mi lado y me sobresalto.
No hagas eso.
Digo. ¿Qué? ¿Subir o quedarme abajo?
Los dos. Ninguno.
Da igual. Sólo ponte bien a remojo y compórtate. O ya que te sientes
tan bien, vayamos a ayudar a Peeta.
En sólo el corto
tiempo que lleva cruzar al borde de la selva, me doy cuenta del cambio.
Achácaselo a
los años de caza, o tal vez mi oído reconstruido sí funciona un poco
mejor de lo que nadie pretendía. Pero siento la masa de cuerpos cálidos
pendiendo sobre nosotros. No necesitan hacer ruido ni gritar. La mera
respiración de tantos seres en suficiente.
Toco el brazo
de Finnick y sigue mi mirada hacia arriba. No sé cómo llegaron tan silenciosamente.
Tal vez no lo hicieron. Hemos estado muy absortos restaurando nuestros
cuerpos. Durante ese tiempo se han reunido. No cinco ni diez sino veintenas
de monos cuelgan de las ramas de los árboles de la selva. El par que vimos
cuando escapamos de la niebla parecía un comité de bienvenida.
Esta multitud parece ominosa.
Armo mi arco
con dos flechas y Finnick ajusta su tridente en la mano.
Peeta. Digo
con tanta calma como puedo. Necesito que me ayudes con algo.
Vale, sólo un
minuto. Creo que ya casi lo tengo. Dice, aún ocupado con el árbol. Sí,
ahí. ¿Tienes el spile?
Sí. Pero hemos
encontrado algo a lo que es mejor que le eches un vistazo. Continúo
con voz mesurada. Tú sólo muévete hacia nosotros en silencio, para
que no lo sobresaltes.
Por alguna razón,
no quiero que se dé cuenta de los monos, ni siquiera que mire en su dirección.
Son criaturas que interpretan el mero contacto visual como una agresión.
Peeta se vuelve
hacia nosotros, jadeando por su trabajo en el árbol. El tono de mi pregunta
es tan raro que ya lo ha advertido de alguna irregularidad.
Vale. Dice casualmente.
Empieza a moverse a través de la selva, y aunque sé que está intentando
de verdad ser silencioso, este nunca ha sido su punto fuerte, incluso
cuando tenía dos buenas piernas. Pero está bien, se está moviendo,
los monos siguen en sus posiciones.
Sólo está a
cinco metros de la playa cuando los siente. Sus ojos sólo miran hacia
arriba un segundo, pero es como si hubiera activado una bomba. Los
monos explotan en una masa ensordecedora de pelo naranja y convergen
sobre él.
Nunca he visto
a ningún animal moverse tan rápido. Se deslizan por las viñas como si
estuvieran engrasadas. Saltan distancias imposibles de árbol a
árbol. Colmillos al descubierto, garras afiladas como cuchillas.
Tal vez no esté familiarizada con los monos, pero los animales no actúan
así en la naturaleza. ¡Mutos! Grito mientras Finnick y yo nos lanzamos
a la vegetación.
Sé que cada
flecha tiene que contar, y lo hace. En la inquietante luz, derribo mono
tras mono, apuntando a ojos y corazones y gargantas, para que cada
disparo signifique una muerte. Pero aún así no sería suficiente
sin Finnick ensartando a las bestias como si de peces se tratara y
lanzándolas a un lado, y Peeta acuchillándolas. Siento garras en mi
pierna, en mi espalda, antes de que alguien acabe con el atacante.
El aire se espesa con plantas pisoteadas, el olor de la sangre, y el
olor a moho de los monos. Peeta, Finnick y yo nos colocamos en triángulo,
a pocos metros de distancia, dándonos las espaldas. Mi corazón se encoge
cuando mis dedos cogen la última flecha. Después recuerdo que Peeta
también tiene un carcaj. Y no está disparando, está dando tajos con
su cuchillo. Ahora mi propio cuchillo está fuera, pero los monos son
más rápidos, pueden saltar dentro y fuera de tu alcance tan rápido
que apenas puedes reaccionar. ¡Peeta! Grito. ¡Tus flechas!
