domingo, 20 de mayo de 2012

Capitulo 15

Me meto en una pesadilla de la que despierto sólo para encontrarme con algo aún peor. Las cosas que más miedo me dan, las cosas que más temo que le sucedan a los demás, se manifiestan con unos detalles tan vividos que me parecen reales. Cada vez que me despierto pienso que por fin se ha acabado todo, pero no, tan sólo es el comienzo de un nuevo capítulo de torturas. ¿De cuántas formas he visto morir a Prim? ¿Cuántas veces he revivido los últimos momentos de mi padre? ¿Cuántas veces he sentido que me desgarraban el cuerpo? Así funciona el veneno de las avispas, especialmente creado para atacar el punto del cerebro encargado del miedo.
Cuando por fin vuelvo en mí, me quedo tumbada, esperando a la siguiente ola de imágenes. Sin embargo, al cabo de un rato acepto que mi cuerpo ha expulsado el veneno, dejándome destrozada y débil. Sigo tumbada de lado, en posición fetal. Me llevo una mano a los ojos y compruebo que están enteros, sin rastro de las hormigas que nunca existieron. El mero hecho de estirar las extremidades me supone un esfuerzo enorme; me duelen tantas cosas que no merece la pena hacer inventario. Consigo sentarme muy, muy despacio. Estoy en un agujero poco profundo que no está lleno de las ruidosas burbujas naranja de mis alucinaciones, sino de viejas hojas muertas. Tengo la ropa húmeda, pero no sé si es de agua, rocío, lluvia o sudor. Me paso un buen rato sin poder hacer nada más que darle traguitos a la botella y observar un escarabajo que se arrastra por el lateral de un arbusto de madreselva.
¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? Era por la mañana cuando perdí la razón y ahora es por la tarde, aunque tengo las articulaciones tan rígidas que me parece que ha pasado más de un día, quizá dos. Si es así, no tengo forma de saber qué tributos han sobrevivido al ataque de las rastrevíspulas. Está claro que Glimmer y la chica del Distrito 4 no siguen vivas, pero estaban el chico del Distrito 1, los dos del Distrito 2 y Peeta. ¿Han muerto por las picaduras? Si están vivos, deben de haberlo pasado tan mal estos días como yo. ¿Y qué pasa con Rue? Es tan pequeña que no haría falta mucho veneno para acabar con ella. Sin embargo..., las avispas tendrían que cogerla primero, y la niña les llevaba cierta ventaja.
Noto un sabor asqueroso a podrido en la boca, y el agua poco puede hacer por eliminarlo. Me arrastro hasta el arbusto de madreselva y arranco una flor; le quito con cuidado el estambre y me dejo caer la gota de néctar en la lengua. El dulzor se extiende por la boca, me pasa por la garganta y me calienta las venas con recuerdos del verano, los bosques de mi hogar y la presencia de Gale a mi lado. Por algún motivo, recuerdo la discusión que tuvimos la última mañana.
«--¿Sabes qué? Podríamos hacerlo.
»--¿El qué?
»--Dejar el distrito, huir, vivir en el bosque. Tú y yo podríamos hacerlo.»
Y, de repente, dejo de pensar en Gale y me acuerdo de Peeta... ¡Peeta! ¡Me ha salvado la vida!, o eso creo. Porque, cuando nos encontramos, ya no distinguía bien qué era real y qué me había hecho imaginar el veneno de las avispas. Sin embargo, si lo hizo, y mi instinto me dice que así es. ¿Por qué? ¿Se limita a explotar la idea del chico enamorado que puso en marcha en la entrevista? ¿O de verdad intentaba protegerme? Y, si lo hacía, ¿por qué se había unido a los profesionales? No tenía ningún sentido.
Durante un instante me pregunto cómo verá Gale el incidente, pero después me lo quito de la cabeza, porque, por algún motivo, Gale y Peeta no coexisten bien en mis pensamientos.
Así que me centro en la única cosa buena que me ha pasado desde que llegué al estadio: ¡tengo arco y flechas! Una docena completa de flechas, si contamos la que saqué del árbol. No tienen ni rastro de la nociva baba verde que salió del cadáver de Glimmer (lo que me lleva a pensar que quizá no fuera del todo real), aunque sí bastante sangre seca. Las puedo limpiar después, pero decido entretenerme un minuto disparando a un árbol. Se parecen más a las armas del Centro de Entrenamiento que a las que tengo en casa; en cualquier caso, ¿qué más da? Puedo soportarlo.
Las armas me dan una perspectiva completamente nueva de los juegos. Aunque sé que tengo que enfrentarme a unos oponentes duros, ya no soy la presa que corre y se esconde o que adopta medidas desesperadas. Si Cato surgiera ahora de entre los árboles, no huiría, dispararía. Me doy cuenta de que espero con impaciencia ese momento.
Sin embargo, primero debo ponerme fuerte, porque vuelvo a estar muy deshidratada y mi reserva de agua está en niveles peligrosos. He perdido los kilos de más que conseguí engordar atiborrándome en el Capitolio, además de otros cuantos kilos propios. No recuerdo haber tenido tan marcados los huesos de las caderas y las costillas desde aquellos horribles meses que siguieron a la muerte de mi padre. Además, están las heridas: quemaduras, cortes y moratones por caerme entre los árboles, y tres picaduras de avispa, que están tan irritadas e hinchadas como al principio. Me echo la pomada en las quemaduras e intento hacer lo mismo en los bultos, pero no surte efecto. Mi madre conocía un tratamiento para esto, un tipo de hoja que podía extraer el veneno; como apenas solía usarlo, no recuerdo ni su nombre, ni su apariencia.
«Primero, el agua --pienso--. Ahora puedes cazar mientras avanzas.»
Me resulta fácil seguir la dirección por la que vine, gracias a la senda de destrucción que abrió mi cuerpo enloquecido a través del follaje. De modo que me alejo en dirección contraria, esperando que mis enemigos sigan encerrados en el mundo surrealista del veneno de las rastrevíspulas.
No puedo andar demasiado deprisa, pues mis articulaciones se niegan a hacer movimientos abruptos, pero mantengo el paso lento del cazador, el que uso cuando rastreo animales. En pocos minutos diviso un conejo y mato mi primera presa con el arco. Aunque no es uno de mis tiros limpios de siempre, lo acepto. Al cabo de una hora encuentro un arroyo poco profundo y ancho, más que suficiente para lo que necesito. El sol cae con fuerza, así que, mientras espero a que se purifique el agua, me quedo en ropa interior y me meto en la corriente. Estoy mugrienta de pies a cabeza. Intento echarme agua encima, pero al final acabo tumbándome en el agua unos minutos, dejando que lave el hollín, la sangre y la piel que ha empezado a desprenderse de las heridas. Después de enjuagar la ropa y colgarla en unos arbustos para que se seque, me siento en la orilla durante un rato y me desenredo el pelo con los dedos. Recupero el apetito, y me como una galleta y una tira de cecina. Después le limpio la sangre a mis armas plateadas con un poco de musgo.
Más fresca, me vuelvo a tratar las quemaduras, me trenzo el pelo y me pongo la ropa mojada; sé que el sol la secará rápidamente. Seguir el curso del arroyo contracorriente parece lo más apropiado. Ahora estoy avanzando cuesta arriba, cosa que prefiero, con una fuente de agua no sólo para mí, sino también para posibles presas. Derribo fácilmente un extraño pájaro que debe de ser una especie de pavo silvestre; en cualquier caso, me parece bastante comestible. A última hora de la tarde decido encender un pequeño fuego para cocinar la carne, suponiendo que el crepúsculo ayudará a ocultar el humo y que tendré la hoguera apagada cuando caiga la noche. Limpio las piezas, prestando especial atención al pájaro, pero no veo que tenga nada alarmante. Una vez arrancadas las plumas, no es más grande que un pollo, y está gordito y firme. Cuando pongo el primer montón sobre los carbones, oigo una rama que se rompe.
Me vuelvo hacia el sonido, y saco arco y flecha con un solo movimiento. No hay nadie; al menos, que yo vea. Entonces distingo la punta de una bota de niña asomando por detrás del tronco de un árbol; me relajo y sonrío. Esta cría puede moverse por los bosques como una sombra, hay que reconocerlo. Si no, ¿cómo podría haberme seguido? Las palabras surgen antes de poder detenerlas.
--¿Sabes que ellos no son los únicos que pueden aliarse? --digo.
No obtengo respuesta durante un momento, pero entonces uno de los ojos de Rue sale del cobijo del árbol.
--¿Quieres que seamos aliadas?
--¿Por qué no? Me has salvado de esas rastrevíspulas, eres lo bastante lista para seguir viva y, de todos modos, no me libro de ti. --Ella parpadea, intentando decidirse--. ¿Tienes hambre? --Veo que traga saliva de forma visible y observa la carne--. Pues ven, hoy he matado dos presas.
--Puedo curarte las picaduras --dice la niña, dando un paso vacilante hacia mí.
--¿De verdad? ¿Cómo? --Ella mete la mano en su mochila y saca un puñado de hojas. Estoy casi segura de que son las que usa mi madre--. ¿Dónde las has encontrado?
--Por ahí. Todos las llevamos cuando trabajamos en los huertos; allí dejaron muchos nidos. Aquí también hay muchos.
--Es verdad, eres del Distrito 11. Agricultura. Huertos, ¿eh? Por eso eres capaz de volar por los árboles como si tuvieses alas. --Rue sonríe. He dado con una de las pocas cosas que admite con orgullo--. Bueno, venga, cúrame.
Me dejo caer junto al fuego y me remango la pernera para descubrir la picadura de la rodilla. Rue me sorprende metiéndose un puñado de hojas en la boca y masticándolas. Mi madre usaría otros métodos, pero tampoco me quedan muchas opciones. Al cabo de un minuto, Rue comprime un buen montón de hojas masticadas y me lo escupe en la rodilla.
--Ohhh --digo, sin poder evitarlo. Es como si las hojas filtrasen el dolor de la picadura y lo expulsasen.
--Menos mal que tuviste la sensatez de sacarte los aguijones --comenta Rue, después de soltar unas risillas--. Si no, estarías mucho peor.
--¡El cuello! ¡La mejilla! --exclamo, casi suplicante.
Rue se mete otro puñado de hojas en la boca y, al cabo de un momento, me río a carcajadas, porque el alivio es maravilloso. Veo que la niña tiene una larga quemadura en el brazo.
--Tengo algo para eso. --Dejo a un lado las armas y le extiendo la pomada en el brazo.
--Tienes buenos patrocinadores --dice ella, anhelante.
--¿Te han enviado algo? --pregunto, y ella sacude la cabeza--. Pues lo harán, ya verás. Cuanto más cerca estemos del final, más gente se dará cuenta de lo lista que eres.
Le doy la vuelta a la carne.
--No estabas bromeando, ¿verdad? Sobre lo de aliarnos.
--No, lo decía en serio.
Casi oigo los gruñidos de Haymitch al ver que me junto con esta niña menuda, pero la quiero a mi lado porque es una superviviente, porque confío en ella y, por qué no admitirlo, porque me recuerda a Prim.
--Vale --responde, y me ofrece la mano. Le doy la mía--. Trato hecho.
Por supuesto, este tipo de trato sólo puede ser temporal, pero ninguna de las dos lo menciona.
Rue aporta a la comida un buen puñado de una especie de raíces con aspecto de tener almidón. Al asarlas al fuego saben agridulces, como la chirivía. Además, la niña reconoce el pájaro, un ave silvestre a la que llaman «granso» en su distrito. Dice que a veces una bandada llega al huerto y ese día todos comen bien. La conversación se detiene un momento mientras nos llenamos la tripa. El granso tiene una carne deliciosa, tan jugosa que te caen gotitas de grasa por la cara cuando la muerdes.
--Oh --dice Rue, suspirando--. Nunca había tenido un muslo para mí sola.
Ya me lo imagino; seguro que apenas consigue comer carne.
--Coge otro.
--¿En serio?
--Coge todo lo que quieras. Ahora que tengo arco y flechas, puedo cazar más. Además, tengo trampas y puedo enseñarte a ponerlas. --Rue sigue mirando el muslo con incertidumbre--. Venga, cógelo --insisto, poniéndole la pata en las manos--. De todos modos, se pondrá malo en unos días, y tenemos todo el pájaro y el conejo. --Una vez le pone la mano encima al muslo, su apetito gana la batalla y le pega un buen mordisco--. Creía que en el Distrito 11 tendríais un poco más para comer que nosotros. Ya sabes, como cultiváis la comida...
--Oh, no, no se nos permite alimentarnos de los cultivos --responde Rue, con los ojos muy abiertos.
--¿Te detienen o algo?
--Te azotan delante de todo el mundo. El alcalde es muy estricto con eso.
Por su expresión deduzco que no es algo poco común. En el Distrito 12 no suele haber flagelaciones públicas, aunque suceden de vez en cuando. En teoría, a Gale y a mí podrían azotarnos todos los días por ser cazadores furtivos (bueno, en teoría podrían hacernos algo mucho peor), pero todos los funcionarios compran nuestra carne. Además, al alcalde, el padre de Madge, no parecen gustarle mucho ese tipo de acontecimientos. Tal vez ser el distrito más desprestigiado, pobre y ridiculizado del país tiene sus ventajas, como, por ejemplo, que el Capitolio no nos haga apenas caso, siempre que produzcamos nuestro cupo de carbón.
--¿Vosotros tenéis todo el carbón que queréis? --me pregunta Rue.
--No, sólo lo que compramos y lo que se nos enganche en las botas.
--A nosotros nos dan un poco más de comida en tiempo de cosecha, para que aguantemos más.
--¿No tienes que ir al colegio?
--Durante la cosecha, no, todos trabajamos --me explica.
Es interesante oír cosas sobre su vida. Tenemos muy poca comunicación con los que viven fuera de nuestro distrito. De hecho, me pregunto si los Vigilantes estarán bloqueando nuestra conversación, porque, aunque la información parece inofensiva, no quieren que la gente de un distrito sepa lo que pasa en los otros.
Siguiendo la sugerencia de Rue, sacamos toda la comida que tenemos, para organizamos. Ella ya ha visto casi toda la mía, pero añado el último par de galletas saladas y las tiras de cecina a la pila. Ella ha recogido una buena colección de raíces, nueces, vegetales y hasta algunas bayas.
Cojo una baya que no me resulta familiar.
--¿Estás segura de que es inofensiva?
--Oh, sí, en casa tenemos. Llevo varios días comiéndolas --responde, metiéndose un puñado en la boca.
Le doy un mordisco de prueba a una y sabe tan bien como nuestras moras. Cada vez estoy más segura de que aliarme con Rue ha sido buena idea. Dividimos la comida; así, si nos separamos, estaremos abastecidas durante unos días. Aparte de la comida, ella tiene un pequeña bota con agua, una honda casera y un par de calcetines de recambio. También lleva un trozo de roca afilada que utiliza como cuchillo.
--Sé que no es gran cosa --dice, como si se avergonzara--, pero tenía que salir de la Cornucopia a toda prisa.
--Hiciste bien --respondo.
Cuando saco todo mi equipo, ella ahoga un grito al ver las gafas de sol.
--¿Cómo las has conseguido?
--Estaban en la mochila. Hasta ahora no me han servido de nada, no bloquean el sol y hacen que resulte difícil ver con ellas --respondo, encogiéndome de hombros.
--No son para el sol, son para la oscuridad --exclama Rue--. A veces, cuando cosechamos de noche, nos dan unos cuantos pares a los que estamos en la parte más alta de los árboles, donde no llega la luz de las antorchas. Una vez, un chico, Martin, intentó quedarse las suyas; se las escondió en los pantalones. Lo mataron en el acto.
--¿Mataron a un chico por llevarse una cosa de éstas?
--Sí, y todos sabían que Martin no era peligroso. No estaba bien de la cabeza, es decir, seguía comportándose como un crío de tres años. Sólo quería las gafas para jugar.
Oír esto hace que el Distrito 12 me parezca una especie de refugio. Está claro que la gente muere de hambre sin parar, pero no me imagino a los agentes de la paz asesinando a un niño simplón. Hay una niñita, una de las nietas de Sae la Grasienta, que siempre está dando vueltas por el Quemador. No está del todo bien de la cabeza, pero la tratan como una mascota; la gente le da las sobras y cosas así.
--¿Y para qué sirven? --le pregunto a Rue, cogiendo las gafas.
--Te permiten ver a oscuras. Pruébalas esta noche, cuando se vaya el sol.
Le doy a Rue algunas cerillas y ella se asegura de que tenga hojas de sobra, por si se me hinchan otra vez las picaduras. Apagamos la hoguera y nos dirigimos arroyo arriba hasta que está a punto de anochecer.
--¿Dónde duermes? --le pregunto--. ¿En los árboles? --Ella asiente--. ¿Abrigada con la chaqueta, nada más?
--Tengo esto para las manos --responde, enseñándome los calcetines de repuesto.
--Puedes compartir el saco de dormir conmigo, si quieres --le ofrezco; me acuerdo bien de lo frías que han sido las noches--. Las dos cabemos de sobra. --Se le ilumina la cara y sé que es más de lo que se atrevía a desear.
Elegimos una rama de la parte alta de un árbol y nos acomodamos para pasar la noche justo cuando empieza a sonar el himno. Hoy no ha muerto nadie.
--Rue, acabo de despertarme hoy. ¿Cuántas noches me he perdido?
El himno debería ahogar nuestras palabras, pero, aun así, susurro. Incluso tomo la precaución de taparme los labios con la mano, porque no quiero que la audiencia sepa lo que estoy pensando contarle sobre Peeta. Ella se da cuenta y hace lo mismo.
--Dos. Las chicas de los distritos 1 y 4 están muertas. Quedamos diez.
--Pasó una cosa muy rara. Al menos, eso creo, aunque puede que el veneno de las rastrevíspulas me hiciese imaginar cosas. ¿Sabes quién es el chico de mi distrito? ¿Peeta? Creo que me ha salvado la vida, pero estaba con los profesionales.
--Ya no está con ellos. Los he espiado en su campamento, junto al lago. Regresaron antes de derrumbarse por el veneno, pero él no iba con ellos. Quizá te salvara de verdad y tuviera que huir.
No respondo. Si, de hecho, Peeta me salvó, vuelvo a estar en deuda con él, y esta deuda no puedo pagársela.
--Si lo hizo, seguramente sería parte de su actuación. Ya sabes, para que la gente se crea que me quiere.
--Oh --dice Rue, pensativa--. A mí no me pareció una actuación.
--Claro que sí, lo preparó con nuestro mentor. --El himno acaba y el cielo se oscurece--. Vamos a probar esas gafas. --Las saco y me las pongo; Rue no bromeaba, lo veo todo, desde las hojas de los árboles hasta una mofeta que se pasea entre los arbustos a unos quince metros de nosotras. Podría matarla desde aquí si me lo propusiera, podría matar a cualquiera--. Me pregunto quién más tendrá unas de éstas.
--Los profesionales tienen dos, pero lo guardan todo en el lago. Y son muy fuertes.
--Nosotras también, aunque de una forma distinta.
--Tú eres fuerte. Eres capaz de disparar. ¿Qué puedo hacer yo?
--Puedes alimentarte. ¿Y ellos?
--No les hace falta, tienen un montón de suministros.
--Supón que no los tuvieran. Supón que los suministros desapareciesen. ¿Cuánto durarían? Es decir, estamos en los Juegos del Hambre, ¿no?
--Pero, Katniss, ellos no tienen hambre.
--No, es verdad, ése es el problema --reconozco, y, por primera vez desde que llegamos, se me ocurre un plan, un plan que no está motivado por la necesidad de huir; un plan de ataque--. Creo que vamos a tener que solucionar eso, Rue.

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