domingo, 29 de marzo de 2015

Sábado, 20 de Junio de 1942

Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No sólo porque
nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde ni a mí ni a ninguna
otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en
realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más aún de desahogarme y sacarme de
una vez unas cuantas espinas. «El papel es más paciente que los hombres.» Me acordé de esta frase uno de esos días medio melancólicos en que estaba sentada con la cabeza
apoyada entre las manos, aburrida y desganada, sin saber si salir o quedarme en casa, y
finalmente me puse a cavilar sin moverme de donde estaba. Sí, es cierto, el papel es
paciente, pero como no tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas
duras llamado pomposamente «diario», a no ser que alguna vez en mi vida tenga un
amigo o una amiga que se convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable
es que a nadie le interese.
He llegado al punto donde nace toda esta idea de escribir un diario: no tengo ninguna
amiga.
Para ser más clara tendré que añadir una explicación, porque nadie entenderá cómo una
chica de trece años puede estar sola en el mundo. Es que tampoco es tan así: tengo unos
padres muy buenos y una hermana de dieciséis, y tengo como treinta amigas en total,
entre buenas y menos buenas. Tengo un montón de admiradores que tratan de que
nuestras miradas se crucen o que, cuando no hay otra posibilidad, intentan mirarme
durante la clase a través de un espejito roto. Tengo a mis parientes, a mis tías, que son
muy buenas, y un buen hogar. Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma. Con
las chicas que conozco lo único que puedo hacer es divertirme y pasarlo bien. Nunca
hablamos de otras cosas que no sean las cotidianas, nunca llegamos a hablar de cosas íntimas.
Y ahí está justamente el quid de la cuestión. Tal vez la falta de confidencialidad sea
culpa mía, el asunto es que las cosas son como son y lamentablemente no se pueden
cambiar. De ahí este diario.
Para realzar todavía más en mi fantasía la idea de la amiga tan anhelada, no quisiera
apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que el
propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty.
¡Mi historia! (¡Cómo podría ser tan tonta de olvidármela!)
Como nadie entendería nada de lo que fuera a contarle a Kitty si lo hiciera así, sin
ninguna introducción, tendré que relatar brevemente la historia de mi vida, por poco que
me plazca hacerlo.
Mi padre, el más bueno de todos los padres que he conocido en mi vida, no se casó hasta
los treinta y seis años con mi madre, que tenía veinticinco. Mi hermana Margot nació en
1926 en Alemania, en Francfort del Meno. El 1 z de junio de 1929 le seguí yo. Viví en
Francfort hasta los cuatro años. Como somos judíos «de pura cepa», mi padre se vino a
Holanda en 1933, donde fue nombrado director de Opekta, una compañía holandesa de
preparación de mermeladas. Mi madre, Edith Holländer, también vino a Holanda en
septiembre, y Margot y yo fuimos a Aquisgrán, donde vivía mi abuela. Margot vino a
Holanda en diciembre y yo en febrero, cuando me pusieron encima de la mesa como
regalo de cumpleaños para Margot.
Pronto empecé a ir al jardín de infancia del colegio Montessori, y allí estuve hasta
cumplir los seis años. Luego pasé al primer curso de la escuela primaria. En sexto tuve a
la señora Kuperus, la directora. Nos emocionamos mucho al despedirnos a fin de curso y
lloramos las dos, porque yo había sido admitida en el liceo judío, al que también iba
Margot.
Nuestras vidas transcurrían con cierta agitación, ya que el resto de la familia que se había
quedado en Alemania seguía siendo víctima de las medidas antijudías decretadas por
Hitler. Tras los pogromos de 1938, mis dos tíos maternos huyeron y llegaron sanos y
salvos a Norteamérica; mi pobre abuela, que ya tenía setenta y tres años, se vino a vivir con nosotros.
Después de mayo de 1940, los buenos tiempos quedaron definitivamente atrás: primero la
guerra, luego la capitulación, la invasión alemana, y así comenzaron las desgracias para
nosotros los judíos. Las medidas antijudías se sucedieron rápidamente y se nos privó de
muchas libertades. Los judíos deben llevar una estrella de David; deben entregar sus
bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche,
tampoco en coches particulares; los judíos sólo pueden hacer la compra desde las tres
hasta las cinco de la tarde; sólo pueden ir a una peluquería judía; no pueden salir a la calle
desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada; no les está permitida la entrada
en los teatros, cines y otros lugares de esparcimiento público; no les está permitida la entrada
en las piscinas ni en las pistas de tenis, de hockey ni de ningún otro deporte; no les
está permitido practicar remo; no les está permitido practicar ningún deporte en público;
no les está permitido estar sentados en sus jardines después de las ocho de la noche, tampoco
en los jardines de sus amigos; los judíos no pueden entrar en casa de cristianos;
tienen que ir a colegios judíos, y otras cosas por el estilo. Así transcurrían nuestros días:
que si esto no lo podíamos hacer, que si lo otro tampoco. Jacques siempre me dice: «Ya
no me atrevo a hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido.»
En el verano de 1941, la abuela enfermó gravemente. Hubo que operarla y mi
cumpleaños apenas lo festejamos. El del verano de 1940 tampoco, porque hacía poco que
había acabado la guerra en Holanda. La abuela murió en enero de 1942. Nadie sabe lo
mucho que pienso en ella, y cuánto la sigo queriendo. Este cumpleaños de 1942 lo hemos
festejado para compensar los anteriores, y también tuvimos encendida la vela de la
abuela.
Nosotros cuatro todavía estamos bien, y así hemos llegado al día de hoy, 20 de junio de
1942, fecha en que estreno mi diario con toda solemnidad.

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