Peeta se gira
para ver mi apuro y está sacándose el carcaj cuando sucede. Un mono
salta desde un árbol a por su pecho. No tengo flechas, ninguna forma
de disparar. Puedo oír el sonido del tridente de Finnick encontrando
otro objetivo y sé que su arma está ocupada. El brazo del cuchillo de
Peeta está incapacitado mientras intenta sacarse el carcaj. Le
lanzo mi cuchillo al muto pero la criatura da una voltereta, evitando
la hoja, y sigue en su trayectoria.
Sin armas, sin
defensa, hago lo único que se me ocurre. Corro hacia Peeta, para derribarlo
al suelo, para proteger su cuerpo con el mío, incluso aunque sé que
no llegaré a tiempo.
Sin embargo,
ella sí. Materializándose, parece, de la nada. En un momento en ninguna
parte, al siguiente tambaleándose delante de Peeta. Ya ensangrentada,
la boca abierta en un agudo chillido, las pupilas dilatadas de forma
que sus ojos parecen agujeros negros.
La morphling
insana del Distrito 6 levanta sus brazos esqueléticos como si fuera
a abrazar al mono, y este hunde sus colmillos en su pecho.
Peeta deja caer
el carcaj y entierra el cuchillo en la espalda del mono, apuñalándolo
una y otra y otra vez hasta que afloja la mandíbula. Aparta el muto
de una patada, preparándose para más. Yo ahora tengo sus flechas, un
arco cargado, y a Finnick a mis espaldas, respirando con fuerza pero
no activamente ocupado. ¡Venid, entonces! ¡Venid! Grita Peeta, jadeando
de furia. Pero algo les ha pasado a los monos. Están retirándose, subiéndose
a los árboles, desvaneciéndose en la selva, como si los llamara alguna
voz no oída. Las voces de los Vigilantes, diciéndoles que esto es suficiente.
Cógela. Le digo
a Peeta. Nosotros te cubrimos.
Peeta levanta
con cuidado a la morphling y la lleva los últimos pocos metros hasta
la playa mientras Finnick y yo mantenemos nuestras armas preparadas.
Pero salvo por las carcasas naranjas en el suelo, los monos se han
ido. Peeta deja a la morphling en la arena. Yo corto el material sobre
su pecho, revelando las cuatro profundas incisiones punzantes. La
sangre sale de ellas lentamente, haciéndolas parecer mucho menos
letales de lo que son. El daño de verdad está dentro. Por la posición
de las aberturas, estoy segura de que la bestia rompió algo vital, un
pulmón, tal vez incluso el corazón.
Está tumbada
sobre la arena, jadeando como un pez fuera del agua. Piel flácida, enfermizamente
verde, sus costillas son tan prominentes como las de un niño muerto
por desnutrición. Claro que ella podía permitirse la comida, pero
se echó al morphling igual que Haymitch se echó a la bebida, supongo.
Todo en ella habla de desperdiciosu cuerpo, su vida, la mirada vacante
en sus ojos. Sostengo una de sus manos temblorosas, no sabiendo si
se mueve por el veneno que afectó a nuestros nervios, el shock del ataque,
o el síndrome de abstinencia por la droga que era su sustento. No hay
nada que podamos hacer. Nada salvo quedarnos con ella mientras muere.
Yo vigilaré
los árboles. Dice Finnick antes de marcharse. A mí también me gustaría
marcharme, pero ella aferra mi mano con tanta fuerza que tendría
que desasir sus dedos uno a uno, y no tengo la fuerza necesaria para
esa clase de crueldad. Pienso en Rue, cómo tal vez podría cantar una
canción o algo. Pero ni siquiera sé el nombre de la morphling, mucho
menos si le gustan las canciones. Sólo sé que se está muriendo.
Peeta se agacha
a su otro lado y le acaricia el pelo. Cuando empieza a hablar en voz
suave, casi no parece tener sentido, pero las palabras no van dirigidas
a mí.
En casa, con
mi maletín de pinturas, puedo hacer todos los colores imaginables.
Rosa.
Tan pálido como
la piel de un bebé. O tan profundo como el ruibarbo. Verde como la hierba
en primavera. Azul que resplandece como el hielo sobre el agua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario